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Fuente: Wallpaper Flare

Declaración de guerra

El atentado contra Omar García Harfuch es un fiel reflejo de todo lo que está mal en la estrategia de seguridad del gobierno mexicano.
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El conflicto entre organizaciones criminales y de ellas con el Estado mexicano no se ha contenido. La declaración unilateral del fin de la guerra por parte de López Obrador y el repliegue inicial de su gobierno no lograron terminar con la violencia criminal del país. Así lo confirma el intento de asesinato del secretario de seguridad capitalino, Omar García Harfuch, que es apenas la punta de un iceberg que nunca ha dejado de estar a la vista. Más allá de las argucias aritméticas de Alfonso Durazo, los homicidios dolosos se encuentran en su mayor nivel de la historia reciente y su permanencia durante la pandemia nos muestra que la mayor parte de ellos se relacionan al crimen organizado. Tan solo en las últimas semanas, un juez federal de asuntos penales fue asesinado; en Sinaloa, Sonora y Zacatecas, por mencionar algunos casos, diversos enfrentamientos dejaron muertes que se cuentan por decenas.

Quienes viven fuera de la Ciudad de México nunca dejaron de experimentar esta violencia, y hoy los capitalinos la conocen de primera mano. Por primera vez, una organización llevó a cabo un atentado contra el titular de la fuerza de seguridad pública más grande del país. El hecho de que se haya capturado con prontitud a 19 de los atacantes muestra lo irracional que es realizar una operación de este tipo en un lugar con 26 mil policías en las calles y 15 mil cámaras de vigilancia. De ahí que sea al mismo tiempo intrigante y alarmante que los responsables encontraran los incentivos suficientes para correr el riesgo y ejecutar esta operación.

Hasta ahora, todo apunta a que el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) es responsable del acto, sobre cuya lógica existen dos hipótesis centrales. Una dice que habría sido consecuencia de los golpes que la corporación al mando de García Harfuch ha asestado en contra de organizaciones de narcomenudeo en la ciudad, de las que ese cártel era proveedora. Según la otra, sería un acto en represalia a las afectaciones que en diversos frentes ha recibido esta organización, como la extradición de Rubén Oseguera (hijo del líder del CJNG), el arresto de más de 600 personas vinculadas a ellos en Estados Unidos y el congelamiento de diversas cuentas financieras. Puede ser, también, una combinación de ambas hipótesis.

Pero más allá de las razones específicas detrás del atentado, importa lo que ha dejado a la vista. Primero, que el crimen organizado está en pie de guerra y resuelto a entablar una ofensiva contra el Estado mexicano. Segundo, que hay disposición para escalar la violencia criminal y pocos incentivos para restringirla, dada la pasividad del gobierno federal. Tercero, que los perpetradores pueden vulnerar el aparato de seguridad mexicano. Así, el atentado, lejos de ser una señal de progreso, como tramposamente han querido enmarcarlo algunos funcionarios, es un anuncio de peores noticias.

Las carencias de la política de seguridad de este gobierno son causa indirecta del atentado. Hasta ahora, el presidente ha sido incapaz de formular una estrategia clara frente a un problema que no termina de entender. Apostó por reducir la confrontación contra las organizaciones criminales con la esperanza de que ello generara un desescalamiento de la violencia. Claramente, eso no funcionó. En el intento envió, imprudentemente, señales de una aparente tregua con el Cártel de Sinaloa. Haya sido aquello intencional o no, pudo ser interpretado así por organizaciones rivales como el CJNG, quienes vieron alicientes para tomar represalias. Hay que añadir que el presidente se ha encargado de construir una imagen de poca voluntad para reaccionar ante las acciones criminales, diluyendo las líneas rojas que deberían marcar límites infranqueables para los grupos de la delincuencia organizada.

La falta de liderazgo presidencial también ha causado estragos en un segundo ámbito: al interior del gabinete de seguridad, donde no existe coordinación ni consistencia. El desmantelamiento de la fuerza civil del gobierno –la Policía Federal– generó una grave asimetría en favor del ejército. La presencia del secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, lejos de ser la del integrador de los esfuerzos de las corporaciones bajo una visión estratégica común, es más bien la de un vocero y cuantificador de delitos. En el ámbito operativo pareciera que los mandos militares regionales actúan según su entendimiento, por falta de una directriz clara, y están más resueltos a cumplir con las métricas de despliegue que a verdaderamente hacer algo con el número adicional de elementos disponibles. Por otro lado, el gobierno de Estados Unidos, que cuenta con vínculos directos con diversas instancias del aparato de seguridad mexicano, puede estar impulsando acciones que no han sido necesariamente acordadas entre las diversas corporaciones. Sin una estrategia clara y sin unidad de mando, el golpeteo al CJNG y a otras organizaciones parece más bien irreflexivo y no necesariamente cumple con un objetivo estratégico cuyas consecuencias hayan sido previamente calculadas.

La falta de coordinación y el descuido institucional en el aparato de seguridad se reflejan también en la falta de seguimiento al trabajo de la comunidad de inteligencia. Como reportaron los periodistas Óscar Balderas y Raúl Rodríguez Cortés, hace unas semanas, el Centro Nacional de Inteligencia (antes Cisen) supo, a través de intervenciones telefónicas y tras detectar el despliegue de criminales provenientes del Pacífico hacia la Ciudad, de un posible atentado contra altos funcionarios federales y locales. No fue pues, un ataque de un lobo solitario. Se trató de una operación planeada y coordinada de la que fue alertado el gabinete de seguridad, pero que no pudo ser desmantelada.

Contra lo que piensa el presidente López Obrador, alertar sobre un posible atentado no completa una operación exitosa. Si bien ello permitió reforzar la protección de García Harfuch, el solo hecho de que terminara en el quirófano nos habla de lo cerca que estuvo de tener consecuencias fatales. ¿Quién dio seguimiento a la amenaza? ¿Qué operativos detonaron estas alarmas para frenar la llegada de armas y sicarios a la capital del país? La poca importancia que se le da a nuestros sistemas de inteligencia no es nueva, pero pareciera que se ha agudizado. La salida del Cisen de la Secretaría de Gobernación para pasar a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana es un error de diseño, pues su función no es la seguridad pública sino la nacional. También se perdió un área de inteligencia civil al desaparecer la Policía Federal y ponerla bajo control del ejército. Dada la falta de mando en el gabinete de seguridad, es probable que no haya fusión de la información y que por ello las fuerzas federales no cuenten con una ventaja operativa. Lo sucedido en la Ciudad de México es un llamado a reordenar la inteligencia para la seguridad nacional. Se requiere una verdadera oficina integradora de inteligencia, así como su uso para la toma de decisiones y para contar con capacidades operativas que frenen atentados contra el Estado.

Finalmente, el desorden en materia de seguridad no solo se ha hecho presente en el ámbito federal. La fata de un liderazgo nacional ha llevado a algunas entidades federativas a desentenderse de la labor de combate al crimen organizado. Otras, sin embargo, han optado por tomar la iniciativa. Es el caso del esfuerzo que encabeza el secretario de seguridad de la Ciudad de México, quien pertenece a una escuela formada en el combate frontal al crimen organizado muy lejana a los abrazos y no balazos. Más allá de sus antecedentes familiares, a sus 37 años Omar García ya dirigió la Agencia de Investigación Criminal de la entonces PGR y la División de Inteligencia de la también extinta Policía Federal, en el sexenio anterior. Es una persona que conoce profundamente a las organizaciones criminales del país y que las ha combatido de manera consistente. Su estrategia en la Ciudad de México ha sido similar a la aplicada en sexenios anteriores a nivel federal. Ha orquestado fuertes golpes a La Unión Tepito y a otras organizaciones como el Cártel de Tláhuac.

La falta de coherencia entre la postura del presidente y lo que sucede operativamente en los estados puede estar generando resultados contradictorios para los objetivos de cada gobierno. Esta inconsistencia entre esfuerzos federales y locales no es nueva, pero ahora se ha invertido. Que los gobiernos estatales tomen la delantera debido a una postura ambivalente en el ámbito federal representa riesgos para las propias corporaciones locales y reduce la capacidad conjunta de actuación. La mayoría de las entidades federativas no están preparadas para la reacción del crimen organizado en contra de ellas. Hoy fue el caso de la Ciudad de México, pero mañana puede ser Tamaulipas, donde el gobierno estatal también ha hecho suya la responsabilidad al utilizar fuerzas especiales y operativos focalizados para desmantelar al Cártel del Noreste. Sucede también en Guanajuato, donde tres días después de lo sucedido en Ciudad de México el gobernador denunció descoordinación y falta de apoyo del gobierno federal.

¿Qué sigue entonces después de este atentado? Analistas como Eduardo Guerrero no han dudado en calificarlo como una declaración de guerra. Mucho hay de cierto en ello, pues lo de nuestro país se asemeja más a un conflicto armado no convencional que a un asunto de seguridad pública. Como consecuencia, existe también cierto consenso en que al ataque debe seguirle una respuesta contundente del Estado mexicano con el objetivo de disuadir futuros atentados como este. La retaliación del gobierno debería dejar claro a las organizaciones criminales que enfrentarán consecuencias proporcionalmente mayores al nivel de violencia que ejerzan. Se trata de sentar un precedente: cruzar líneas rojas tiene secuelas graves.

El asunto es que lo anterior nos regresa a los problemas de fondo aquí descritos. ¿Cómo esperar una reacción estratégica y coordinada por parte de un gobierno que subestima el conflicto, que carece de unidad de mando, sin claridad de objetivos, con deficientes capacidades de inteligencia, sin un gabinete federal coordinado y con esfuerzos encontrados con las corporaciones estatales?

La reacción a este desafío marcará la interacción entre grupos armados y el Estado en los años por venir. Este gobierno aún se encuentra en una etapa relativamente inicial. Aún puede ajustar su política de seguridad, por no decir definirla, más allá de delegarla al Ejército. Es momento de sacudir las ideas del presidente y también de sacar del letargo a su gabinete de seguridad. Es momento incluso de pensar en cambios de quienes están al frente de este esfuerzo o de recomponer el equilibrio de fuerzas para articular una respuesta a la altura del reto. Tal vez aún no sea demasiado tarde.

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Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.


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