A Hans Asperger se le conoce por dar nombre a un entrecomillado síndrome, que en todo caso es definido como “trastorno del espectro autista”. Un trastorno, etimológicamente, hace girar de un lado al otro, cambiar, alterar las características permanentes de algo. ¿Qué algo? Un espectro, ya sea una figura irreal, o bien una cierta distribución de la intensidad en la energía… Karen Villeda ha modificado, le ha dado vueltas al fantasma de una niña que ha creído ver, rescatándola de las tinieblas y haciéndola aparecer ante nosotros. Y ha distribuido la intensidad, como con un antibiótico de amplio espectro, del mentiroso (y probable asesino nazi) Hans Asperger, que se las ingenió para ocultar el descubrimiento de esta variedad de autismo llevado a cabo por una científica muchos años antes; pero que también fue, según otro componente de esa intensidad, un pobre niño doliente y muy solo. En el fondo, es la infancia la que nos rescata a todos: en su mundo está la esencia de toda verdad. De la inocencia, innocens, “que no daña”.
Anna y Hans lleva también un preámbulo “para uso interno”, donde justamente una pequeña inocente, incapaz de perjudicar, se abre de capa exponiendo lo que a ella le hace daño: las palabras. Este primer apartado resulta una especie de guiño al lector, donde se ofrecen las claves para descifrar el universo de la intimidad que se irá desplegando a todo lo largo de un libro al término del cual sus heridas y las nuestras habrán cicatrizado. Diríase que la autora quiere hacernos imaginar una bitácora de psicoanalista transformada en un largo poema que se sirve de distintos modos expresivos, fragmentos, un mosaico del que se extrae la poesía oculta en todo, absolutamente todo. He aquí el poder curativo del arte, que logra consolarnos de esta vida.
Desde la sección inicial hasta la final, más allá de la historia que, como quería Borges, el poeta ha de contar y cantar; más allá de los hechos reales o imaginarios; más allá de los dos personajes entrelazados, entretejidos, la capacidad del discurso poético para ofrecer una pluralidad de significados da soporte al corpus del libro, le incrusta una firme columna vertebral, y le infunde sangre metafórica. Sin embargo, la espina es bífida, se parte en dos, que a su vez se subdividen, en un intento por confirmar que todos somos dos (o más), todo lo cual resulta tangible. El libro es dos, para empezar: por un lado, narración explicativa, documentada en términos reales o no, diario, reflexión; por otro, poesía que se proyecta en abierto tempo lírico. El ejemplo más cabal, en una nuez, lo descubrimos en “Anatomía de la lengua, un añejo grabado”, donde la lengua, sola y su alma, se subdivide en músculo e idioma, para que el texto se ofrezca, primero, en la poesía de los nombres mismos del grabado anatómico y, a continuación, deje desprender la segunda naturaleza en la prosa de la vida: “Vértice de la lengua / Miles de voces. Podrás pensar que eres un eco. Podrías no dejar el resto de la página en blanco. Así”, cuya especie de estrofa terminal concluye en la unidad de la lengua oral metaforizando sobre las palabras mismas: “Las digo, / te digo, / las palabras / y te juro que me tengo que morder la lengua / con fuerza / para quedarme yo / con este pedacito”, es decir: hay que callarse con violencia, contenerse para no decir, guardar silencio, a lo que tiende la poesía con mayúsculas; justo lo que de esta misma niña se había afirmado antes: “Esa niña que dice / o que no dice / porque más bien dice que canta, / no dice, canta, / canta hasta quedarse sin voz, / de verdad se queda sin voz.”
En la primera parte se plantea tácitamente la comprobación de la realidad tal cual hallándola en las carpetas de un archivo. Quién es Hans Asperger, el histórico descubridor del trastorno; el niño embrujado y cojo; el deseoso de vivir la poesía y la filosofía de Grillparzer; el enamorado de Anna, la prendida a quien en el fondo envidia, la niña eterna que absorbe sin esfuerzo los significados cabales; el que se vuelve esponja que absorbe lo absorbido; quien quiere ser el infante que ya no es, a ver si así consigue suplir sus carencias de amor, de atención, de reconocimiento; quien quiere saltar, viajar de la psicosis o la ciencia dura a la creación artística en vocablos; quien asimila a la mujer pintada por Klimt, no a la de carne y hueso; quien desea más que nada transformarse en Anna, robarle (como lo hizo con los hallazgos de Grunya Sukhareva) su manera de soledad personal. Este apartado de lo tangible incluye la aparición de la Anna descrita, vista por Hans, lo mismo que la voz de su conciencia doble, mitad masculina, mitad femenina. No podía faltar aquí la entrada en escena de quien los observa a ambos: quien quiere rescatarlo a él del olvido científico y a ella de su encierro mental, una especie de conciencia omnisciente, conocedora de las cosas reales y posibles, que no ignora que Hans quiere ser quien no es, mientras que Anna encarna libertad e integridad, una especie de ser esencial que no sabe relacionarse más que consigo misma. De hecho, cuando, acaso equivocadamente, comienza a hacerse amiga de Hans, lo único que quiere compartir con él es lo más íntimo, las heces, lo que produce su persona.
La segunda parte revela la entidad creativa, definida como “Soy la palabra con más significados del mundo”. En efecto, tratándose del centro poético del libro, Hans Asperger podría ni siquiera figurar aquí. Aparece, digamos, marginalmente como una descripción de Anna y como poseedor de una libreta que da testimonio de la existencia de ella. En esta parte la lengua española, la de la poeta que esto escribe, es dueña y señora. La lengua infantil de juegos típicos de un país hispanohablante, que aprovecha sus vocales y sílabas acentuadas, sus frases llenas de voces esdrújulas, a diferencia de la lengua alemana de la Anna original, cuya sintaxis y estructura general se trasluce en lo que Asperger documentó, con enunciados terminados en preposiciones, ideas contenidas por el alemán-burbuja que engorda las frases sin dejar que se desborden. Me pregunto cómo se habría expresado una Anna latina… Acaso habría retorcido y estirado las palabras, como empujada por una tal Karen Villeda, que la obliga a juguetear abierta y francamente, saltando entre ejemplos clásicos de repetición de oraciones con una sola vocal, o de ritmo poético en réplica desquiciante de la respiración de la niña retratando a Hans, relaciones libres de encadenamiento de sonidos y pausas, cuyo sentido es ese, el de una mera repetición, un porque sí, cuyo significado radica en el puro sonido de un río caudaloso que concluye en un delta: “…porque la caca es el centro del mundo…”.
En el tercer capítulo, planteado como una serie de apuntes, habla directamente la autora; incluso se permite surgir como personaje, alguien que ha incrustado su persona en sus creaciones, desafiándonos a llamarla Hans o Anna. Ataviada de analista-psicoterapeuta-investigadora cum poeta, Karen ha ido tomando notas a partir de las cuales no solo ha creado personajes, sino que se ha recreado de una manera distinta gracias a ellos, abriendo nuevas brechas, demostrando que en el poema moderno cabe la fragmentación entera de los géneros: al pulverizar su lirismo, ha regado sus chispas con cierto orden y en terrenos fértiles, no a tontas y a locas sino con una intención previa de poner ante los ojos del lector la poesía escondida en las psicopatologías tipificadas, en las dualidades del ser, en los conceptos en torno a la enfermedad y la salud, haciendo de esta mezcla de verdades desmembradas, disgregadas, una nueva manera de belleza capaz de apestar, como el mundo que la produce.
Todos los poetas somos autistas de cierta manera. Al escribir hablamos con nosotros mismos primero, con las peculiares piedras y flores que llaman nuestra atención, abrigando la esperanza de conservar la inocencia, y no herir con la filosa autonomía de nuestras creaciones. Si bien Anna K. quiere relacionarse con los demás sin saber cómo, encerrada en el sótano de sí misma, al igual que Kaspar Hauser, quien ignoraba los modos del mundo y sus habitantes, Karen Villeda sí sabe cómo, poniendo coto al tema del autismo, creando lianas expresivas que no olviden el sitio de preeminencia del poema. ~