John Crowley es uno de los grandes exploradores del mundo pasado, presente y futuro. Su manejo magistral del lenguaje y la agudeza de sus observaciones sobre la naturaleza humana le han ganado un puesto destacado entre los novelistas norteamericanos contemporáneos. Es autor de la novela favorita de Harold Bloom, Pequeño, Grande (Minotauro, 1989) quien la incluyó, con otras de Crowley, en El canon occidental. Tuve la oportunidad de conversar con él sobre la naturaleza elusiva del pasado, el arte de narrar, y el lado oscuro de la utopía, sobre Borges y García Márquez, en su residencia en las colinas boscosas de Nueva Inglaterra.
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Diga, por favor, algunas palabras sobre su persona.
Mi nombre es John Crowley, nací en 1942 durante la Segunda Guerra Mundial en el pueblo apropiadamente liminar de Presque Isle, Maine, que era entonces una base militar donde mi padre ejercía como médico en la fuerza aérea. Crecí en varios lugares de los Estados Unidos, pues mi padre, a pesar de ser médico, era más bien nómada. Tuvo primero un consultorio en Nueva Inglaterra y después en el noreste de Kentucky, una zona minera de carbón, y más tarde fue doctor en la famosa universidad católica de Notre Dame, en Indiana. Mi padre trabajó para la iglesia católica por mucho tiempo y fui educado en esa fe, que ha sido parte central de mi identidad a lo largo de la vida, aunque ya no soy practicante, ni siquiera creyente. Me gradué en la Universidad de Indiana y después fui a Nueva York, donde trabajé como fotógrafo y guionista para documentales por algunos años. Alrededor de 1975 comencé a publicar novelas. Las primeras fueron novelas de ciencia ficción, a pesar de que yo en realidad no sentía mucha pasión por ese género. Había leído, como todo mundo, algo de ciencia ficción en la infancia, pero no era algo por lo que sintiera devoción. Sin embargo, lo que estaba ocurriendo en la ciencia ficción durante los años setenta era tan interesante y novedoso –se trataba de la New Wave– que creí que podría hacer cualquier cosa y salir adelante con éxito. Desde entonces he seguido escribiendo novelas, algunas con elementos fantásticos, y relatos que a veces podrían considerarse ciencia ficción, aunque la mayoría no lo son. Y aquí estamos.
Usted forma parte de una larga tradición de autores americanos que han incluido elementos fantásticos en su obra: Charles Brockden Brown, Washington Irving, Nathaniel Hawthorne, E.A. Poe, Henry James, Robert W. Chambers, por mencionar algunos. ¿Existe una manera específica de literatura fantástica americana, hay algo en la tierra americana que estimula la imaginación?
No sé lo suficiente como para hablar al respecto. Mis raíces no están en ese tipo de literatura y no he leído mucho de ella. He leído a Poe, claro, todo mundo ha leído a Poe, y he leído a Hawthorne, que nunca me ha entusiasmado. Me parece que las obras de Hawthorne y Poe son recargadas y opresivas de una manera con la que me es difícil empatizar. Mis raíces son inglesas, mucho más que americanas. El linaje de lo fantástico en la literatura inglesa, desde The Faerie Queene y Shakespeare hasta escritores como Sylvia Townsend, T.H. White y Walter de La Mare, Winnie the Pooh, las historias de animales de Kenneth Grahame y sobre todo Alicia en el País de las Maravillas, son mis fuente básicas.
¿Donde situaría su obra en el contexto de la literatura moderna?
Supongo que sería bobo decir que es absolutamente singular [risas]. La literatura que más me impresionó cuando comencé a formular mi manera personal de escribir es la posmoderna de finales de los años sesenta y principios de los setenta. No sé si haya un término más útil que “posmoderno”. Me refiero a autores y libros como Thomas Pynchon –V o La subasta del lote 49–, Kurt Vonnegut con Dios le bendiga, Mr Rosewater –su mejor libro– y Cuna de gato, John Barth y su Giles Goat Boy –que a mucha gente le parece ilegible pero a mí me gusta y asombra mucho–, y Donald Barthelme, un autor extraño a quien no sé si es correcto clasificar como surrealista. Lo que en mi opinión los conecta a todos es algo que viene ya de antes en el siglo, por ejemplo en Lolita y Pálido fuego de Nabokov, obras que intentan integrar en sus efectos emocionales y en su poder como literatura el acto mismo de escribir, de concebir, crear y presentar. Los primeros en tomar esa vereda fueron escritores modernistas como Virginia Woolf, James Joyce y Henry James, que intentaron crear algo más realista que el realismo que los precedió, dejando atrás convencionalismos y utilizando nuevos métodos. Pero los modernistas aún intentaban ocultar al lector la aplicación de sus técnicas, mientras que los posmodernos hicieron lo contrario, jugaron abiertamente con los recursos porque consideraban que la obra literaria no es mas que un artefacto, relato, lenguaje, narración, creación a base de elementos: ideas, palabras, sintaxis y gramática. Creían que en el fondo hay algo emocionante en el hecho mismo de que sea sólo texto y nada más; algo que es parte de lo apasionante en el acto de escribir y leer, algo que yo también quería lograr cuando comencé a escribir. Ahí es donde me situaría.
¿Podríamos hablar de una analogía con los impresionistas, que ponían manchitas sobre el lienzo para crear una pintura y al mismo tiempo algo más?
Yo diría que los impresionistas eran más bien como los escritores modernistas. Su propósito era capturar la realidad de las impresiones visuales, creían que existía un modo científico o programático de capturar una escena y toda su realidad. Pintaban escenas carentes de un centro focal que enmarcara los motivos principales, con personajes que acababan estando medio adentro y medio afuera del cuadro, porque así es como funciona nuestra visión. Lo que intentaban era capturar la realidad sin ilusiones, sin juegos pictóricos. Yo pienso que mi obra, si vamos a compararla con pintura, sería más similar a lo que hacían algunos surrealistas: Max Ernst o Dalí en sus obras menos necias.
¿Magritte?
Sí, gente que pintaba al estilo realista convencional cosas absolutamente irreales.
Parece que la variedad de ideas sobre el funcionamiento del mundo que han sido pensadas a lo largo de la historia le fascinan de manera especial. Dice que Frances Yates es una de las autoras que más le han influido. ¿Que le llevó a hacerse novelista en vez de filósofo o historiador del pensamiento?
La respuesta más fácil es que nunca pretendí demostrar o siquiera comunicar algo a manera de afirmación, como si se tratara de conocimiento. Muchos autores de ficción lo hacen, y mis ficciones a veces han confundido a lectores que creen que yo intento demostrar o afirmar las cosas como si se tratara de hechos. Mi propósito es totalmente otro: es suponer que las cosas podrían ser de cierta manera, diferente de como son en realidad, y explorar las consecuencias que de ahí resultan. Por ejemplo, a partir del material de Frances Yates, quien escribió que en el siglo XVI se creía que ciertos tipos de pensamiento no sólo eran comunes sino también eficaces, que el arte de la memoria realmente podía alterar la realidad. Que si uno organizaba su mente y obtenía el poder suficiente podría alterar el mundo y manipular a otra gente. Pero Yates en ningún momento afirma que estas cosas hubieran sucedido realmente. Lo que dice es que la gente creía que estas cosas ocurrían y que forjaban historias supuestamente reales en torno a lo que significaría tener poderes así, y que no tenemos por qué confiar en ellas.
El dilema es antiguo: ¿qué debemos interpretar y qué tomar literalmente? La similitud que encuentro en su obra con el trabajo del historiador consiste en exponer estas ideas de manera que sus lectores, de quererlo, puedan aprender bastante sobre las ideas que circulaban en ciertas épocas.
Creo que no tiene mucho interés trasladar nuestro concepto contemporáneo de lo que los magos hacían según la imaginación popular: bolas de cristal, varitas mágicas… Lo que es interesante es examinar lo que de verdad pensaban, creían y hacían. Lo que más me asombra en la obra de Yates sobre el arte de la memoria, o la que habla de John Dee y sus conversaciones con seres angelicales, es comprender que si cualquier parte de lo que esa gente hacía fue real, entonces sus mentes no pueden haber sido como la mía. No hay manera de explicar lo que afirmaron haber hecho y puesto en evidencia, aunque la gente les creyera, dentro del contexto de cómo entiendo la mente, el espíritu y sus posibilidades en el mundo de hoy. Es casi como si hubiese existido un mundo en el que la humanidad tenía poderes que nosotros ya no tenemos. Esa es en esencia la premisa sobre la que opera mi ciclo Ægypt.
Se podría decir que sus novelas transcurren en lugares que obtienen más solidez de las ideas que existen en ellos que de las descripciones de sus atributos físicos. ¿Cree que vivimos en un universo platónico?
Es muy grato oír eso. Creo que así es, que la manera de poblar un mundo consiste no sólo en crear descripciones miméticas de escenarios y hábitos sociales, comportamiento humano, etcétera, sino que se realiza capturando la concepción del mundo que tienen los personajes, de su manera de vivir, pensar y sentir. Mi novela mas reciente está ambientada en Estados Unidos durante los años cuarenta, y aunque eso no es muy remoto en el tiempo, no como el Renacimiento, la concepción del mundo que se manifiesta a través de aquellas pequeñas cosas como los pensamientos de la gente y sus sueños, sus sentimientos hacia el sexo opuesto, sobre el trabajo, la hombría, el honor, es sutil, pero decididamente diferente de la nuestra. Alguien podría leer el libro y no darse cuenta de que contiene no sólo una serie de eventos que ocurrieron en los cuarenta, sino también el sentir de la gente sobre el mundo, que es lo que a mi más me interesa de él. Me desagradan mucho las novelas que pretenden ser sobre el pasado histórico pero no lo son; en las que personajes, en realidad modernos, andan portando ideas modernas sobre sexo, poder, jerarquía y la naturaleza de las cosas, por mundos en los que no existieron.
¿Sería válido decir que los cambios que experimenta la naturaleza del mundo en sus novelas son simplemente desplazamientos de Weltanschauung?
Se trata de parábolas sobre el desplazamiento de Weltanschauung, representaciones de la manera en que el mundo se transforma.
De hecho, las ideas que aparecen en la primera página de mi última novela vienen de corrientes modernas de la filosofía y aún de las ciencias neurológicas, que afirman que el pasado no existe; que lo único defendible es la existencia del momento presente, que se encuentra en un estado eterno de evolución hacia el siguiente. Uno puede mirar a su alrededor y pensar que todo lo que percibe es evidencia de que hubo un estado anterior, pero según estas corrientes no lo hay ni lo hubo. Hay también una proposición similar en la física. No tengo lo suficiente de físico como para repetirla con precisión, mucho menos para defenderla, pero dice algo así: “¡No! lo sentimos mucho, no existe un estado anterior de la energía cuántica del universo, el pasado nunca ocurrió. Tolstoi se equivocó.”
A Borges también le gustaba explorar ideas y filosofías. ¿Cuál de sus obras es su favorita?
Debí haber mencionado antes, cuando hablábamos de situarme en el contexto de la literatura moderna, la obra de algunos escritores latinoamericanos de los cincuenta y sesenta, sobre todo García Márquez y Borges. Borges fue un asombro para mí. Una de sus piezas, que tiene que ver con lo que hablábamos antes es “Funes, el memorioso”, que trata de la habilidad de recordar cada experiencia y pensamiento que el personaje central ha tenido. Esto, que es una especie de arte de la memoria, Borges lo convierte en una posibilidad de pesadilla, aunque el portador de este don no parece verlo como algo terrible, a pesar de que le impide llevar una vida normal y se ve reducido a estar en la cama y pensar. Y “La Biblioteca de Babel”, que en cierta forma incide también sobre lo que hablábamos, parte de una premisa filosófica o matemática sobre la cantidad inconcebible de combinaciones de las letras del alfabeto y la convierte en un hecho o ámbito físico, aunque se puede demostrar que no es ninguno de los dos. La idea me parece asombrosa: tomar una conjetura filosófica y convertirla en un hecho al que los personajes de la historia tienen que enfrentar como su realidad. ¡Simplemente maravilloso!
Un motivo que aparece con frecuencia en sus obras es el de algo precioso que se perdió y será o podría ser recuperado: el elixir, los poemas de Falin, La novela perdida de Byron (Seix Barral, 2007)… Si le concediesen recuperar algo perdido, ¿qué elegiría?
Me parece que la idea de que hay algo precioso que se perdió y podría ser recuperado se refiere a la naturaleza del tiempo y la memoria. Las cosas mas preciosas para mí son aquellas que siento haber perdido en o de mi memoria, sensaciones, estados emocionales, objetos perdidos incluso. Es una forma de nostalgia. Nostalgia viene del griego y significa dolor por la pérdida. No siempre es un sentimiento agradable, aunque suele utilizarse en un sentido más bien positivo. Creo que las cosas que más me gustaría recuperar son cosas que perdí yo, no cosas que el mundo perdió.
¿Es usted consciente de que sus textos despiertan nostalgia en el lector? ¿Se trata de un propósito que persigue intencionalmente?
Supongo que así es, aunque no suelo pensarlo en esos términos. A veces creo que a los únicos lectores que conmuevo son aquellos que han compartido el ámbito físico, emocional y social del que provengo. Pero me parece maravilloso que no siempre sea así.
Una de esas cosas perdidas que es muy evidente en muchas de mis obras y que de hecho se ha perdido también para el mundo es la Iglesia católica en la que me crié. En especial la Iglesia que percibían los niños, que es muy distinta de como ya entonces la percibían los adultos. La Iglesia católica ha desaparecido casi totalmente. Se la abandonó parte por parte, por razones perfectamente válidas que no cuestiono: era opresiva y limitante, rígida e inútil para el mundo en muchos aspectos importantes, e incluso hiriente y cruel. Las razones son válidas, pero también hubo que pagar un precio alto: no sólo se perdieron las imágenes, olores y sonidos, también se perdió el latín, los rituales y ciertas formas de vivir. Mi infancia la viví rodeado de gente vestida de negro; monjas, curas y frailes, miembros de organizaciones que me conmovieron profundamente de una manera que es muy difícil expresar.
En sus ficciones, frecuentemente el futuro se asemeja al pasado; tiene un sabor arcaico. Por ejemplo el mundo tribal post-armagedónico de El verano del pequeño San John (Minotauro, 2004), o la prolongada era victoriana de Magna obra del tiempo (Minotauro, 1992).
Yo pienso que los autores de ciencia ficción más ambiciosos buscan algún método para imaginar un futuro realista. Desde luego siempre quedan desmentidos porque, creo, es algo imposible de lograr. Los futuros que más me impresionaron al principio de mi carrera fueron los que de alguna manera tenían una cualidad nostálgica. Ciertos relatos de J.G. Ballard, algunas historias de Tom Disch en 334, parecían hablar de un mundo perdido aunque transcurrían en un tiempo aún por venir, y contenían cierta tristeza y arbitrariedad que no aparecían en otros mundos futuristas de los setenta. Cuando comencé a meditar sobre el futuro me dije: creo que sé cómo predecirlo, tengo un método para hacerlo. Todo lo que se está prediciendo ahora mismo no va a ocurrir. Entonces, si todas las predicciones se equivocan, lo que hay que hacer para acercarse a la verdad es asumir justo lo contrario. Por ello predije un futuro carente de avances tecnológicos, sin sobrepoblación, carente de una cultura de masas que interconectara a los habitantes del planeta. Un mundo en el que no había ocurrido nada de lo que se estaba prediciendo. El futuro que erigí no resultó mas realista que el de otros, pero terminó cargado de cierta nostalgia por el pasado, porque a sus habitantes el pasado les parece estar mucho más repleto, ser mucho más rico y lleno de posibilidades que el tiempo en el que viven.
Probablemente pertenezco a la última generación que llegó a la edad adulta antes del fin de la Guerra Fría. No sé qué piensen otros de mi edad, pero a veces siento nostalgia por ese futuro terrible del que nos escapamos.
Es curioso, cuando conocí a mi mujer, que no tenía mucho interés por la ciencia ficción, le di a leer varios de mis primeros libros que transcurren en el futuro. Ella me preguntó: ¿Por qué siempre imaginas mundos en ruinas? Y en efecto, así es en Pequeño, Grande donde el mundo va empeorando irremediablemente, y en El verano del pequeño San John, donde el viejo mundo murió y es una ruina. La pregunta me llevó a meditar y a hacer una conexión entre las corrientes apocalípticas y las utopistas, que son también muy importantes en la ciencia ficción. El pensamiento utopista imagina que el mundo presente es terrible, que no puede funcionar, que sólo causa dolor a la humanidad, y debe ser rechazado totalmente y sustituido por uno nuevo y maravilloso. Lo que descubrí es que las dos corrientes se complementan simétricamente. Ambas contienen la misma esencia que consiste en no exigirnos lealtad por el mundo actual. No nos exhortan a hacer que las cosas mejoren, a mejorar nuestra forma de vivir, a cooperar en la comunidad, o preocuparnos por la educación de los jóvenes. Nos dejan libres de responsabilidad pues, o sabemos que todo se va a ir al demonio de manera maravillosamente satisfactoria, y ya nada va a importar –el mundo de Mad Max y otros similares no necesitan arreglo, no tienen arreglo, así son y ya–, o uno sabe que el mundo de hoy tiene que ser sustituido por uno esplendente, que será por fin racional, sensato, perfecto, satisfactorio, y ante todo, completamente diferente.
Sus textos cuentan con muchos métodos para cautivar al lector, están llenos de trucos y juegos, a veces incluso le dirigen la palabra como lo haría un narrador oral. ¿Hay límites a los recursos que un escritor puede o debe manejar?
Yo enseño escritura creativa en la Universidad de Yale. Es una tarea muy extraña, que muchos desaprueban, pero creo que es posible enseñar algunas cosas sobre el oficio de escribir. Una de ellas se refiere al punto de vista narrativo. Por ejemplo, puedes decir que si haces tal o cual cosa estarás violando tales reglas del punto de vista; que no puedes hacer tal si quieres mantener este punto de vista. Pero la regla más importante es: puedes hacer cualquier cosa si puedes hacerla funcionar. No hay reglas, sólo hay cosas que funcionan y cosas que no.
Y eso ha sido parte de mi placer al escribir, especialmente cuando he trabajado en libros largos: tener la oportunidad de jugar y hacer trucos. Entre ellos el de dirigirme al lector directamente, no como personaje en primera persona, algo que siempre puede hacerse, sino como el autor que habla al lector.
Todas estas técnicas las fui descubriendo poco a poco, adapté algunas de otros autores, pero el concepto de comunicar al lector que hay una historia como algo concreto, y un narrador de la historia, es algo que aprendí en un momento particular de mi carrera. Había ya escrito tres novelas, dos de ellas en lo que describo a mis estudiantes como el punto de vista distribuido en tercera persona, que significa que el punto de vista siempre va unido a uno de los personajes pero va cambiando de uno a otro. Unas páginas del personaje A, unas de B, otras de C y luego otras más de A… Cuando no se escribe en primera persona éste es el modo común en la narrativa popular de hoy. En aquel momento planeaba una novela muy larga que vendría a ser Pequeño, Grande. Sabía que iba a tener cientos de páginas y me sentía incapaz de escribirla de esa manera habitual: mostrar, no contar. Lo que podría llamarse el “estilo Henry James atrofiado” de la literatura moderna. Simple y sencillamente no podía enfrentarme a la cantidad de veces que tendría que mudar el punto de vista, a la cantidad de cosas que tendría que ver a través de los ojos de otros, y no tenía idea de cómo solucionar el problema. Y aunque no sé qué lo causó, hubo un día en particular, me acuerdo perfectamente, incluso dónde estaba sentado en mi apartamento, en que de pronto pensé: no es necesario hacerlo así, se puede hacer como en los viejos cuentos, en los que la voz del narrador comienza a hablar y a contar una historia de maneras distintas. Una voz que puede analizar y meditar sobre los personajes, decirte quiénes son los buenos y quiénes los malos, considerar la naturaleza de las cosas en un párrafo y describirte el mundo interior de un personaje en el siguiente. Una voz que puede hacer cualquier cosa, capaz de situarse a cualquier distancia de los personajes, desde lo profundo de su interior hasta decir cosas acerca de ellos que ellos mismos no podrían saber. Comencé con una oración que decía: “En cierto día de junio en el año…” y entonces hice aquello que es tan común en las rusas y otras novelas antiguas, no especificar el año: “en el año 19… se podría haber visto a cierto joven”, etcétera. Es una manera tan clásica de iniciar una novela clásica y pensé: así puedo seguir de aquí en adelante. Fue algo muy liberador por las posibilidades que ofrece, y desde entonces he intentado averiguar qué tan lejos puedo llevar y desarrollar esta forma de narrar.
Muchos le consideran un maestro del estilo y la caracterización, pero sus tramas parecen confundir a algunos. ¿Será que los lectores de hoy se han vuelto sensacionalistas, en el sentido victoriano de la palabra, que están más dispuestos a dejarse conmover que a participar en la lectura con algo de esfuerzo propio?
Esa es una excelente manera de decirlo, es lo que contestaría. En mis libros, y en los de otros autores, el valor lúdico consiste parcialmente en que el lector participe y se enfrente a lo que se le presenta. Se trata de una relación con el lector como participante, como colaborador o retador. Puedes hacer juegos con él, ofrecerle algo y luego quitárselo, llevarlo por falsas veredas hasta hacerlo caer en una trampa que preparaste cuidadosamente. Me parece una manera muy gratificante de escribir. Me acuerdo de haber leído Lolita por primera vez en la adolescencia, con la esperanza de que fuese un libro pornográfico. Hacia el final el narrador, Humbert, confronta a Lolita y le exige que revele quién fue la persona que se la llevó, y lo único que nos dice Nabokov de la respuesta es que mencionó el nombre que el lector atento ya habría adivinado desde hace rato, pero no dice el nombre. Y yo me quedé pasmado ¿Cómo? ¿Se supone que debí deducir el nombre? Desde luego que no había deducido nada. Fue la revelación de toda una forma de escribir, y no quisiera escribir de otra, que no induzca al lector a jugar estos juegos, que se juegan con toda seriedad, no en el sentido de un acertijo formal o matemático, sino con la intención de conmover y afectar al lector. Es como si Nabokov-Humbert dijera: “Quiero que tú también persigas a Lolita, si logro hacer con mis trucos que te enamores de ella entonces eres tan culpable como yo, participas del crimen y yo (Nabokov-Humbert) gano la partida”. Y caes en la trampa y lo odias por haberte hecho caer, pero al final sólo es un juego estupendo. En cierto sentido, esta es la trama, la que enlaza al lector con la obra, aunque también haya una trama clásica, una serie de eventos que se suceden.
Pequeño, Grande es una de sus novelas mas admiradas y elogiadas. Harold Bloom ha dicho que es su novela favorita. ¿Qué es lo que hace tan especial a este libro?
Yo sé que es, de mis libros, el que ha causado las reacciones más positivas. Para mucha gente tiene un valor especial y yo creo que lo es porque comencé a escribirlo en un momento de mi vida en el que volví a sentir impulsos que venían de mi infancia y juventud. No se si haya sido el momento histórico –finales de los sesenta–, pero de pronto pude volver a acceder a emociones y posibilidades que llevaba dentro.
Fue el regreso de impulsos que había suprimido por infantiles e inadecuados, y le di salida sin censura a algunas cosas que tal vez no debí [risas]. Esa es una parte, otra es que había vivido en la ciudad desde que terminé la carrera y el libro está impregnado de mis recuerdos de la naturaleza y el campo en los que viví durante la infancia. El bosque, las estrellas, los animales y el clima que añoraba recuperar. La tercera parte proviene del reto artístico que consistía en hacer que mis lectores se tomaran en serio las hadas, estos seres que normalmente dejamos atrás en la infancia. ¿Me sería posible hacer revivir la gratificación que despiertan en los niños y al mismo tiempo generar sentimientos adultos, de complejidad, pérdida y dificultad? No sé hasta qué grado lo haya logrado, pero eso es lo que me propuse y no hay duda de que me permití un montón de cosas al hacerlo.
Pequeño, Grande ha sido comparada muchas veces con Cien Años de Soledad. Aunque se trata de libros en realidad muy diferentes hay una serie de paralelismos: el papel que juega la casa, la historia de una familia a lo largo de varias generaciones, la autorreferencialidad… ¿Qué tan grande fue la influencia de García Márquez, si es que la hubo?
El viento que se lo lleva todo al final es otra similitud. Lo cierto es que no leí a Márquez hasta mucho después. No lo recuerdo exactamente pero debe haber sido hacia el final de los setenta, cuando mi novela, aunque no había terminado de escribirla, ya estaba concebida en su totalidad en cuanto a idea, estructura y forma. Desde luego me percate del parecido, no sólo en lo ya mencionado sino en la idea general de un mundo en el que las cosas que cree la gente pueden ocurrir en realidad.
¿Lo sorprendió mucho?
Mucho. El libro en sí me asombró y me sigue asombrando, es uno de mis favoritos de todos los tiempos. Mientras lo leía por primera vez, las conexiones no me resultaron tan evidentes, pero al meditar sobre lo que era, me dije: esto se parece mucho a lo que estoy escribiendo. En cierto momento, cuando mi novela estaba saliendo y me pedían que la describiera y no tenía ni idea de como hacerlo, dije que era una especie de Cien años de soledad escrita por John Cheever, cronista de los excéntricos novoingleses y uno de mis autores favoritos.
¿Que libros de John Crowley podemos esperar en el futuro?
Bueno, me estoy haciendo viejo y no prometo nada [risas]. He estado pensando en un nuevo concepto durante algún tiempo, pero por lo pronto no quiero decir nada aparte de que va a ser totalmente distinto de los otros. En cierto sentido mis últimos tres libros se han ido alejando del elemento fantástico y este nuevo va a ser un retorno. Pero realmente no quiero decir nada más porque hay un peligro al hablar de un libro en concepción y es que se solidifique y se convierta en aquello que intentas describir. ~
México, D.F. Ex-estudiante de retórica cara. Bípedo implume de profesión. Lector. Editor en Enter Magazine