La sustancia del escándalo es relativamente sencilla. El semanario Newsweek publicó una nota corta diez líneas apenas, menos que la introducción de esta letrilla en la que se reseñaba un reporte del Comando Sur del ejército estadounidense sobre el trato a los prisioneros de Guantánamo, el infame hoyo del infierno en el que, de acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos, no se aplica ninguna ley. Como se reseñó hasta el cansancio, la nota resultó de un trabajo periodístico más bien mediocre: dos reporteros estrella, bajo presión para obtener alguna primicia que no hubieran obtenido ya los diarios ni las cadenas de televisión, decidieron publicar una nota “filtrada” que ni el Pentágono ni la Casa Blanca se dignaron confirmar ni negar. La nota tenía una sola fuente gubernamental anónima, y lidiaba con el contenido de un documento que aún no se había escrito y que supuestamente contendría una referencia al maltrato del Corán por parte de los interrogadores estadounidenses específicamente, tirarlo al retrete y otra referencia al uso de correas de perro para humillar a los presos. La nota llegó al día siguiente a manos de un legendario jugador de cricket paquistaní, Imran Khan, que convocó a una conferencia de prensa para denunciar el maltrato al libro sagrado. Después de la conferencia, la acusación apareció en la propaganda de un grupo afgano o varios que incitó disturbios en algunas ciudades de Afganistán matando, presuntamente la cifra parece apócrifa, a doce personas en el proceso. A raíz de los disturbios, se llevaron a cabo manifestaciones en algunos países árabes y los principales líderes de opinión del mundo musulmán comentaron el asunto. Entretanto, varios funcionarios estadounidenses auxiliados por decenas de comentaristas se apresuraron a tachar al semanario de irresponsable en algunos casos, lo acusaron incluso de negligencia criminal por publicar una nota tan controversial que, como se demostró después, no podía confirmar.
La acusación de que la nota de Newsweek causó la violencia en Afganistán y la consecuente oleada de manifestaciones y condenas en el mundo musulmán es un despropósito, por supuesto. Como señaló después el comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, los disturbios se venían preparando desde hacía meses. De la misma forma, la idea de que el reporte de la revista sobre el abuso contra el Corán es particularmente incendiario resulta ridícula en el contexto de un abuso sostenido y bien documentado en contra de los presos en Guantánamo y Abu Ghraib. (Aunque se puede argumentar, ya entrados en sandeces, que Khan habría tenido que buscar sus referencias en otra parte y quizá se habría cansado.) El hecho es que la única acusación que se sostiene en contra del semanario es la de haber confiado demasiado en una fuente anónima y, en ese entendido, merece ser analizada con más cuidado: las implicaciones para el futuro de la prensa estadounidense son numerosas.
La transgresión de Newsweek a los cánones del periodismo que defienden los puristas es, sin embargo, más bien menor y sobre todo bastante común. En el esfuerzo por no perecer bajo el peso de la maquinaria que publica noticias veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, en la televisión por cable e internet, los medios impresos estadounidenses han relajado un tanto los estándares que se le aplican a las primicias. No se puede encontrar ya una nota interesante en el New York Times o el Washington Post que no esté plagada de misteriosas citas de burócratas que preferirían guardarse su nombre y en la que casi la única confirmación es otra cita anónima o un documento que nadie conoce oficialmente, pero que a alguien le interesa sacar a la luz.
Se trata de “periodismo por rumor”, si se quiere, pero es parte integral de la cultura periodística estadounidense desde hace tiempo, y no falta quien lo entronice como uno de los bastiones de la democracia. ¿Cómo, si no es por la mano de los burócratas agraviados, nos enteraríamos de lo que el gobierno no quiere que nos enteremos? ¿Quién puede resistirse a la imagen romántica de Woodward y Bernstein destruyendo la Presidencia de Nixon gracias a la ayuda de sabemos ahora un apparatchik defendiendo su agencia? Es, además, un juego que le sienta particularmente bien a los periodistas profesionales y sus fuentes. Los unos capitalizan el laborioso esfuerzo de obtener acceso a chismosos confiables para mantenerse por encima de la competencia, mientras que los otros tienen la oportunidad de avanzar su agenda sin comprometerse.
En este contexto, la decisión del gobierno estadounidense y algunos medios de condenar el manejo de fuentes de Newsweek resulta menos un justificable prurito sobre el profesionalismo noticioso, y más una poderosa llamada de atención para la prensa estadounidense. El escándalo sobre los rumores de mayo de Newsweek es un síntoma de que el juego quizá haya ido demasiado lejos. Sería lamentable que el abuso de las fuentes anónimas les diera un pretexto a todos aquellos que preferirían gobernar al margen del escrutinio mediático. Ésta es la primera llamada. –
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