Una amiga mía, asustada porque le dijeron que en Facebook asustan, decidió cambiar el nombre en su perfil de “Mariana González” a “Mariana Lez”. Supone que ahora estará lejos del alcance de los malhechores cibernéticos. Cuando le pregunté por qué no mejor cambiaba de nombre completamente, me respondió que no, que eso era imposible: “no quiero perder todos mis contactos y que no me puedan encontrar”. A partir del perfil de Mariana hice un viaje veloz por el de otros amigos en común. Para mi sorpresa, muchos Alvarado se volvieron “Al” y muchos Rodríguez se han puesto “Drig”, otro más, los que tienen apellido compuesto como yo, han usado sus inciales. Al menos en esto, pensé, López Obrador es un visionario.
El problema, por supuesto, no es de Facebook sino de los que lo hacen el compadre universal. Lo que nació como una red de amigos se ha vuelto una orgía. Tengo amigos a los que no les basta anunciarle al mundo su afición por Faulkner, ahora también usan el mentado “status” para compartir el estado de su aparato digestivo: “Alberto se indigestó ayer en El Farolito”. Tengo otros amigos que en el mundo real son más espesos que un trago de atole, pero en Facebook se han vuelto afables y gregarios. Uno de ellos, un novelista que no conoce el valor del punto, tiene cerca de 750 amigos, mantiene un blog y manda regalos muy cucos a diestra y siniestra (hace unos días me envió un jacuzzi pequeñito para que lo disfrutara “ahora que estás en una relación”). Porque esa es otra: Facebook permite gritar a los cuatro vientos si uno está acompañado, solo, casado o (mi favorita) en el limbo de “está complicado”. Uno de mis conocidos virtuales, que se acaba de casar (for real) hace unas semanas, cerró una mala noche con su mujer con un exabrupto cibernético: cambió su “status” de “casado” a “soltero”. Sé de cierto que esa noche recibió una andanada de llamadas y mensajes. “¿Pero qué pasó, Manuelito? ¡Ya supe por Facebook que te separaste, mano!” Al día siguiente, cuando se le había bajado la bilirrubina, el Manuel en cuestión ya había vuelto a cambiar el estado de su vida. Y de las fotos mejor ni hablamos. Si la revista Quien es un catálogo para los secuestradores, el Facebook debe ser una enciclopedia. Con los álbumes de los amigos basta para sacar conclusiones precisas sobre sus hábitos, debilidades y vicios. Hace un par de días me fui a comer con un amigo al que no veía desde el principio de la universidad. “Me da gusto que estés tan bien”, me dijo. “Te ves feliz, pleno y realizado. Y tu tatuaje en la espalda está sensacional. No eras así en la universidad”. Cuando recogí mi quijada del piso, el entrometido en cuestión se sinceró: “es que vi tu Facebook ayer”. Pues sí.
Por eso, a partir de hoy seguiré el ejemplo de AMLO y el consejo de mi amiga, la señorita Lez. Cambiaré mi nombre en Facebook por el de Gonzalo Pere. “Es en honor a Gimferrer”, le diré a mis nuevos amigos. A los viejos no les diré nada. Que esperen a mi siguiente cambio de “status”.
– Gonzalo Pérez Arteaga