Foto: Agencia EL UNIVERSAL/Diego Simón Sánchez/AFBV

Paul McCartney, un fénix deslumbrante

El recorrido por el legado musical del ex Beatle, en concierto en la Ciudad de México, es un corolario digno para un genio que no necesita probar nada y sin embargo insiste en demostrar su virtuosismo.
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A Adriana, a quien Paul le cantó “Birthday”
anticipándose a la celebración cumpleañera.

Como el rumor de las fiestas en las noches de verano, hasta las verjas de acceso del Foro Sol afluía un tenue fragor y entre el barullo rítmico de pronto sobresalían aires familiares: “A hard day’s night”, “Coming up”, “Drive my car”…. Había comenzado la prueba de sonido, un miniconcierto de catorce canciones que, siendo exclusivo de quienes compraron paquetes cercanos a los mil dólares, resultó un inesperado privilegio para quienes, en busca de la mejor ubicación en la zona general, acudimos al recinto con horas de antelación, sin importar que lo escucháramos en una sordina nada épica.

Desmintiendo el lugar común, en ese sector del público la media de edad no rebasaba los cuarenta años y una gran parte estaba en sus veintes, sin faltar, incluso, adolescentes. Entusiastas aprendices de beatlemanos coreaban los estribillos de las lejanas melodías. Casi todos vestían camisetas alusivas a Paul o a The Beatles y, algunos las casacas de la mítica banda del Sargento Pimienta. Incluso, una pareja de edad madura, cuyos coloridos trajes, resguardados en bolsas de plástico, se enfundaron en la fila, fueron celebrados por los jóvenes, que captaron la escena con sus cámaras de teléfono. Palpitaba en el ambiente la euforia que distinguía los conciertos en los años sesenta, cuando los dinosaurios Beatles dominaban el mundo.

La Ciudad de México es, según las estadísticas, una de las más devotas del cuarteto en el mundo. A la expectación que propició que la gira Got Back incluyera a la capital entre sus puertos, se ha sumado el nuevo brote de beatlemanía que inesperadamente conmueve al mundo desde el lanzamiento de la última canción del cuarteto, “Now and then”, y la republicación de los álbumes recopilatorios canónicos, el Álbum rojo (The Beatles 1962-1966) y el Álbum azul (The Beatles 1967-1970). La nueva cepa ataca especialmente a quienes –como escuché decir en la multitud– no habían nacido el año en que murió George Harrison o eran infantes cuando McCartney tocó en el Zócalo. Así que cuando, tras un set con un DJ pinchando canciones del cuarteto y de Paul –de hecho, algunas mezclas eran obra de su encarnaciones en Twin Freaks y The Fireman–, apareció el preámbulo –una historia en imágenes de Paul y The Beatles, desde la infancia de aquel hasta el rompimiento del grupo–, la multitud entonó el cántico que es la porra no reconocida de Macca en México: “Olé, olé, olé… Sir Paul, Sir Paul” (que, obviamente, suena a “cir-pol”).

A las 9:10, en un escenario bañado por haces de luz azul, entró McCartney con su banda, saludando al público. En respuesta al ferviente recibimiento multitudinario, elevó el puño derecho y, tras un gesto a sus músicos, interpretó “Can’t buy my love” tan atronadoramente como si estuviéramos en 1964. Canción eufórica por su tonalidad en do mayor, fue la primera que compuso en su totalidad (“algo mío está en los coros, pero nada más”, declaró John), por lo que es un inicio perfecto para emprender el recorrido del legado musical de McCartney. La pieza a continuación, “Junior’s farm”, ratifica la columna vertebral rockera que distingue, al menos desde el Up and Coming Tour, sus giras musicales.

Entre las muchas cualidades de sus programas destaca el diseño. Combina adecuadamente piezas de raíz rockera o bien rítmicas –súmense a las mencionadas, “Nineteen hundred and eighty-five”, “Jet”, “Get back” o “Live and let die”– con otras eminentemente melódicas, entre ellas, cumbres de su cancionero –“Maybe I’m amazed”, “Blackbird”, “Something” o “Let it be”–, con lo cual esa suerte de sinfonía que es todo concierto se desarrolla armoniosamente. Siguiendo ese principio dosificador, Macca, quien no ignora que la mayoría acude por The Beatles, satisface ese anhelo colectivo de sentirse parte, así sea en un segundo viral, de la historia instantánea y a veces no tan evanescente del pop. Las estadísticas son reveladoras: 23 pertenecen al catálogo Beatles –y eso que he dejado fuera la pieza que grabó en un demo The Quarrymen: “In spite of all the danger”, la cual resucitó en Anthology e incluyó en vivo por primera vez en las giras 2004 Summer y el US Tour, de 2005–. De esas 15 composiciones grabadas posteriormente a la disolución del cuarteto, 8 corresponden a Wings y sólo 7 a su faceta solista. Asombrosamente, no hay ninguna del reciente McCartney III.

A fuerza de perseverancia, varias canciones de Wings se han vuelto icónicas: “Letting go”, “Let ’em in”, “Jet”, a despecho de que, personalmente, no las considero de mérito. Que son ponchadoras, como solía decirse en tiempos remotos, ni duda cabe, pero ¿comparables a “I’ve got a feeling” o a “Here today”? En realidad, tergiverso. Los conciertos de McCartney no deben sopesarse como la mayoría. Con un catálogo tan vasto, no son una lista de éxitos ni una antología, sino una secuencia urdida para complacer y satisfacer las necesidades más elementales del público: cantar en los clásicos, conmoverse en las melodías emotivas, encender las lámparas en el momento instagrameable, corear en la pieza más grande de karaoke conocida –“Hey Jude”, que rivaliza con la “Oda a la alegría”–, y admirarse de que el viejito todavía rockee e incluso lance una patadita al aire. Pintor asimismo, McCartney plasma paisajes: crestas, valles, apacibles mareas, y nuevamente olas trepidantes que terminan en el reflujo nocturnal que tras el júbilo embarga el espíritu de melancolía: el cierre impecable del encore, que parte de una de las mejores canciones de Paul, “I’ve got a feeling” para desembocar en el delta sublime que comienza con “Golden slumbers” y concluye con “The end”.

A diferencia de las deidades hieráticas, McCartney complace a los mortales. Con 65 años de carrera –desde sus inicios con The Quarrymen–, todavía ejerce la fascinación colectiva, así balbucea para una audiencia rendida de antemano: “Bola de locos”, “son a toda madre”, y, con timing de comediante inveterado, responde a las declaraciones de “I love you” con “I love you, too”. Posteriormente a su presentación, refrendaría en un tuit: “Los mexicanos son los mejores”. Halagos fáciles quizá, pero verosímiles en quien no teme asumirse como un artista de variedades antes que uno de esos diablillos menores belicosos y chocantes.

A diferencia de visitas anteriores, este primer concierto en México no ofreció ninguna novedad –anteriormente incluyó por primera vez a “Eleanor Rigby” en el programa–, sin embargo, tuvo momentos únicos, como en “Got to get you into my life”, donde la pequeña sección de metales se situó en los palcos a gran distancia del escenario, con lo que el sonido, ya de suyo impecable, dio un viraje de casi 180º, incrementando la sensación estereofónica. Posteriormente, en “Lady Madonna”, ese trío metalero se incorporó al escenario, en la parte posterior izquierda. Las fulgurantes notas resaltaron las cualidades de esas canciones de inspiración neoyorquina. En otro tenor, la pirotecnia y parafernalia convierten la interpretación de “Live and let die” en única, ya que en otras escalas de la gira los escenarios son recintos cerrados o pequeños estadios, por lo que el lanzamiento de los cohetes y sus fuegos no trastorna el cielo urbano. Una fotografía de Webcams de México, incluso, registra el resplandor que provocó en el horizonte de la ciudad.

Anteriormente, había presenciado los conciertos de Back In The World (2003)y Up and Coming (2012), y si bien considero el segundo memorable y superior por el lustre de su programa, por la calidad de la banda e incluso, el esmero y energía que Paul ha dedicado a Got Back, diría que este del 14 de noviembre es el mejor que he atestiguado. Lo es por aspectos sentimentales –zozobraba el ánimo el presagio de que no volveremos a verlo sobre el escenario tanto como la euforia de la renovada beatlemanía, pero también por razones musicales y escénicas.

En esta gira, McCartney exhibe sus habilidades interpretativas; además del bajo, la guitarra acústica y el piano, sus instrumentos tradicionales desde la época Beatle, tañe el ukulele –en su versión ya típica de “Something”, la cual inauguró en Back in the World, como homenaje a su compañero, por entonces, recientemente muerto–, la mandolina –“Dance tonight”, del casi totalmente memorable Memory almost full de 2007– y la guitarra eléctrica en “Let me roll it” –donde, en la coda, rinde homenaje a Jimi Hendrix, otro de los espíritus convocados–. Aunque Abe Laboriel Jr. se roba el espectáculo con sus dramáticos despliegues de virtuosismo que convierten cada pieza en deleite percusivo, y también por sus dotes cómicas, como sus gesticulaciones en “Dance tonight”, la banda entera es excelente con Rusty Anderson luciendo en los solos de guitarra y Brian Ray sosteniendo el acompañamiento. El sólido respaldo le permite a Paul exhibir sus méritos como bajista en “Letting go” o “Being for the benefit of Mr. Kite!”, la cual recomiendo escuchar con atención para apreciar los registros y la manera en que usa el bajo como instrumento melódico. Esta ejecución es, musicalmente, una de las cumbres, ya que la otra pieza de líneas bajísticas ejemplares, “Something”, la ejecuta en ukulele. Que otros se conmuevan con la catarsis de “Hey Jude”, con la estampa melodramática de “Let it be” o con los escarceos rimbombantes de “Live and let die”: a mi juicio, el mayor aporte de esta gira al legado en vivo de McCartney es el enfoque plenamente sicodélico –¡qué gran realce le otorgan las notas de Paul Wickens!– que revela el esplendor de la pieza benéfica, una de las menos reconocidas de Sgt. Pepper’s.

A despecho del evidente deterioro vocal de Paul –inadvertido en su mayor parte en vivo, muy notorio, sin embargo, en los videos–, la calidad de su banda se ha acentuado, con esa cohesión y armonía que cimentan años de colaboración. Por todas estas razones: musicales, sentimentales, icónicas, espectaculares…, el concierto de Got Back se recordará como uno de los mejores.

Corolario digno para un genio que no necesita probar nada y que sin embargo, como si aún fuera el ávido guitarrista de quince años que deslumbró a John, insiste en demostrar su virtuosismo como bajista, su talento con otros instrumentos y su empeño para ofrecer nueva música a una audiencia empeñada en celebrar solo el repertorio canónico. El único siempre nuevo, como un fénix deslumbrante, es Paul McCartney. Y al final así lo recordaremos, con el pareado que rubrica Abbey Road como digno epitafio casi palatino:

El amor que dio

fue igual al que recibió. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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