Festejos en Homs, Siria, por el primer aniversario de la caída de Bashar Al Asaad.
Foto: Sally Hayden/SOPA Images via ZUMA Press Wire

El primer año de la nueva Siria

Un año después de la caída de la dictadura de Bashar al Assad, la sociedad siria lucha por hacer un país habitable, frenar los episodios de violencia sectaria y ajustar cuentas con el pasado.
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Las alertas en mi teléfono se desataron en los últimos días de noviembre de 2024. Desde el 27 de ese mes, Tahrir al-Sham, el grupo comandado por el hoy presidente Ahmed al-Sharaa, avanzó hasta llegar a Damasco la mañana del 8 de diciembre. Era de noche en México y, como millones de sirios y sus hijos en las diásporas, rompí en un llanto que desconocía. A uno de mis amigos más cercanos recuerdo haberle gritado al otro lado de la línea que se había acabado, que por fin se había acabado. Su esfuerzo por comprender a qué se refería mi voz quebrada era tan grande como el que hizo por tranquilizarme. Lo último fue inútil. Terminaban 14 años de guerra y más de medio siglo bajo control de la dinastía familiar, con un saldo de medio millón de muertos y al menos 130 mil desparecidos, tortura, encarcelamiento, armas químicas, el desplazamiento interno o externo de casi la mitad de la población, que en su mayor parte se encuentra por debajo de la línea de pobreza.

Es ocioso el intento por separar lo emocional del análisis político, social, religioso o militar en Siria: hacerlo sería equivalente a prescindir de uno de los elementos centrales para observar cada uno de los otros aspectos del año transcurrido tras la caída de la dictadura de Bashar al Assad.

Aquel momento íntimo no fue solo personal, ni siquiera con las imágenes del departamento de mi abuela, la perspectiva de mi nacionalidad o el regreso que ocurrirá el próximo año. A la distancia tampoco lo es, en presente. Quienes primero la soñaron ahora viven una repatriación que se había borrado de las conversaciones y todos sonreímos con el borrado de los registros del Mukhabarat, la policía secreta, obstáculo para regresos y legado de lo que nunca debió existir. Cada uno de los sentimientos individuales es compartido en una sensación que se transformó en el motor existencial para la sociedad siria y blindaje temporal contra las fallas. Semejante parachoques ligado a las emociones más profundas otorga mayor solidez que la percibida hacia Siria en uno que otro sector del planeta. Con ese ánimo han pasado doce meses y en él se han desarrollado la reconstrucción del país; el tránsito por los trágicos episodios de violencia, muchos de estos sectarios; los primeros pasos de política interna, la habitual y la propia en un escenario de posguerra y, con ellos, la reincorporación a un mundo que se alejó demasiado y daba por hecho, como el grueso de quienes tenemos relación con Siria, que posiblemente no la veríamos sin el espantoso régimen que ocupó el poder desde el inicio de la década de los años setenta.

Se hizo existencial el no regreso al pasado; es existencial el cuidado de una fragilidad a la que le falta tiempo para abandonar su condición. Es existencial contener sus amenazas, algunas enraizadas en los usos de la tensión constante y la ignorancia de cómo vivir sin sus peores expresiones, como la brutalidad. Es existencial recuperar lo que se asumía perdido. Solo desde ahí es posible comprender la relación con los eventos, para bien y para mal, de una población que se define una sola dentro y fuera del país –la dimensión de las diásporas y su actividad para reunir la información de los saldos de la guerra las hace tan relevantes como quienes están dentro de las fronteras–, o la relación de las nuevas autoridades con la práctica de ser gobierno de un Estado completo.

Los eventos de este año mezclan la gobernabilidad y la habitación del país. Hacerlo propio de nuevo gracias a  un impulso por el que es obligado reconocer a la sociedad y ha provocado un retorno masivo que carga con no pocos problemas. Son eventos que combinan la reconstrucción de infraestructura, la conformación de nuevas fuerzas de orden y también sus abusos. La apremiante rendición de cuentas sobre personajes del viejo régimen, aún ausente. Las agresiones sectarias contra miembros o espacios de las comunidades alauitas, drusa y cristiana. Los ataques de Israel sobre la capital y el avance de sus tropas en territorio sirio. La reactivación económica y el levantamiento de sanciones que la imposibilitan. La definición del sistema político, federal o no. La injerencia religiosa en la vida pública, su secularidad. El esclarecimiento del destino de decenas de miles de desaparecidos. El acercamiento de instancias internacionales que son percibidas desde el conformismo con el que digirieron los catorce años previos. La integración de una sociedad con exceso de cicatrices que no se pueden borrar, pero tampoco deben convertirse en ancla.

Entonces, se trata de todo lo que la gran parte de los países dan por sentado, más los ingredientes de la condición nacional.

Probablemente, el mayor efecto de ese ánimo ha sido imponerse sobre el escepticismo inicial alrededor del Tahrir al-Sham y su liderazgo. Al inicio, mi primera duda caía en lo tangible de su transformación del yihadismo a lo que, para ese entonces, comenzó a nombrarse bajo la etiqueta de un islamismo tecnocrático. El pasado de Sharaa era de conocimiento general. Su etapa en el Estado Islámico y en Qaeda, así como su rompimiento y posterior combate a ambos, no era suficiente para anticipar con seguridad lo que vendría. La heterogeneidad de la organización y de sus alianzas admitían puntos suspensivos. Todavía lo hacen, ligeramente menos.

En enero escribí: “Por formación republicana, Tahrir al-Sham no cabe en mis agrados, pero rechazar su pragmatismo y posibilidad de limitar radicalismos al interior de sus filas equivale a no ver la realidad. Una de pequeños pasos, en los que indudablemente habrá abusos, errores y espero pocas tragedias, difícilmente comparables con el lugar del que se viene.”

Hoy, en el desconocimiento, poco entendimiento o mala intención, sigue el uso o énfasis en el nom de guerre, Jolani, para referirse a Sharaa. Muletilla si los insumos provienen o están destinados a los gobiernos o simpatías de Teherán, Tel Aviv o Moscú, como también entre los nostálgicos del panarabismo y los defensores de Assad.

A lo largo del año, la mayor atención del gobierno interino se dirigió a la reincorporación al sistema internacional, político y financiero, como al levantamiento de sanciones y designaciones vinculadas al yihadismo de sus principales jerarquías.

Primero los países vecinos, con distancia hacia Irán, luego Europa y más tarde, Estados Unidos.

Las visitas de Sharaa a la Asamblea General de Naciones Unidas y, poco después, a la Casa Blanca, abonaron al entusiasmo existencial y compraron, con dosis de artificialidad, tiempo para algunas asignaturas pendientes.

El gobierno interino ha rechazado un modelo federal en el que drusos, kurdos o alauitas tengan mayor control sobre regiones que les son indisociables de su identidad. Coincido con la postura. De vuelta, en el escenario de posguerra, veo imprescindible construir una sola unidad bajo la identidad nacional. La siria, sin matices. Soy consciente de la vulnerabilidad que esto guarda si el ejercicio de gobierno no da resultados, permitiendo embriones de descontento con tintes identitarios particulares sobre los nacionales, pero en este momento estoy seguro de que es la única opción.

El regreso de más de dos millones y medio de personas, más de la mitad desplazados internos, es fascinante y alentador. Sin infraestructura suficiente para ellos, puede convertirse en otro detonador de inconformidades.

Hasta ahora, la aparente buena relación de Washington con Damasco indica cierta apuesta.

Sin mejora económica, ningún avance era imaginable. El levantamiento de sanciones era una condición clave para cualquier cosa: el flujo de ayuda, la creación de negocios, la búsqueda de desparecidos, la justicia por medio de instrumentos locales e internacionales, las relaciones diplomáticas, la presencia de estructuras multilaterales.

Damasco busca con Estados Unidos su seguridad, no solo su economía. Es la lógica de llegar a acuerdos con quien puede proteger. La versión medio oriental de lo que ocurrió en la Europa posterior a la Segunda Guerra, cuando Washington se encargó de su seguridad y los países europeos pudieron destinar buena parte de sus recursos al gasto social y la infraestructura. En Siria, la ambición es recuperar un dejo de normalidad.

Para la Casa Blanca, esto representa un camino no costoso para regresar a la estructura de esferas de influencia que, en este caso, contiene a Turquía, limita a Irán y a Moscú. En Damasco, una guerra donde todo el que pudo participó en su terreno conduce a lo necesario con tal de evitar volver a ese lugar.

Tahrir al-Sham tenía un plan proverbial en espera del momento adecuado y ese sucedió a finales de 2024, con la atención de Rusia en Ucrania, el descabezamiento de Hezbolá y Hamás y el reordenamiento de prioridades iraníes. Pero el impulso a lo que siguió el 8 de diciembre vino del cambio de gobierno en Estados Unidos. Mi preocupación es que la mentalidad transaccional de Trump combina su mirada a zonas de influencia con un colateral acorde a la época: el desprecio de este Washington por los organismos internacionales y su predilección por acuerdos entre dos o tres Estados tiene la simpatía comprensible de Damasco. Coincida uno con ella o no. Personalmente, por formación y oficio es una posición que definitivamente no comparto.

A Siria se le está exigiendo en un año lo que a cualquier país le toma décadas consolidar, pero es también el primer país que se reconstruye en el contexto actual del mundo, con nuevos paradigmas diferentes al modelo político internacional que se tuvo durante casi ochenta años. Si se asume esta realidad y entiende para maniobrar su paradoja y complejidad, el pesimismo se desplaza. Porque la claridad de donde no se quiere estar es algo que casi todo el mundo ha olvidado y Siria lo tiene presente. Lo ha tenido todos los días. ~


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