México-Estados Unidos: ¿vidas paralelas?

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Marcela Terrazas y Gerardo Gurza Lavalle

Las relaciones México-Estados Unidos, 1756-2010. I. Imperios, repúblicas y pueblos en pugna por el territorio, 1756-1867

México, unam/Secretaría de Relaciones Exteriores, 2012, 522 pp.

 

Paolo Riguzzi y Patricia de los Ríos

Las relaciones México-Estados Unidos, 1756-2010. II. ¿Destino no manifiesto? 1867-2010

México, unam/Secretaría de Relaciones Exteriores, 2012, 738 pp.

México y Estados Unidos: vidas paralelas. Esto dice un siglo de historiografía sobre estos dos países cuyas vidas entreveradas con trabajo alcanzan para dos. A cada tanto aparece una nueva historia de las relaciones México-Estados Unidos, de los entrecruces entre las dos paralelas nacionalistas. Los múltiples relatos de esta relación comparten conocidos puntos cronológicos (1846-48, 1914, 1938) o temáticos (imperialismo, asimetría, interdependencia, presión, resistencia). Es como un escándalo de pueblo: trama conocida y reconocida, basta evocar un detalle para que todos sepan de qué va el asunto. “Los Estados Unidos”, escribía Martín Luis Guzmán en 1915 (La querella de México), “son dueños de los destinos de México… quien tenga en México el apoyo yanqui, lo tendrá casi todo; quien no lo tenga, no tendrá nada…”. Es decir, David vs. Goliat, porque esta historia de marras incluye también la superioridad racio-espiritual mexicana. Una historia conocida cuya mayor virtud es ser sentido común, ser un pasado siempre presente. Las mejores historias de las relaciones México-Estados Unidos suelen sostener que en México el trauma de la guerra y las intervenciones está vivo y marca todo actuar frente a la gran potencia; en Estados Unidos, esa historia les tiene sin cuidado. Lo mismo decía Carlos Fuentes en inglés, “Their past (us) is assimilated, and too often, it is simply forgotten”, en cambio el pasado mexicano, “is still battling in our souls” (Latin America: At war with the past, 1985) –curioso, esto es como darle la razón a John O’Sullivan, autor de la frase “manifest destiny”: “our country is destined to be the great nation of futurity” (“The great nation of futurity”, 1839).

No critico; son sólidas las varias historias de las relaciones mexicanas, documentan el relato de innegables conflictos. Pero ¿y si la historia no es solo la de conflictos entre dos naciones sino la de la creación de pasado, presente y futuro conjuntos? Este, creo, es el reto historiográfico. Los dos volúmenes de Las relaciones México-Estados Unidos, 1756-2010 enfrentan el reto sin ambages. Por supuesto, los libros presentan desbalances en el tratamiento de los diferentes temas e incluso lagunas sobre importantes aspectos de la relación México-Estados Unidos (por ejemplo, el pesado contenido racial en la historia de esta interrelación y la impronta de la lucha por derechos civiles y la política identitaria estadounidenses en el siglo XX mexicano). Sin embargo, sería mezquino pedir más a dos volúmenes, de suyo gordos y pioneros en la historiografía mexicana sobre las relaciones México-Estados Unidos; cubren desde la importancia de las guerras indias en el siglo XVIII hasta el movimiento de César Chávez en la década de 1960; desde el papel de España en la independencia de Estados Unidos hasta el surgimiento de México como una potencia media –siempre en conflictiva alianza con Estados Unidos– frente al Caribe y Centroamérica. El logro no es menor: ambos volúmenes son excelentes libros de texto sobre las relaciones México-Estados Unidos porque funcionan como textos básicos de historia de Estados Unidos desde México.

No había otra manera de contar esta historia común. Había que prescindir de los omnipresentes personajes –México y Estados Unidos– desagregarlos y revisar las variadas mezclas entre sus diferentes componentes. Un acierto sobre todo porque ambos volúmenes son muy exhaustivos en la revisión de la amplísima historiografía. Un trabajo mayúsculo a ocho manos o más. Señalar, por ejemplo, la influencia de la American Revolution y de la Constitución estadounidense en la independencia mexicana, habría sido correcto pero no muy revelador. Otra cosa es examinar –como hace el volumen I– el choque de imperios en Norteamérica a fines del siglo XVIII, y sus consecuencias para la mera posibilidad de existencia de una American Republic y para nuevas alianzas de naciones indias con distintos imperios, así como para el esperpento histórico de una Nueva España, fiel a la monarquía católica pero aliada del peligroso experimento republicano de las trece colonias. Hacer esto requiere conocer bien ambas bibliotecas nacionalistas y leerlas a contrapelo. Dejo los márgenes de estos libros repletos de notas y correcciones de quisquilloso historiador pero, como historiador, hay que quitarse el sombrero ante esta síntesis empírica e interpretativa.

La coautoría del primer volumen (1756-1867) une los saberes de una historiadora de las relaciones México-Estados Unidos (Marcela Terrazas) y los de uno de los pocos historiadores mexicanos educado como americanist y dedicado a la historia del sur de los Estados Unidos (Gerardo Gurza). La complicidad en el segundo volumen (1867-2010) es también afortunada: Paolo Riguzzi, lúcido historiador que ha sabido ver la moderna historia comercial y económica de México en su justa dimensión internacional, y Patricia de los Ríos, politóloga, experta en política estadounidense y en relaciones México-Estados Unidos. Los autores apostaron por un estilo austero y claro. El lector no encontrará en la prosa de estos libros la provocación y la lucidez, como sí se puede encontrar en la elocuencia irónica de dos textos esenciales para la compresión histórica de las relaciones México-Estados Unidos: México, el trauma de su historia (1977) de Edmundo O’Gorman y U.S.-Mexican relations, 1910-1940. An interpretation (1987) de Alan Knight –autor también del prólogo a estos volúmenes–. La lección de Las relaciones México-Estados Unidos no está en la prosa; está en los temas, en su tratamiento y en la cuidadosa estructura con que fueron pensados.

Toda historia es un punto de vista y estos volúmenes surgen de un largo debate sobre cómo ver una historia que, a simple vista, parece conocida. Para estos volúmenes la historia a contar no es la de dos que se odian y están forzados a vivir juntos sino la de una larga, funcional y duradera coexistencia; vamos, un matrimonio, como todos, feo, a ratos insoportable, pero juntos hasta la muerte. Los libros asumen no dos historias nacionalistas en conflicto, sino dos siglos de conflictiva coexistencia que forman una historia común: “En la larga trayectoria de la historia compartida entre México y Estados Unidos hay ganadores y perdedores (relativos), acordes a los actores, los temas y las coyunturas, pero no existe una mecánica invariable y determinista del predominio del fuerte sobre el débil” (p. 33). Así, la idea de soberanía, que por largo tiempo ha regido estos temas, pierde primacía porque la constante y complicada coexistencia no obedece solo a lógicas de Estados. ¿Cómo entran en juego las soberanías estatales en la historia de casi cien años de interacciones entre científicos, artistas, escritores, músicos o entre movimientos sociales o mafias de México y Estados Unidos? El punto de partida de estos dos volúmenes, pues, es en verdad novedoso y arriesgado para ambas historias nacionalistas, para las cuales el relativo éxito de esta coexistencia es o invisible o impresentable. Frente a la historia de las relaciones entre Rusia y Polonia, Irlanda y el Reino Unido, o inclusive entre España y Francia o Francia y Alemania, la relación México y Estados Unidos resulta un ejemplo moderno de convivencia e integración, beligerante, claro, pero inevitable e indispensable. ¿Qué sería de Norteamérica y el mundo si Estados Unidos y México en verdad fueran la rabiosa pureza anglosajona y nacionalista o el antiamericanismo recalcitrante que narran sus respectivas historias nacionalistas? Afortunadamente son cuentos, porque juntas y rejuntas las dos naciones han estado, están y estarán. Estos volúmenes parten de este riesgoso punto de vista que es a la vez una reescritura de hechos bien conocidos y la incorporación de temas sociales, culturales, demográficos y comerciales que pocas veces entran en las relaciones México-Estados Unidos. Ambos volúmenes estudian no solo las relaciones diplomáticas o los sucesos conocidos, sino también la interacción económica, el movimiento de población, la gradual y complicada formación de una frontera común y las mutuas visiones culturales.

El primer volumen muestra las variadas herencias imperiales, el distinto cocinar social, institucional y cultural de la historia entre Europa y América. Así, reina una historia sin atavismos raciales o culturales que expliquen dos entes incompatibles; la historia, pues, de trayectorias que acaban por formar la caótica y conjunta historia de Norteamérica. El volumen inicia con la guerra de siete años (1756-1763), un eco de las guerras europeas y una expresión de las contradicciones y alianzas entre indios, el imperio inglés y el francés. Las trayectorias imperiales en verdad semejan paralelas. Como el exhéroe de la independencia mexicana Agustín de Iturbide, que firma el Plan de Iguala aún siendo oficial al servicio de Fernando VII, en las guerras franco-indias inicia su carrera George Washington, joven oficial de los ejércitos de su británica majestad. Y es entonces que surgen las alianzas y los comandantes de los bandos que pelearán la American Revolution –no solo una lucha antiimperial, sino, como la independencia mexicana, una guerra civil–. En Nueva España poco a poco se destruyen las estructuras del Estado monárquico: para 1830 el territorio entero de la Nueva España es una república embarcada en reconstruir al Estado.

Las vidas paralelas de la Norteamérica británica y española produjeron distintos escenarios: en ambas prevalecieron las divisiones, pero en Nueva España no surgió la duradera y tajante división entre loyalists y republicanos, entre colonos e indígenas que no siguieron lo que era, a todas luces, un experimento republicano radical y arriesgado, el de las trece colonias –profundamente divididas entre ellas–; entre esclavos que lucharon por su rey (a cambio de libertad) y republicanos que, no bien firmada la paz y la independencia, exigían a Jorge III la devolución de sus esclavos. Canadá es el producto, hasta hoy definitivo, de esa fidelidad y al norte no hubo “destino manifiesto” que valiera, aunque Estados Unidos lo intentara en 1812.

El volumen i recorre esta complicada trayectoria de tal manera que la débil república estadounidense de la década de 1820 y 1830 aparece en su justa medida, dividida, como siempre, sobre todo ante la posibilidad de anexar Texas. Así visto el asunto, la inevitable anexión y la guerra con México resultan menos inevitables, y revelan una lucha interna estadounidense de consecuencias solo sospechadas para ese momento. La guerra de 1846 aparece no como acción de un actor homogéneo y omnipotente, Estados Unidos, sino como el resultado de complicados y múltiples pleitos internos en eu, que explican la toma de la mitad del territorio mexicano –con la terrible consecuencia posterior: la Guerra Civil estadounidense–. Los pleitos también explican la desocupación de la otra mitad. La aparente fortaleza militar estadounidense resulta, pues, menos decisiva que el caos mexicano, las alianzas variadas con grupos indígenas y las divisiones regionales, ideológicas y culturales entre estadounidenses.

El volumen II inicia con el espejismo de las vidas paralelas: por una parte, el final de la Guerra Civil en Estados Unidos, más de seiscientos mil muertos y heridos (equivalente a casi el 10% de la población total de México en 1862), el sur destruido y ocupado por las tropas del norte, el país en plena recomposición y el presidente victorioso, Abraham Lincoln, asesinado. Por la otra, aparece Benito Juárez, el aliado de Lincoln, victorioso, el México al fin liberal y soberano justo al mismo tiempo –¡vaya coincidencia!– que triunfa la Unión en Estados Unidos. México también se embarca en la difícil reconstrucción legal, política y territorial. Y para colmo don Benito muere. Vidas paralelas. Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz se lanzan a años de intrigas que acabarán en el golpe y la elección de Díaz entre 1875 y 1876, el mismo año en que Estados Unidos también inicia, como muestra el volumen II (p. 72-73), una nueva etapa a raíz de las peleadas y sucias elecciones presidenciales de 1876. Una nueva era pactada: el republicano moderado Rutherford B. Hayes es declarado presidente con menos voto popular que su contrincante demócrata Samuel J. Tilden (gobernador de Nueva York). Entre 1876 y 1877 las de México y eu en verdad parecen vidas paralelas: Hayes y un nuevo acuerdo político en Estados Unidos, Díaz y unas nuevas alianzas en México, ambos engranajes de larga trascendencia, entonces insospechada. En estas vidas paralelas la elección “constitucional” de Díaz en 1876 equivale a la elección de Hayes, a un pacto oligárquico que pone en pausa el experimento liberal de la república restaurada e inicia un complicado proceso de reconciliación nacional, prosperidad, juegos oligárquicos, liberalismo a trampas y barrancas y progreso como nunca. O visto de otra manera: lo de Hayes fue un acuerdo porfiriano para terminar con el desestabilizador impulso igualitarista y republicano que había sobrepasado incluso al propio Lincoln –un presidente que se fue a la guerra para mantener la unión, pero que la ganó luchando por la liberación de los esclavos–. Porfirio Díaz se reconcilia con la iglesia, con los juaristas, y deja hacer a los caciquismos locales, bendiciendo los poderes locales con su nombre. Hayes desocupa militarmente el sur y deja hacer y deshacer a los poderes locales del sur a cambio de clientelas políticas. Como hace ver el volumen II, esto es el inicio de la Gilded Age estadounidense, que en mexicano se dice Pax porfiriana: integración económica, la unión del territorio de Norteamérica a través del ferrocarril, la creación de una frontera que se consolida como fuente de poder fiscal del Estado pero que no es ni será una barrera humana hasta bien entrado el siglo XX. La ilusión de las paralelas, empero, nubla esta integración de mercados laborales, de flujos de capital, de constantes vistas culturales cruzadas. Y es que cada vez era más espejismo el de las vidas paralelas.

La primera prueba para esta integración fue la Revolución mexicana. El volumen II muestra cómo, a pesar de los momentos tensos de intervenciones militares norteamericanas, la integración económica y humana no solo no se detuvo sino que salió triunfante de una revolución nacionalista. Para la década de 1930, a pesar de 1938, la inversión privada estadounidense crece y crece, al tiempo que los grandes museos norteamericanos compran arte mexicano y proyectan la idea de un gran renacimiento artístico mexicano que por primera vez pone al país en el mapa artístico mundial. Acaso 1938 no fue prueba tan difícil para esta integración: produjo, muestra el volumen II, una gran división en la opinión pública y en diferentes instancias del Estado estadounidense, pero al final el interés de las petroleras no fue ni el de la opinión pública ni el del presidente Roosevelt:

 

… cuando en 1939 y 1940 un grupo de congresistas norteamericanos trata de eliminar el programa de compras de plata, alegando que México es el único beneficiario y que además, promueve una política hostil a los intereses estadounidenses, la administración [de Roosevelt] logra derrotar la iniciativa… Unos años más tarde, el expresidente Cárdenas reconocerá, en una comunicación privada con [el exembajador] Daniels acerca de Roosevelt que “la política de buena vecindad de aquel gran estadista y amigo de México no fue mera fórmula política, sino por el contrario se realizó plenamente” (p. 293).

 

Esquivemos las pasiones; esto no lo escribió ni Riguzzi, ni De los Ríos, ni yo, sino el general Cárdenas. En verdad, para la coexistencia entre México y Estados Unidos un reto más grande que 1938 fue la Gran Depresión; mejor dicho, la repatriación forzosa de casi trescientos mil mexicanos. ¿Vidas paralelas?: la forzada repatriación coincidió con la masiva repartición de tierras. Coincidencias.

En fin, las paralelas, dice la geometría euclidiana, solo se intersectan en el límite al infinito. Las relaciones México-Estados Unidos, 1756-2010 es un ensayo, pionero, por necesidad experimental y a ratos con deslices, pero al fin y al cabo, un intento de relatar este límite en el cual hace mucho tiempo –mexicanos, estadounidenses– vivimos. ~

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