El 6 de mayo de 1916 Valle-Inclán, que se encontraba en Francia para visitar el frente francés de la Gran Guerra, anotó en un diario, inédito todavía y conocido como la “Libreta de Francia”: “Es terrible cosa ponerme enfermo en el momento en que voy a ver de cerca la guerra.” Aquella mañana, en Remiremont, donde había llegado acompañado de su amigo y traductor Jacques Chaumié, se lamentaba de haberse levantado con un fuerte ataque de hiperclorhidria, dolencia que le visitaba a veces desde hacía años, y con dolor de cabeza. La queja no era para menos, pues el contratiempo se interfería en la ansiada visita de las trincheras y posiciones del frente en Los Vosgos. En los dos años precedentes, desde que Alemania ocupó Bélgica y avanzó hacia París en agosto de 1914, había devorado las noticias relativas al conflicto. Había planeado visitar el escenario bélico para escribir también un libro sobre la guerra. A esta idea no era ajeno el hecho de que otros escritores españoles y extranjeros, como Blasco Ibáñez y Gómez Carrillo, lo hiciesen antes. Ya era fatalidad encontrarse indispuesto en el momento en que iba a cumplir el deseo largamente alimentado de viajar al centro de la guerra. Los paisajes devastados que vería aquella mañana le acrecentarían el malestar y le producirían un vértigo de pesadilla.
Como es sabido, en España la guerra creó dos corrientes de opinión encontradas, aliadófilos y germanófilos, pero el gobierno y la mayoría de los partidos se declararon neutrales. Valle-Inclán formó parte de los aliadófilos junto a otras intelectuales y artistas como Unamuno, Azaña, Pérez de Ayala, Galdós, Machado, Maeztu, Azorín, Martínez Sierra, Rusiñol y Romero de Torres, es decir, la mayor parte de su generación, a excepción de Baroja y Benavente, que fueron germanófilos. Culminando este movimiento de apoyo a los países aliados, se hizo público en julio de 1915, primero en París y luego en España, el Manifiesto de adhesión a las naciones aliadas (La guerra europea. Palabras de algunos españoles). El manifiesto expresaba la solidaridad con la causa de la justicia y de la humanidad que representaban las naciones aliadas contra la agresión al derecho internacional del Imperio Germano.
La aliadofilia de don Ramón no suponía ningún alineamiento con el republicanismo francés, sino el rechazo, como él diría, del “paganismo” germano. Por el contrario, la dirección del Partido Carlista, en el que militaba, se había declarado germanófila. Para Valle-Inclán Francia simbolizaba la tradición cristiana frente al “ateísmo” del norte. A su juicio, una victoria germana sería catastrófica, pues supondría la derrota del ideario cristiano. “Soy aliadófilo porque soy católico.” Su admiración por la lucha de los franceses fue absoluta desde el momento en que interpretó que el pueblo defendía una causa nacional y espiritual. “Francia es el país más católico del mundo. Eso es lo que ignoran los católicos españoles, que no son católicos, aunque ellos creen que lo son.”
Siempre se ha dicho que Valle-Inclán había sido invitado a conocer el frente bélico por una comisión de la República Francesa desplazada a Madrid de la que formó parte Chaumié, convaleciente de una herida de guerra, pero dicha invitación no consta en ningún documento. Al parecer viajó comisionado por Prensa Latina de América, pero sus crónicas las publicaría solamente el diario de Madrid El Imparcial. El 27 de abril cogió el tren hacia París. Hay que reconocer que, con casi cincuenta años, había tomado una decisión en la que demostraba un gran valor y un desprecio por el riesgo. ¿Qué esperaría encontrar en la guerra? Poco antes de partir, en el curso de una entrevista confesó que ya llevaba hecha una idea de lo que debía y no debía ser la guerra. “La guerra no se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni con unos cuantos muertos y heridos que se cuentan en las estadísticas; hay que verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo y del espacio.” En fin, la guerra era apenas un asunto susceptible de ser tratado estéticamente.
Don Ramón debió de llegar el 29 de abril a París a la estación del Quai d’Orsay, en donde al parecer le esperaron Corpus Barga, Pierre Lalo y Jacques Chaumié, que fue su anfitrión y le proporcionó un salvoconducto, además de acompañarle al frente. De hecho recorrió los principales enclaves de la línea de fuego, de la Alsacia a las Ardenas, pasando por la Champagne y los Vosgos. En cada visita procederían igual. Después de varios días en el frente Valle-Inclán y Chaumié regresaban a París para descansar y reponer fuerzas, mientras aguardaban un nuevo desplazamiento. De todo lo que vio, tomó nota en su libreta de pastas de hule negro, anotaciones que después emplearía en las crónicas periodísticas y en el libro La medianoche. Visión estelar de un momento de guerra. Pero la urgencia y el laconismo del diario se me antojan mucho más eficaces que lo que escribirá después. “Las trincheras son grandes zanjas en muchas partes llenas de agua, y siempre enlodadas: verdaderos pecinales.” La descripción, fría y sin énfasis, resulta más plástica y expresiva. El paisaje está arrasado. Los pinares, quemados por los gases asfixiantes. Los árboles, deshilachados como esparto. Los bosques, talados por la metralla. Trincheras, alambradas y caminos camuflados por ramajes. Por todas partes se ven cadáveres sin enterrar. Cuerpos destrozados, piernas, brazos, cabezas arrancadas. Masas sanguinolentas de despojos humanos. Los aviones como aves carroñeras vigilan desde el aire. Las ametralladoras no paran de disparar. A lo lejos se escuchan cañonazos. En las trincheras los muertos se amontonan, huele a muerto, “un olor frío y pavoroso”. En la última etapa visitó Verdun, Arrás, Ypres.
A finales de junio regresó a Madrid. ¿Habría cambiado en algo su idea de la guerra lo que había visto en el frente? En esta ocasión, a diferencia de otros episodios de su vida en los que difundió relatos fantásticos, no incurrió en ninguna invención. La única explicación posible es que lo vivido resultó tan fuerte que no admitía bromas ni fantasías. Antes del viaje, había dicho que ya sabía lo que iba a ver, pero lo visto superó con mucho lo esperado. Su retina grabó imágenes que demostraban que la guerra de verdad era una cosa distinta a la de los libros de historia. La guerra en directo no tenía nada de grandiosa, pues la destrucción, el dolor y la crueldad innecesaria superaban cualquier expectativa.
Don Ramón no lo dirá abiertamente. El pudor y la reserva le impiden expresar su intimidad, pero lo visto en el frente le ha cambiado la percepción. Esta guerra no tiene nada que ver con las batallas entendidas a la manera caballeresca, en las que los soldados se pueden ver y tocar como en un duelo de honor. En la guerra de trincheras los enemigos se matan a distancia sin mirarse a la cara ni apenas verse. Había asistido al nacimiento de la guerra del futuro, la guerra impersonal. El malestar estaba justificado. ~
Es profesor y crítico literario. En 2007 publicó el pacto ambiguo: de la novela autobiográfica a la autoficción (Biblioteca Nueva)