Por allá de 2007, durante una plática previa a uno de los debates presidenciales en Estados Unidos, le pregunté a un experimentado estratega cercano al Partido Demócrata cuál era la clave para calcular las posibilidades de éxito de una campaña electoral. Supuse que su respuesta tendría que ver antes que nada con la fortaleza de la agenda, candidato o partido propios. Me equivoqué. “Una campaña se gana o se pierde desde la fortaleza o debilidad del rival”, me explicó. Parecido a aquel dictamen que enfatiza que el ataque es siempre la mejor defensa, el destino de una campaña política se define localizando y aprovechando la fragilidad del antagonista, si es que la hay. De ahí que el primerísimo análisis necesario sea la percepción pública del rival: ¿Qué tan conocido es? ¿Qué tan querido o repudiado? ¿Cuáles son sus “negativos” y cuáles sus “positivos”? Si el estudio del contrincante arroja suficientes puntos débiles, la campaña vale la pena.
Recordé esta conversación y sus lecciones cuando tuve frente a mí los primeros sondeos de opinión rumbo a la elección del 7 de junio. Por donde se le mire, la situación del PRI y de su líder, el presidente Peña Nieto, ofrece una serie de flancos que harían las delicias de estrategas electorales como el que conocí aquel día. Vale la pena un repaso rápido. El PRI llegó al poder con 38% de los votos. Por cada sufragio a favor del candidato priísta, los mexicanos depositaron dos en su contra. Aun así, Peña Nieto comenzó su mandato con un índice de aprobación de alrededor de 54%, saludable desde cualquier estándar. Desde entonces, sin embargo, el presidente ha ido perdiendo terreno. Más allá de un repunte en 2013, Peña Nieto ha visto descender su aprobación hasta caer por debajo de 40%, una cifra tóxica. A la impopularidad presidencial hay que agregar la tormenta perfecta de todos conocida. Para el PRI, la colección de escándalos de los últimos meses ha sido un dolor de cabeza. Pero para sus antagonistas en las elecciones de 2015 y 2018, el catálogo de abuso de poder, conflicto de interés, impunidad y corrupción se lee como un sueño, un escenario ideal. Si a los escándalos internos se suman factores externos igualmente alarmantes y públicos —la crisis de Ayotzinapa, los problemas económicos, la desconfianza del empresariado— el resultado es un coctel de vulnerabilidad. Un líder cuestionado, un partido sin legitimidad y un contexto socioeconómico precario deberían convertir al PRI en presa relativamente fácil. Si una campaña “se gana o se pierde” desde la fortaleza del rival, la mesa para la oposición debería estar servida, ahora y dentro de tres años.
¿Cómo es, entonces, que el PRI lleva la clara delantera a 60 días de la elección? Antes del 2012, Mario Vargas Llosa declaró que México confirmaría ser un “país de masoquistas” en caso de votar de nuevo por el PRI. La explicación me parece una floritura digna del gran novelista peruano, pero no más. El problema de México no es de diván, sino de memoria e información. En aquella plática sobre estrategia electoral, le pregunté a mi interlocutor cuál sería el siguiente paso tras hacer el famoso diagnóstico de las fortalezas y debilidades del rival. Su respuesta también viene al caso para el México de hoy. Palabras más, palabras menos, me dijo que la campaña debía concentrarse en los negativos y difundirlos a diestra y siniestra con disciplina absoluta. Cualquier debate, entrevista, anuncio… cualquier oportunidad es buena para hablar de todo lo que ha dejado de hacer el contrincante: todos sus defectos, omisiones y puntos débiles. Es fácil imaginar una campaña de este estilo contra el PRI de 2015. La lista de escándalos da arsenal más que suficiente como para identificar al PRI como un partido irremediablemente corrupto, indigno del poder. Estrategas de otras latitudes han hecho mucho más con recursos mucho menores. Todo es cuestión de inteligencia, astucia y arrojo en el arte de la comunicación en campaña. Aunque la legislación mexicana restringe el tono y hasta el alcance de las llamadas “campañas negativas” (la mentada “guerra sucia” electoral) la oposición debería encontrar la manera de machacar al electorado con la larga lista de trastadas que el PRI ha dejado a su paso en los últimos meses. Aquello de “más vale malo por conocido que bueno por conocer” vale hasta que los votantes descubren el verdadero calibre de la perversidad del malo original. Si los partidos de oposición en México se fajan los pantalones y se deciden a estructurar una campaña que de verdad exhiba al PRI, el futuro de México pintará distinto. En junio de 2015 y más allá.
(El Universal, 6 de abril, 2015)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.