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México: el gas natural como comodín de la transición energética

El llamado gas natural es un combustible fósil que contribuye al calentamiento del planeta, no una alternativa para la transición energética. 
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La urgencia de reducir las emisiones de CO₂ que conducen a la ebullición global es cada vez más apremiante. Los 197 países, además de la Unión Europea, que integran la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático se han propuesto transitar hacia sistemas de generación más limpios, lo que implica abandonar los combustibles fósiles, incluidos los hidrocarburos y sus derivados.

En esta carrera contra la catástrofe climática, y desde la firma del Acuerdo de París en 2015, los países acordaron presentar sus Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC, por sus siglas en inglés), que son compromisos que establecen cuánto debe reducir cada nación sus emisiones y cómo piensa adaptarse y mitigar los efectos del cambio climático. Estas metas deben actualizarse cada cinco años. Este año toca la tercera ronda de revisión, y no es un trámite menor, pues cada actualización exige mayor compromiso para definir el rumbo de la acción climática de cada país durante el siguiente lustro.

En este contexto, México enfrenta la siguiente disyuntiva: reducir de manera drástica sus emisiones o profundizar nuevas dependencias respecto a los hidrocarburos. Insistir en el gas fósil como columna vertebral de la transición energética, implica no alcanzar nuestros compromisos a nivel internacional en materia climática y, además, asumir los efectos futuros en nuestros territorios. 

La promesa y la trampa del gas de “transición”

La defensa del gas fósil como energía de transición se apoya en dos argumentos principales. El primero es que genera menos emisiones que otros combustibles fósiles, entre un 40 y un 50% menos CO₂ que el carbón y alrededor de un 30% menos que el combustóleo. El segundo es su flexibilidad, ya que puede ajustarse casi en tiempo real a los cambios de oferta y demanda, sirviendo como respaldo cuando las renovables no producen. Un ejemplo ayuda a entenderlo: al mediodía, la radiación solar es intensa y las plantas fotovoltaicas cubren gran parte de la demanda, por lo que las centrales de gas disminuyen su operación. Pero hacia las ocho de la noche, cuando la gente llega a casa, aumenta el consumo y ya no hay sol. En ese momento, el gas entra rápidamente para llenar el hueco.

Esta narrativa ha ganado fuerza, pero se desmorona cuando se observa de cerca. A pesar de su nombre, el llamado “gas natural” es un hidrocarburo fósil compuesto principalmente por metano (CH₄), un gas de efecto invernadero con un poder de calentamiento global hasta 84 veces mayor que el CO₂ en un horizonte de 20 años. Además, las fugas de metano a lo largo de toda la cadena, desde la extracción hasta el transporte, erosionan cualquier beneficio climático atribuido al gas. La expansión masiva de gasoductos y terminales para importar gas natural licuado (GNL) no solo asegura la llegada del combustible, también amarra compromisos contractuales que duran décadas. Los acuerdos de transporte bajo esquemas conocidos como ship-or-pay obligan a pagar, aunque la infraestructura no se use, garantizando ganancias a las empresas y comprometiendo a los Estados por 20 o 30 años. En México, este modelo se refuerza con los contratos firmados por la Comisión Federal de Electricidad y con proyectos de exportación encabezados por compañías como TC Energy y Sempra.

A esta lógica económica se suma un factor geopolítico. En el caso de México, alrededor del 72% del gas consumido proviene del exterior, casi en su totalidad a través de ductos transfronterizos desde Estados Unidos. Esta dependencia expone a México a la volatilidad de los precios y presiones. Basta recordar las tensiones comerciales impulsadas por la administración Trump durante 2024 y lo que va de 2025 para dimensionar lo frágil que puede ser esta apuesta.

El impulso a este tipo de proyectos no es solo un asunto técnico o económico, también trae consigo conflictos socioambientales. En México se han identificado más de 30 megaproyectos vinculados a gasoductos, transporte y almacenamiento de hidrocarburos en distintas regiones del país. Como ocurre en América Latina y en otras partes del mundo, se presentan como motores de desarrollo, autosuficiencia energética o incluso como soluciones frente a la crisis climática. Pero en los territorios donde se han impuesto, los efectos suelen ser muy distintos.

Tan solo el Observatorio de Conflictos Socioambientales de la Universidad Iberoamericana (OCSA) ha documentado casos como el Gasoducto Agua Prieta y el Gasoducto Guaymas-El Oro en el estado de Sonora, que muestran con crudeza la dimensión humana y territorial del problema. En ambos se registraron divisiones internas en las comunidades promovidas por las empresas, despojo de tierras, violaciones a sitios sagrados y, en el caso de Agua Prieta, el asesinato de una persona que se oponía a la construcción. Estos proyectos, lejos de garantizar derechos o promover una transición justa y sustentable, han debilitado la autonomía de los pueblos, han provocado fracturas sociales y han convertido territorios indígenas en escenarios de disputa energética.

Descarbonización en el discurso, gas en la práctica

Este panorama resulta especialmente contradictorio si se considera que México está por reafirmar, una vez más, su compromiso de descarbonizarse y adaptarse a los efectos del cambio climático. Por un lado, el Ejecutivo Federal ha prometido impulsar energías renovables mediante un programa ambicioso que apunta a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y alcanzar una meta del 45 % de generación eléctrica limpia para 2030. Por otro, apuesta por el gas fósil, lo que implica emisiones contaminantes que agravan la crisis climática, con consecuencias concretas como los huracanes Otis y John en Guerrero; sequías de larga duración como en Chihuahua, Sinaloa y Sonora; lluvias prolongadas como las de CDMX. Otro ejemplo claro es la comunidad de El Bosque, en Tabasco, desplazada internamente por inundaciones y avance del mar. Más de 60 familias perdieron sus hogares y fueron reconocidas como los primeros desplazados climáticos de México.

Todo ello se justifica bajo los paraguas discursivos de la justicia energética y la seguridad nacional. Sin embargo, vale preguntarse: ¿para qué y para quién será esa energía? Como hemos visto, la industria fósil no necesariamente protege a las comunidades; en muchos casos, genera conflictos socioambientales que agravan, en lugar de mitigar, los impactos del cambio climático.

México puede seguir convocando reuniones ministeriales de América Latina y el Caribe para coordinar la acción climática regional, lo cual es positivo y sumamente necesario. Pero si no hay un compromiso verificable de reducir la dependencia de los combustibles fósiles, incluido el gas, estaremos repitiendo el mismo camino de contradicciones que nos ha llevado a la crisis actual, actualizando metas que difícilmente cumpliremos. La transición energética, si quiere ser justa, no puede sostenerse en un combustible fósil rebautizado como “natural”.

Un viraje responsable exige límites claros; un calendario de declinación del gas hacia 2035; contratos cortos y con cláusulas de salida para evitar inversiones obsoletas; metas estrictas de reducción de metano con verificación independiente; y, sobre todo, redirigir inversión a alternativas que sí permitan la descarbonización. O México asume con seriedad el reto de salir de los fósiles o seguirá atrapado en el espejismo del gas. El tiempo de las ambigüedades ya pasó; lo que está en juego no es solo cumplir metas internacionales, sino la posibilidad de un futuro vivible para quienes hoy ya sufren los impactos de la crisis climática.

Nahum Elias Orocio Alcántara es Coordinador Universitario para la Sustentabilidad y Colaborador del Observatorio de Conflictos Socioambientales (Universidad Iberoamericana, Ciudad de México).

José L. García es Estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas (Universidad Iberoamericana, Ciudad de México)


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