El azar tiene modos misteriosos, incluso en la política. Fue Joe Biden quien decidió apostar por un debate a principios del verano que le permitiera establecer una narrativa favorable rumbo a la elección. Su equipo había concebido el debate como la oportunidad ideal para contrarrestar la caricatura de senilidad que tanto daño le había hecho al presidente en campaña. Aprovecharía la ocasión para subrayar el bagaje de Trump y consolidar la percepción pública negativa del candidato republicano.
Consiguió exactamente lo opuesto.
El debate presidencial de finales de junio fue una tormenta perfecta para Biden. Hasta el atentado contra Donald Trump del sábado pasado, la prensa no habló de otra cosa más que de la fragilidad y el deterioro del mandatario. En las encuestas, los votantes demócratas dijeron favorecer el reemplazo de Biden como su candidato. Una tras otra, día a día, se sumaron voces dentro del partido hasta llegar a un notable consenso. En público y en privado, la presión sobre Biden se hizo abrumadora.
En ese coro, sin embargo, ha faltado una voz: la de Donald Trump. Aunque celebró su victoria en el debate, Trump se mantuvo en silencio. No es casualidad. El partido republicano ha operado bajo una premisa fundamental: el rival de Trump sería Biden. La campaña de Trump se ha preparado con eso en mente. A Trump le convenía un Biden débil y menguante, pero no un Biden ausente.
La historia eligió otro camino.
El domingo, Joe Biden tomó una decisión histórica que cambia, de un golpe, la elección presidencial. Poco más de tres semanas después del debate, el presidente de Estados Unidos declinó buscar la candidatura de su partido.
La decisión de Biden obliga al partido Demócrata a navegar en aguas desconocidas. El peor escenario es la fractura. El partido deberá encontrar la manera de llegar a su convención de agosto con un candidato de consenso. Es probable que se trate de la vicepresidenta Kamala Harris. Negarle la candidatura presidencial a un vicepresidente en funciones es, de por sí, inusual. Hacerlo, en esta coyuntura tan extraordinaria, con la primera mujer de color en ejercer el cargo implica el riesgo de fisurar la coalición de votantes demócratas. Alguien podría tratar de forzar una “convención abierta” y competirle a Harris. Pero… ¿quién? Los demócratas tienen una segunda línea de figuras notables, pero parece improbable que alguno de los gobernadores o el puñado de senadores con credenciales suficientes, empujen al partido a un escenario de potencial discordia. Además, Harris tendría acceso a los cuantiosos fondos recaudados para Biden y ella en campaña.
Si es Harris, la siguiente pieza es el compañero de fórmula.
Donald Trump ha elegido a J.D. Vance, un hombre joven, articulado y de línea dura. La selección de Vance tiene también una lógica electoral. La campaña de Trump sabe bien que el único camino para Biden eran tres estados del cinturón del óxido: Michigan, Pensilvania y Wisconsin. “Vamos a estacionar a J.D. ahí”, dijo la semana pasada un operador republicano (Vance es de Ohio).
¿Y Harris?
El consenso entre los expertos es que, dados los tiempos y el estado de la campaña, los demócratas necesitan un candidato vicepresidencial que tenga un efecto inmediato en alguno de los estados o regiones que decidirán la elección. Puede ser el mismo cinturón del óxido. Puede ser el suroeste, donde Arizona y Nevada también serán puntos de inflexión. De ser así, los candidatos naturales son Gretchen Whitmer, la muy popular gobernadora de Michigan, Josh Shapiro, gobernador de Pensilvania, o Mark Kelly, senador por Arizona. Otra posibilidad es Andy Beshear, gobernador reelecto de Kentucky, un estado tradicionalmente republicano.
En aguas desconocidas, todo puede ocurrir.
Pero algo es un hecho: la carrera presidencial en Estados Unidos ha dado un vuelco.
Ahora, el candidato octagenario se apellida Trump. Y él lo sabe. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.