Como cada año tras el final de las vacaciones estivales, los políticos vuelven al ruedo. Pero no siempre se arranca al mismo ritmo y parece que a Francia, en esta ocasión, le toca un comienzo de curso un tanto frenético. La causa: el primer ministro francés, François Bayrou, ha decidido someterse por iniciativa propia a una cuestión de confianza ante la Asamblea Nacional el próximo 8 de septiembre. Viene la cuestión motivada por el rechazo mayoritario que ha suscitado su plan para atajar la excesiva deuda del país –con un déficit público que alcanza el 5,4 % del PIB– mediante un recorte de unos 44.000 millones de euros de gasto público. Dado que su gobierno no cuenta con una mayoría parlamentaria y que, en los escasos nueve meses que lleva en el cargo, se han intentado tramitar ocho mociones de censura contra el mismo, su posición no parece demasiado sólida; es más, los partidos que conforman la mayoría de la oposición, tanto a su izquierda como a su derecha, han manifestado ya que votarán en contra. Salvo sorpresa de última hora, será el primer primer ministro en toda la historia de la V República en perder una cuestión de confianza y Macron verá cómo en menos de un año la Asamblea Nacional acaba por segunda vez con un gobierno suyo, después de que el pasado diciembre prosperase una moción de censura contra Michel Barnier a los tres meses de ocupar el cargo.
Ante tal escenario de inestabilidad resulta legítimo preguntarse si acaso esta situación no ha sido propiciada por deficiencias del sistema constitucional francés. No obstante, conviene partir del hecho de que hasta 2024 –en más de sesenta años de régimen– tan solo en una ocasión la Asamblea Nacional había tumbado a un gobierno: el del primer ministro Pompidou, cuando en 1962 colaboró con De Gaulle para cambiar (¡ni más ni menos!) el modo de elección del presidente, ignorando el procedimiento de reforma constitucional y acudiendo directamente a la convocatoria de un referéndum. Y es que debe tenerse en cuenta que el sistema constitucional de la V República fue precisamente diseñado –entre otras cosas– para superar la inestabilidad gubernamental crónica que padecieron la III y la IV Repúblicas, en las que el Parlamento fagocitaba compulsivamente a los gobiernos.
Fundada bajo el liderazgo de un gobierno de De Gaulle investido con plenos poderes, la V República presenta un sistema constitucional completamente sui generis, situado a caballo entre un sistema parlamentario y un sistema presidencialista. El general, siendo fiel tanto a su concepción plebiscitaria de la democracia como a su antiparlamentarismo, consiguió que la Constitución de 1958 concediese al ejecutivo –sobre todo al presidente– unas prerrogativas sin parangón en Europa. No en vano, hasta el Consejo Constitucional fue diseñado en sus orígenes para salvaguardar exclusivamente las competencias del Gobierno y no como un genuino tribunal constitucional. Repare el lector en que no hay otro país en el que el jefe del Estado intervenga directamente en la dirección política del ejecutivo, nombre al primer ministro sin intervención del Parlamento, y pueda disolver la Asamblea a su conveniencia, sin que el Parlamento, como contrapartida, pueda siquiera exigirle responsabilidad política ordinaria. Súmese a ello un sistema electoral mayoritario a dos vueltas concebido para favorecer la gobernabilidad reduciendo la fragmentación parlamentaria.
Para desazón de los estudiosos del derecho constitucional, el presente panorama político francés parece estar mostrando más bien las limitaciones de eso que Sartori vino a llamar ingeniería constitucional. Pues por más que un diseño institucional sea idóneo para evitar ciertos problemas –en nuestro caso, la inestabilidad gubernamental–, ninguno es inmune a las malas decisiones políticas de sus líderes. Cabe preguntarse, por tanto, si la actual situación de bloqueo gubernamental no se debe acaso a la temeraria decisión de Macron de disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones legislativas el mismo día en el que la Agrupación Nacional se convirtió en la formación más votada en las elecciones al Parlamento Europeo de 2024. Habiendo transcurrido más de un año, el resultado de la maniobra está a la vista de todos: Macron ha perdido la exigua mayoría parlamentaria con la que contaba; no parece que haya desgastado ni lo más mínimo a la formación de Le Pen (como esperaban los más optimistas), y ha sumido la gobernabilidad del país en un impasse del que no se atisba salida a corto plazo.
Más que un sagaz movimiento, el adelanto electoral ha resultado ser un tiro en el pie, con el que Macron ha perdido la oportunidad, una vez liberado de la presión de la reelección, de profundizar en la implementación de medidas impopulares pero necesarias en un momento en el que el Estado del bienestar francés se encuentra anquilosado por la deuda desmesurada del país. Quizás, por ello, el movimiento de Bayrou deba interpretarse más bien como la escenificación melancólica de lo que el final del macronismo podría haber sido y que, sin embargo, ya no será.