¿Se puede seguir acusando a la televisión y a nuestra cultura visual de la poca afición que hay por la lectura? En su trabajo Los demasiados libros, Gabriel Zaid señala que desde 1950, cuando llegó la televisión, la población ha crecido 1.8% anual y la publicación de libros ha crecido 2.8% al año.
“Nuestra grafomanía universal produce millones de títulos al año, en ediciones de varios miles de ejemplares”, escribe Zaid, poeta mexicano, crítico y autor de temas empresariales. Añade que hoy en día la tecnología nos permite obtener cualquier libro que se nos antoje, a pesar de que los grupos editoriales y los vendedores de libros tienden a lograr que, igual que los ricos, los bestsellers gocen de beneficios fuera del alcance de los demás, los que no son un éxito comercial. Pero Zaid no pierde su tiempo con gazmoñerías sobre un pasado más noble. Lo que más le importa (también a nosotros) es cómo la tecnología y la empresa pueden prestar al lector un mejor servicio, y cómo éste puede contribuir a definir una cultura más creativa.
“Así como los escritores que producen con palabras que no son suyas, los editores, los libreros, los bibliotecarios, los autores de antologías y los críticos, cuando son creativos, reúnen textos que no son suyos para producir interesantes recopilaciones”, dice. (Zaid el poeta describe una verdadera compilación como aquella en la que “el ruido se convierte en música; unas estrellas dispersas adquieren un perfil, nombres y aun leyendas, y se convierten en constelaciones reconocibles que orientan la navegación”.)
Esta perspectiva me gusta más que nuestras previsibles pedanterías. ¿Cada cuándo revisamos las listas de los bestsellers, lamentando el gusto degradado de las masas? Pero según Zaid “el mayor obstáculo para la libre circulación de los libros es la masa de ciudadanos privilegiados que tienen estudios universitarios pero que nunca han aprendido a leer bien”. Con demasiada frecuencia, las universidades enseñan a los estudiantes a trabajar con los libros, en vez de a devorarlos y regocijarse con ellos, y “los graduados de las universidades se interesan más en publicar libros que en leerlos”.
Uno de los placeres de Los demasiados libros es que su contenido y su forma tienen una sincronización perfecta. Zaid argumenta en forma animada y concisa; el texto tiene 144 páginas, cada capítulo podría ser un ensayo, pero hay un claro panorama general. Los demasiados libros es un todo con aire de improvisación.
Dice Zaid: “Lo que importa es cómo nos sentimos, nuestra mirada, lo que hacemos después de leer; si la calle y las nubes y la existencia de los demás significan algo para nosotros; si leer nos reanima, físicamente.” Es cierto, y como la mente es un músculo, lo que importa es también cómo un libro nos lleva a otro.
Los libros sobre Nueva York a veces me producen desconfianza. Se han escrito tantos sobre los sucesos del 11 de septiembre. Pero después de leer Los demasiados libros me quedé con ganas de lecturas que me dejen satisfecha: un mundo con ímpetu y extravagancia, con una realidad delimitada y una imaginación ilimitada.
Escogí Gangsters and Gold Diggers: Old New York, the Jazz Age and the Birth of Broadway de Jerome Charyn (Four Walls Eight Windows). Es un libro de historia y de leyendas a la vez. La prosa de Charyn me hace pensar en cierto estilo jazzístico de piano: un ritmo constante de la narrativa con irrupción de imágenes y asociaciones. El autor intercala las palabras de otros: académicos, novelistas, autores de diarios.
Crea un bestiario de figuras mayores y menores: cantantes y bailarinas de variedad, payasos, pequeñas coristas y contrabandistas. Explora la simpatía de Fanny Brice y Al Jolson. El creador de mitos de Broadway, Damon Runyo, resulta ser un solitario de Manhattan, Kansas, cuyo ídolo de la juventud, Bat Masterson, comenzó de pareja empistolada de Wyatt Earp y terminó de reportero alcohólico de deportes en Nueva York.
Vemos la vida de estas personas y las fantasías extraídas de sus vidas. Con su cara negra, Bert Williams era el “doble malo” de Jolson. Llevó su personaje bobo y triste a Broadway, donde los artistas negros gustaban siempre que presentaran pocos espectáculos y su talento valiera la pena.
Charyn relaciona a los famosos con acierto y frescura. Aparecen las estrellas de los años veinte Louise Brooks y Zelda Fitzgerald, con sus conflictos internos: talento e inteligencia con belleza, disciplina y autodestrucción. Con su atractivo vestuario y su perpetua melancolía, el gángster Owney Madden tiene cierto aire de Jay Gatsby.
Todos los capítulos son independientes, se pueden leer en cualquier orden. Pero el autor tiende un arco. Charyn comienza con los pequeños cuentos de Broadway del olvidado Runyon, que alguna vez fuera famoso, y termina con la leyenda desproporcionada de William Randolph Hearst y Marion Davies. También esa historia tuvo un inicio común y corriente, y la repitieron teatros y tugurios de toda la ciudad. “Una vez, en 1915, sus ojitos de ballena se fijaron en Marion Davies mientras bailaba, y nunca, nunca más se quisieron despegar de ella.”
Luego leí The Colossus of New York: A City in Thirteen Parts, de Colson Whitehead (Doubleday). Los elementos de Whitehead no son la narración ni los personajes, sino que agrupa escenas breves bajo títulos como “La mañana”, “La autoridad del puerto” y “La hora pico”, los principios de orientación son los lugares y las sensaciones. Whitehead es el autor-director que atrapa algunos detalles visuales, aporta una voz narrativa, y da instrucciones y diálogos a personajes secundarios sin nombre.
“Detengámonos un instante para dejarnos intimidar por este espléndido horizonte urbano. Tantos edificios imponentes, es como ir a un festival de música y platillos del Caribe.” Eso dice una de sus voces. Otra, más romántica, reflexiona: “Broadway sabe que cada paso es su corazón que palpita, que nosotros mantenemos los latidos de su corazón, que necesita crédulos y ciudadanos para que le fluya la sangre.”
En esta Nueva York no hay mito que nos asombre, ya los conocemos todos. “Hablar de Nueva York es una forma de hablar del mundo”, dice Whitehead. Me pareció ingeniosa y un poco incorpórea esa conversación. Pero, como el apesadumbrado y efervescente Gangster and Gold Diggers, este libro pertenece a lo que Zaid llama “la verdadera cultura universal”, no nuestra vieja y utópica Aldea Mundial, sino “la multitud de aldeas tipo Babel, donde cada una es el centro del mundo”, y donde “la universalidad asequible es la universalidad finita, limitada y concreta de las conversaciones diversas y distintas”. ~
©The New York Times Book Review