A solas en un camino que data de la época romana y se sitúa a las afueras de su ciudad natal –el nombre no se menciona pero sabemos que es Subotica, la segunda urbe más importante de la provincia serbia de Vojvodina–, un niño de nueve años apoya el oído en el poste eléctrico de madera que junto con seis pares de cables constituye una improvisada arpa eólica; en lugar del zumbido de costumbre, sin embargo, el niño empieza a captar acordes de su futuro: su padre –deportado a Auschwitz al lado de otros familiares– nunca regresará y quedará reducido a una maleta con fotografías y documentos y La guía yugoslava nacional e internacional de autobuses, barcos, trenes y aviones redactada en 1938; el niño crecerá y se convertirá en escritor para rescatar “su turbio origen […] penetrando en la remota historia y en los tiempos bíblicos”. Por espacio de veinticuatro horas, un cerebro humano yace en la nieve derretida que cubre la intersección de dos calles en Novi Sad, la actual capital de Vojvodina; el cerebro, suerte de macabro cenotafio a la memoria histórica, pertenece al doctor Maxim Freud, un cirujano fusilado justo un día después de concluida la “razzia de Novi Sad”: la masacre presenciada por el niño del arpa eólica entre el 21 y el 23 de enero de 1942, es decir dos años antes de oír su futuro, y perpetrada a orillas de un Danubio que recibió los cadáveres de más de mil judíos y serbios de ambos sexos y distintas edades. En el verano de 1921, un hombre que surcará la primera mitad del siglo xx como un relámpago revolucionario con varias máscaras nominales se suma a la tarea de liquidar a los bandidos de la región rusa de Tambov; mientras cumple su misión es herido en el rostro con una navaja o un sable, lo que le confiere “el cruel sello del heroísmo” que lo emparenta con los otros héroes secretos recuperados no sólo por el niño del arpa eólica sino por Jorge Luis Borges, cuya influencia deviene una benéfica marca de agua. Una noche de 1919, un marinero pasea por la llamada Calle de las Muñecas en el puerto de Hamburgo y se topa con una prostituta que, encerrada en su vitrina con la luz roja reflejada en sus gafas, lee con atención El conde de Montecristo: una estampa que constata que la literatura puede fungir como escape espiritual de un destino trágico vuelto castillo de If. En 1982, luego de consultar varios métodos, un exiliado ruso en París se suicida para constatar que el destierro es un yugo metafísico que únicamente logra romper la muerte. Un par de años atrás, en 1980, otro exiliado ruso pero en Nueva York había entregado un prólogo que acompañaría la edición estadounidense del octavo libro del niño del arpa eólica y que incluía uno de los elogios más fulgurantes de las letras contemporáneas: “En Danilo Kiš tenemos a un escritor cuyo talento es comparable al del mismo tiempo.” (El nombre del prologuista, cabe decirlo, era Joseph Brodsky. El libro prologado: Una tumba para Boris Davidovich.)
A caballo entre la realidad histórica y la historia ficticia, un caballo que se mueve con igual soltura por la tradición literaria tanto de Occidente como de Oriente, Kiš (1935-1989) edificó una obra que representa una de las más valiosas búsquedas del tiempo mítico en el tiempo humano. Autor político preocupado siempre por explorar y nutrir una honda veta metafísica, llevó la fusión y confusión de géneros y esferas a nuevas alturas tal como se deja entrever en esta declaración de principios adjudicada a Ivo Andrić –el Nobel yugoslavo, otra de las figuras tutelares de Kiš– en “La deuda”, uno de los siete relatos de Laúd y cicatrices (1994): “Escribir e investigar la historia: cosas estas que se mezclan y entrecruzan en mi obra de tal modo que no se sabe dónde empieza una y dónde termina la otra.” Investigar la historia: nacido en una Serbia cuya restauración como república soberana ya no atestiguaría debido al cáncer pulmonar que lo consumió a los cincuenta y cuatro años en París, Kiš tuvo una infancia marcada a fuego por la matanza de Novi Sad, la muerte de su padre y otros parientes a manos de los nazis y el exilio con su madre y su hermana mayor en Hungría, donde vivió hasta ser repatriado a Montenegro. Escribir la historia: a través de seis colecciones de ensayos y entrevistas, cinco novelas, cuatro libros de cuentos, dos volúmenes de poesía y una obra de teatro, la tercera parte de lo cual se publicó en forma póstuma, el autor emprendió la reconstrucción –nunca mejor empleada esta palabra– de un pasado individual y colectivo hecho ruinas. Dos nouvelles editadas en 1962, Ático y Salmo 44, fueron seguidas por una empresa narrativa de gran alcance: el tríptico conocido como Circo familiar e integrado por Jardín, ceniza (1965), Penas precoces (1970) y El reloj de arena (1972). Mientras que los dos primeros libros trazan el retrato fiel de una niñez cimbrada por los sismos bélicos, haciendo gala de la habilidad estilística y la sutileza emotiva que se volverían la firma de Kiš, el tercero arma el rompecabezas del padre ausente acudiendo a un arsenal de técnicas –cartas y diarios, interrogatorios y relatos a la nouveau roman– que diseñan un tour de force cercano en varios brillantes momentos al discurso filosófico. (“¿Qué es lo que le permite al hombre obrar y vivir a pesar de la conciencia de la muerte, como si ésta no le concerniera, como si la muerte fuera un fenómeno natural?”, leemos en alguno de esos momentos.)
En la década de los setenta, la sensibilidad del autor –una sensibilidad que parece grabada con un buril finísimo en las cordilleras que recorren, como enormes cicatrices, la convulsa faz balcánica– se agudiza aún más para engendrar otros dos títulos clave: Una tumba para Boris Davidovich (1976), la fabulosa reunión de cuentos que desató una polémica trocada en cacería de brujas por los literati yugoslavos, y Lección de anatomía (1978), la quinta y por desgracia última novela con la que Kiš responde lúcidamente los ataques de sus colegas. Trenzados con destreza de orfebre mediante personajes que encarnan el sino aciago del hombre frente a los juegos del poder, los textos de Boris Davidovich son la cara política de una moneda en cuyo reverso brilla La enciclopedia de los muertos (1983): colección de nueve relatos rematados por un post scriptum que con maestría borgiana idean un auténtico melting pot de tradiciones literarias, filosóficas y religiosas; un melting pot en el que también hay un elemento biográfico que Laúd y cicatrices, uno de los libros póstumos, refrenda al plantear las vidas no tan imaginarias de Ivo Andrić y Ödön von Horváth. Consciente de su responsabilidad como intérprete de la historia y los mitos profundos, Danilo Kiš supo escuchar desde niño el sonido de un arpa eólica que le permitió entrar en contacto con “la satisfacción de narrar, que concede al escritor la engañosa impresión de estar creando el mundo y de, como suele decirse, estar cambiándolo”. ~
– Mauricio Montiel Figueiras
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.