Desde que la ciencia se convirtió en el discurso dominante en el campo de la explicación de la realidad, esta última se ha ido deshabitando de ficciones y quimeras. La expansión del universo de las verdades experimentalmente demostradas tiende al cero absoluto de las ilusiones.
Pero sucede que el pensamiento mágico parece no estar dispuesto a permitir la aniquilación total de lo irracional y, así, hoy por hoy, es casi imposible hallar a una sola persona absolutamente libre de todos sus resabios. Algunos astrofísicos líderes, amparados en la perfecta armonía de las constantes universales, siguen creyendo en la existencia de una Mano creadora; otros entre nosotros continúan abrigando supersticiosas creencias, sea en el horóscopo, la justicia o las promesas de amor.
El hecho de que Dios no exista –pareciera ser el corolario– no es razón alguna para no creer en Él.
Una solución a esa incómoda paradoja puede ofrecérnosla una disciplina científica de reciente cuño y controvertido estatus, llamada neuroteología. De acuerdo a sus postulados, la fe es un fenómeno que posee un tangible correlato neurológico y un alto valor evolutivo. No creer no solo es imposible, afirman los neuroteólogos, sino tampoco adaptativo.
Permítaseme analizar esos argumentos con un ejemplo procedente de la medicina. El lector podrá, posteriormente, si así lo desea, establecer los paralelismos necesarios.
Desde que en 2005 la prestigiosa publicación médica The Lancet publicara los resultados del primer metaestudio sólido sobre los efectos de la homeopatía, y concluyera que “los efectos clínicos de la homeopatía son efectos placebo”, ya no es posible seguir sosteniendo que sus principios teóricos (lo semejante se cura con lo semejante y cuanto más diluida se encuentra una sustancia más potente es) posean una base científica. Hasta ese momento, podría decirse, los consumidores de preparados homeopáticos estaban convencidos de ingerir medicamentos verdaderos, como convencido está un paciente experimental que consume un fármaco y no un placebo sin saberlo: ignoraban, pues, que tomaban remedios falsos.
Lo realmente espectacular es que aun tras haber quedado definitivamente demostrado que las raquíticas dosis de sustancias homeopáticas (algunas realmente espeluznantes, como el azufre o la abeja molida con su aguijón) no surten el menor efecto en el organismo, los pacientes que las consumen siguen curándose con la misma tasa de éxito. En otras palabras: saben que consumen placebos y, aun así, se curan.
Como puede apreciarse, desde el artículo de 2005, el cual, por cierto, ha sido corroborado por cientos de estudios más, de lo que en la homeopatía se trata es de algo distinto al efecto placebo, pues mientras que un placebo actúa porque el individuo ignora que se trata de un señuelo y cree que lo que se le administra es un medicamento real, en la homeopatía, el paciente ilustrado sabe que se trata de un placebo pero aun así sigue creyendo que éste lo curará —y, en frecuentes ocasiones, así sucede.
No resulta absurdo imaginar un futuro cercano en el que se venderán placebos auténticos en las farmacias; por supuesto, bajo estricto control médico. En el prospecto rezaría la leyenda: “Este compuesto no posee ninguna sustancia activa. No se deje al alcance de los niños”.
– Salomón Derreza
(Imagen tomada de aquí)
Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.