Bimodal versus espectral: un debate sobre el sexo biológico a propósito de los derechos trans (1)

Un documento oficial del PSOE ha reavivado la disputa entre un sector del feminismo y el movimiento trans. Para abordarla es necesario tratar cuestiones como la identidad sexual, el género, los derechos humanos y la ciencia sexual.
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Existe un conflicto abierto desde hace décadas entre algunas voces feministas y el activismo trans. Sin embargo, la discusión ha ido subiendo de tono a medida que las personas trans han ganado visibilidad pública y reivindicado no solo su condición sexual, sino también su dignidad. Esta es una discusión profunda donde se dan cita las políticas sexuales feministas, los derechos humanos y la ciencia sexual. Ante la complejidad de este tema, y para comprender lo que está pasando, vamos a dividir este texto en varias partes.

El origen del conflicto entre (algunas) feministas y el activismo trans

La lucha de las personas trans por el reconocimiento de sus derechos y la despatologización de la transexualidad ha chocado contra un sector del feminismo. La controversia no es nueva y se remonta a los años setenta, cuando algunas voces como la de Mary Daly (Gyn/Ecology: The Metaethics of Radical Feminism, 1978) llegan a definir la transexualidad como “el fenómeno de Frankenstein”. En una línea similar, Janice Raymond (The Transsexual Empire: The Making of the She-Male, 1979) definió la transexualidad como mito patriarcal, donde el hombre colonizaba la identidad de la mujer real.

Estas autoras feministas, que beben de las tesis del feminismo radical y del feminismo cultural, son las principales ideólogas de lo que ha venido a denominarse Feminismo Radical Trans Excluyente (TERF, por sus siglas en inglés). El feminismo TERF rechaza que las mujeres trans sean mujeres y niega su participación en los espacios feministas bajo la premisa de que “no son el sujeto del feminismo”.

Por supuesto, Daly y Raymond no son las únicas que han convertido su odio contra las personas trans en “activismo feminista”. En los años noventa, el feminismo TERF encontró nuevas voces como Sheila Jeffreys (Transgender Activism: A Lesbian Feminist Perspective, 1997), quien acusó a las mujeres transexuales de fomentar el estereotipo tradicional de feminidad y sentenció que las operaciones de reasignación corporal demandadas por algunas personas trans debían ser declaradas una violación de los derechos humanos.

En España, figuras como Lidia Falcón, Amelia Valcárcel, Alicia Miyares, Ángeles Álvarez, Laura Freixas o Nuria Varela han sido acusadas de compartir algunas posturas TERF. Más recientemente, el propio PSOE se ha prestado a algunas de las premisas del feminismo TERF, como se puede observar en un reciente documento de la Secretaría de Igualdad, firmado, entre otros, por la vicepresidenta primera y secretaria de Igualdad Carmen Calvo y el secretario de Organización José Luis Ábalos.

En ese escrito el partido liderado por Pedro Sánchez afirma que el activismo queer “pretende desdibujar a las mujeres como sujeto político y jurídico, poniendo en riesgo los derechos, las políticas públicas de igualdad entre mujeres y hombres, y, consecuentemente los logros del movimiento feminista.” Algunas voces feministas apuntan que esta es una lucha por la hegemonía dentro del movimiento feminista. No obstante, sin desmerecer la opinión de las demás, creo que se trata más bien de un ataque reaccionario, disfrazado de falso progresismo, hacia la dignidad y libertad de las personas trans.

Llama la atención cómo el PSOE relaciona una propuesta académica como la teoría queer con una cuestión que se reivindica no desde el academicismo posmoderno sino desde la perspectiva de los derechos humanos. Al fin y al cabo, la teoría queer parece funcionar tanto para el PSOE como para el feminismo TERF de la misma manera que la “ideología de género” para Hazte Oír o el Foro de la Familia. Es decir, las alusiones a la teoría queer no se utilizan para profundizar en un debate teórico sino para avivar toda una serie de pánicos morales sobre las personas trans.

En definitiva, el activismo queer que el PSOE presenta como un peligro para los logros del movimiento feminista no es más que un fantasma, un intento burdo por confundir y desviar la atención sobre lo que realmente está en juego: avanzar o retroceder en los derechos de un colectivo históricamente estigmatizado.

A vueltas con la autodeterminación de género: ¿o de identidad sexual?

Las personas trans ya no son, parafraseando a Spivak, el subalterno. No quieren que su condición humana y su estatus de sujeto dependa de cómo otros les definan. De modo que no solo han renunciado al tutelaje de todos aquellos agentes sociales que les han catalogado históricamente como “raros”, “monstruos’”, “desviados” o “enfermos” sino que, dando un paso al frente, se han organizado políticamente para defender la despatologización de la transexualidad en el ámbito clínico y jurídico.

En España, esta digna reivindicación se enmarca, entre otros instrumentos jurídicos, en la Recomendación relativa a la condición de los transexuales, aprobada en 1989 por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, y en otros estándares, como los Principios de Yogakarta, que pese a no haber sido adoptados oficialmente se han convertido en una guía sobre derechos humanos para muchos gobiernos, tribunales y organismos internacionales.

El debate que se ha generado sobre los derechos de las personas trans encierra cuestiones menos teóricas y más humanas. La Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, suprimió la obligatoriedad de que la cirugía de reasignación genital fuera condición de acceso a la rectificación registral. Aunque, indudablemente, esto fue un gran paso, el activismo trans y muchos profesionales de diferentes ámbitos creen que la normativa debería derogarse dado que sigue abordando la transexualidad desde una visión patológica y estereotipada.

Según la Plataforma Trans y otros colectivos LGTBIQ+, es necesario entonces otra ley que, además de defender un modelo de atención médica que garantice el acceso igualitario en el Estado español y que no esté sujeto a la evaluación psiquiátrica, elimine la patologización. Para ello, las reivindicaciones se centran en dos cuestiones claves:

1) El derecho de las personas trans a ser reconocidas según su sexo sentido al margen del tradicional paradigma médico, el cual entiende la identidad trans estrictamente bajo el diagnóstico de disforia de género y por tanto, de trastorno mental. Es decir, la transexualidad no se contemplaría entonces como una enfermedad sino como una condición propia de la diversidad sexual humana que no requeriría de una validación médica, psicológica o de otro tipo.

2) El derecho de las personas trans a no someterse de manera obligatoria a un tratamiento médico mínimo de 2 años para obtener el reconocimiento de su personalidad jurídica acorde a su identidad sexual.

A grandes rasgos, estos aspectos perfilan el principio de la autodeterminación de género, una cuestión fundamental para una nueva “ley trans”, la cual obtuvo el compromiso del gobierno de coalición y se encuentra actualmente pendiente de aprobación.

La autodeterminación de género es un concepto ya conocido en la legislación española, dado que son varias las comunidades autónomas que incorporan esta referencia, como es el caso de Andalucía, Aragón, Madrid, Islas Baleares, Murcia o Extremadura (Maldonado, 2017). De ahí que el rechazo del PSOE a este tema y el cuestionamiento de los derechos trans no deje de ser ciertamente paradójico: lo que antes el partido apoyó sin más polémica en las autonomías ahora es objeto de discusión en el ámbito estatal.

Pese a que el documento del PSOE se apoya en premisas engañosas y reaccionarias, merece que prestemos atención a algunas preocupaciones que podrían ser válidas. En ese sentido, no le falta razón cuando dice que en las diferentes leyes autonómicas se usa indistintamente autodeterminación sexual o autodeterminación de género. Para que la forma no arruine el fondo, sería importante que la propuesta de ley estatal fuera concisa en cuanto a ambos términos, pues no queda claro si se usan como sinónimos (solapándose entonces sexo y género) o si, por el contrario, nombra realidades distintas en cuanto a la autodefinición y gestión del propio cuerpo.

En vista de la confusión, es necesario introducir una terminología rigurosa sobre el significado de sexo y género. Podemos definir el sexo como el conjunto de características genéticas, biológicas y psicológicas de una persona, las cuales intervienen en la reproducción sexual. Se compone, por tanto, de características observables, objetivas y medibles.

Por su parte, el género alude al conjunto de ideas, creencias y atribuciones sociales que se construyen en un momento y cultura determinada en base a la diferencia anatómica de mujeres y hombres. En ese aspecto, el género sería un elemento básico en la construcción de la cultura y por tanto, conceptualizaría lo que socialmente atribuimos o clasificamos como “masculino” y “femenino”. Eso significa que el género es algo dinámico, que se expresa a través de roles y conductas.

Dentro de la teoría feminista, el término género se reformuló para hacer referencia a lo cultural y diferenciarlo así de lo biológico. Este uso se ha vuelto bastante popular en las ciencias sociales y en los activismos feministas y LGTBIQ+. Sin embargo, el término resulta francamente problemático cuando queremos estudiar la sexuación y la diferencia sexual de los seres humanos, porque si bien estos tienen una simbolización en la cultura, el objeto de estudio nos lleva a pensar hasta qué punto género y sexo están completamente disociados o son, por el contrario, conceptos que se solapan. Es decir, ¿detrás del rol y de la conducta hay una explicación biológica y psicológica?

Volviendo al argumentario del PSOE, sería interesante conocer si esta cuestión semántica ha tenido algún tipo de consecuencia jurídica, dada su ambigüedad en las diferentes Comunidades Autónomas donde ya existen leyes al respecto. Si queremos dar pasos hacia la igualdad y el reconocimiento de la diversidad, es importante comprender que para que exista un marco jurídico compartido antes tiene que perfilarse un marco conceptual y epistemológico común.

Personalmente, como sexóloga, tengo serias dudas sobre el concepto de autodeterminación de género o autodeterminación sexual. Con ello no quiere decir que esté en contra de que las personas trans puedan definir su identidad independientemente de su sexo asignado al nacer. Al contrario, pienso que tienen todo el derecho del mundo (y argumentos de sobra) para reivindicar que son hombres y mujeres más allá de lo que tengan (o no) entre las piernas.

En mi caso, uso el término autodeterminación de la identidad sexual. Considero que este término se ajusta más al proceso de egosexuación que atravesamos todas las personas, seamos cis o trans. La egosexuación es lo que comúnmente conocemos como identidad sexual (qué soy, cómo me siento, mujer, hombre, ¿no binario?). Y sí, la identidad sexual se da, pero aparentemente no se ve, ¿por qué?

La respuesta a la pregunta de si eres hombre o mujer no se encuentra en los genitales, ni en el hecho de si una persona tiene o no tiene útero, de si menstrua y tiene útero o de si tiene útero, pero no menstrua. Tampoco está en tener pene y producir esperma, o tener pene y por el contrario no producir esperma porque todavía no se ha llegado a la pubertad o porque es adulto, pero tiene azoospermia. Si la respuesta estuviera en todo eso, una persona que naciera con atrofia cloacal o sufriera una amputación de sus genitales por un accidente o la extirpación, por ejemplo, de su útero por un cáncer, no podría definirse. Pero entonces ¿dónde está la respuesta sobre nuestra identidad sexual?

Como veremos más adelante, esa respuesta se puede encontrar en el cerebro.

En cuanto a mi posicionamiento, creo que debemos abogar por los derechos de las personas trans y de aquellas que no se ajustan al binarismo de género sin caer en el negacionismo de la evidencia científica y las trampas de la teoría queer. Soy consciente de que la teoría queer puede ser interesante para entender cómo los procesos sociales conforman los roles de género o se demarca una sexualidad “normal” y una sexualidad “disidente”, pero su enfoque es muy limitado cuando se trata de pensar el sexo. No hay que perder de vista que esta propuesta académica reduce el sexo a una construcción social e ignora, de forma interesada, muchas cuestiones de carácter biológico.

A menudo quienes defienden que el sexo biológico es estrictamente binario o, por el contrario, una construcción social están más interesados en la ideología que en la evidencia científica. Puede que haya personas que defiendan un posicionamiento u otro desde la buena voluntad, pero eso no quita para que su planteamiento sea incorrecto, desfasado o engañoso.

A este respecto, es necesario que el activismo feminista y el movimiento trans abandonen posturas pseudocientíficas y dogmáticas. Pero también es imprescindible que la ciencia supere viejos paradigmas sobre la verdad de los sexos: ni el determinismo biológico ni el determinismo social pueden responder rotundamente a la pregunta de qué es una mujer y qué es un hombre. Exploremos a continuación esta complejidad y las implicaciones que tiene semejante interrogante para la vida humana.

Consideraciones sexológicas: el sexo biológico existe, pero puede no ser binario

Los seres humanos somos seres sexuados. El sexo biológico es una característica inherente a nuestra especie y típica, asimismo, de los animales que se reproducen sexualmente. Por mucho que Judith Butler y las acólitas de la teoría queer desprecien el peso e importancia del sexo biológico en el ser humano, lo cierto es que este, además de tener una función evolutiva esencial (la reproducción), es un hecho objetivo.

Ante el enfrentamiento en el campo activista y la confusión social que existe entre sexo y género es preciso armar un marco teórico coherente sobre el sexo biológico y sus implicaciones psicosociales. Aumentar el conocimiento público sobre la diversidad sexual pasa por entender que en el desarrollo sexual participan cromosomas, genes, enzimas y hormonas (Schmitt, 2016).

Para situarnos mejor en la explicación, conviene desgranar aquello que entendemos como sexo. Evidentemente, el sexo no puede reducirse a la genitalidad. El modelo por capas que diseñó el psicólogo y sexólogo John Money puede ayudarnos a comprender qué es esa cosa que llamamos sexo.

En la década de 1950, Money, que se encontraba estudiando a personas intersexuales y pensando en las combinaciones inusuales de carácter sexual que podía observar en ellas, creó la siguiente clasificación de niveles con respecto al proceso de sexuación humana:

– Sexo cromosómico: comienza en la fecundación y el resultado puede ser XX, XY y ¿algo más? Pues sí. Puede ocurrir (con rara frecuencia) que exista un cromosoma de menos (X0) o un cromosoma de más (XXY). En este sentido, ya desde este primer nivel podemos observar que, pese a ser poco común, ya hay más de dos categorías (Ainsworth, 2015).

– Sexo gonadal fetal. Doce semanas más tarde de la concepción, el embrión desarrolla el sexo gonadal fetal. De modo que los embriones con el cromosoma Y formarán testículos embrionarios y por el contrario, los embriones con dos X desarrollarán ovarios embrionarios.

– Sexo hormonal fetal. Aquí es cuando se produce la exposición en el útero a la testosterona y efectos organizativos posteriores. La investigación contemporánea sugiere que la exposición prenatal a la testosterona influirá en la orientación e identidad sexual del sujeto (Swaab, 2007; Hines, 2011; Hines, 2020).

Sexo reproductivo interno. Es justo la exposición a determinadas hormonas lo que organiza el sexo reproductivo interno: útero/cuello uterino/trompas de Falopio versus conducto deferente /próstata/epidídimo.

– Sexo genital externo. Alrededor del cuarto mes, las hormonas fetales moldean el sexo genital externo: vagina y clítoris versus escroto y pene.

Como hemos adelantado a través de esta estratificación, la determinación del sexo genético o cromosómico comienza en el momento de la concepción. Si el espermatozoide que fecunda el óvulo porta el cromosoma sexual Y, el resultado será un bebé con cromosomas XY. En el caso de que porte un cromosoma X, la persona será genéticamente XX. Sin embargo, no todas las personas pueden ser asignadas inequívocamente como hombres o mujeres por sus cromosomas y/o genitales.

La variedad sexual humana muestra que hay personas cuyos cromosomas también son XXY, XYY, 45X, 47XXY o X0. Existen, por tanto, algunas excepciones, como recoge el fenómeno de la intersexualidad, también conocido como desajustes del desarrollo sexual (DSD). Los DSD se definen como afecciones congénitas en las que el desarrollo cromosómico, gonadal o anatómico es atípico (Arboleda, Sandberg y Vilain, 2014). Si bien afectaría solo al 1% de la población (Adam y Vilain, 2017), la pregunta es: ¿puede esta evidencia ser suficiente para rechazar la idea de que el sexo biológico es solamente binario? Bueno, díganos que al menos representa un argumento sólido en cuanto a la creencia de que el sexo es algo rígido.

Detrás de la estadística sobre DSD encontramos, por ejemplo, el síndrome de insensibilidad a los andrógenos (SIA). Las personas con SIA tienen cromosomas XY (lo que viene siendo considerado como varón), pero gran parte de ellas se identifican como mujeres. Lo paradójico es que, en muchas ocasiones, no son conscientes de cómo son sus cromosomas hasta que en la adolescencia no aparece la menstruación o en la edad adulta descubren problemas de infertilidad.

Otros tipos de DSD son la hiperplasia suprarrenal congénita (donde el feto tiene cromosomas XX, pero genitales ambiguos o masculinos; o al revés, tiene cromosomas XY, pero genitales ambiguos o femeninos), el Síndrome de Klinefelter (varones que tienen un cromosoma X de más, es decir, XXY), el Síndrome de Swyer (la persona nace sin gónadas funcionales y, por tanto, no puede producir hormonas sexuales en la pubertad) y la deficiencia de 5-alfa reductasa (la persona nace con cromosomas XY y tiene un cuerpo aparentemente propio de una mujer típica, pero después de la pubertad comienza a tener una apariencia masculina y, pese a ser criada como niña, la persona desarrolla una identidad sexual masculina y una orientación sexual hacia las mujeres).

Por su parte, la diferenciación del sexo gonadal y del sexo genital se produce en momentos críticos de la etapa prenatal. Es justo en estos periodos donde el feto puede sufrir variaciones, suponiendo esto una alteración del desarrollo sexual. Así pues, cuando tenemos en cuenta el sexo biológico, la idea de que el sexo es binario y monolítico se vuelve todavía más difusa. De hecho, la cosa se complica aún más (sí, mucho más) si prestamos atención a los últimos hallazgos sobre el gen SRY, el gen WNT4 y el gen RSPO1, dado que no encajan bien en la explicación del sexo en términos binarios.

Aunque Money diseña cinco capas sobre el proceso de sexuación en la etapa prenatal, no todo acaba en el útero. La acción de las hormonas fetales influirá en el desarrollo del cerebro del recién nacido. Este aspecto da lugar a una nueva capa: el sexo cerebral. Es tanto en el desarrollo posnatal temprano como en la pubertad cuando este nivel adquiere un protagonismo especial dado que determinadas células cerebrales y hormonas impulsarán el proceso de maduración sexual (Rajpert-De Meyts et al., 2013; Kuiri-Hänninen, Dunkel y Sankilampi, 2018; Aylwin, et al., 2019).

En resumen, se pueden distinguir dos procesos distintos en el desarrollo sexual: (1) la determinación del sexo, donde se forman los testículos y ovarios y (2) la diferenciación sexual, en la cual los testículos y ovarios ya formados secretan distintas hormonas para fomentar la diferenciación de los genitales internos y externos, así como de tejidos extragonadales como es el caso del cerebro (Arboleda, Sandberg y Vilain, 2014).

En el siguiente artículo, discutiré sobre las dos formas de interpretar el sexo biológico (el modelo espectral y el bimodal), la relación entre las diferencias sexuales y el comportamiento y explicaré por qué la postura de las TERF es contraria a la ciencia sexual.

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Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).


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