El perfil del tuerto

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Fui con mi tía, guapa y de buena planta a sus ochenta y pico, a la exposición de Gyenes. Le pedí que me acompañara porque, como muchas chicas casaderas de su generación, a principios de los cincuenta se había hecho en su estudio su “foto de compromiso”. La he visto alguna vez en su casa: es un retrato convencionalmente bonito, algo ñoño (incluso para la época, dice ella), ajustado a la imagen que se esperaba entonces de una chica bien. Irenka Gyenes, la hija del fotógrafo, recuerda en el catálogo al hablar de su padre que “de los miles de retratos de jóvenes muchachas que hizo a lo largo de su vida, lo que peor soportaba eran las madres interrumpiendo las sesiones cada dos por tres”. Puede que mi abuela fuera una de esas mamás chinches: ella y su futura consuegra aprovecharon para hacerse retratar también. Ésas se traspapelaron y nunca han aparecido, así que la foto superviviente es la única en la familia: mi tía era la mayor, y sus hermanas ya no tuvieron derecho a la suya. Se vino a menos, quizá, o simplemente los tiempos cambiaron. Para finales de los sesenta ya no era tan imprescindible el trámite: mi tía se casó con mucha ceremonia; mi madre y las pequeñas hicieron bodas informales.

En la sala del Canal de Isabel II [la exposición puede verse hasta el 11 de enero] no hay sin embargo fotos de esas miles de chiquitas de clase media que pasaron por su estudio durante esos años, después de la posguerra inmediata y aún sin desarrollar del todo el desarrollismo. Están, en cambio, muchas celebridades y fuerzas vivas del franquismo: de Benavente a la duquesa de Alba, de Neville a Lola Flores, de Areces el del Corte Inglés a Mihura y Pemán. Y es una pena, porque quizá los retratos comunes y corrientes como el de mi tía hubieran ayudado a hacerse una idea más aproximada de la España de entonces. Ojo: sólo un poco más aproximada: Gyenes era caro (se acuerda aún mi tía), aunque en sus memorias dijese que “yo hacía una foto a todo el que llamara a mi puerta”.

No todo el mundo, desde luego, llamó a la puerta de Gyenes para retratarse. Pero se puede decir que sí se encargó Gyenes de llamar a todas y cada una de las puertas de la España de entonces. Un retrato suyo de Franco en 1950 lució en los sellos comunes de correos durante décadas: realizaba así los ideales de Warhol antes de tiempo y se colaba en todos los hogares. Lo hacía también en la revista Semana, donde desde 1949 ocupó las portadas con su famosa serie Bellezas de España: retratos de chicas bonitas (famosas o no) que a lo largo de los años dan una idea, si no del aspecto de la España real, sí de algo que también es interesante y, a su manera, revelador (y triste): el aspecto que a la España real le hubiese gustado tener.

Lo dice el propio Gyenes en sus memorias: “¡Qué fácil es retratar a un tuerto que parezca un tuerto! Yo aprendí la libertad de crear y de enseñar cómo regalar optimismo. ¿Cómo? Es muy sencillo: retratar al tuerto en su perfil bueno.” Tanto optimismo nos deja deprimidos, claro. Pero eso fue exactamente lo que hizo: sacar, por difícil que fuera, del lado bueno a una España que se había quedado tuerta y coja.

Hace poco murió Pedro Masó, que quizá fuera un poco el Gyenes del cine español. Aproveché para ver en DVD por primera vez Las chicas de la Cruz Roja, el taquillazo que produjo y escribió en los cincuenta. La película sería mala o buena o regular, pero pensé que en el peor de los casos, por detrás de las tomas de Concha Velasco (mi tía dice Conchita) y Mabel Karr cantando pizpiretas la música de Algueró en un haiga descapotable, podría ver algo del Madrid de la época, veinticinco años antes de que yo naciera: como una gran foto de familia antigua y móvil.

Pero Las chicas de la cruz roja –como las fotos contemporáneas de Gyenes– no son fáciles en ese sentido antropológico (y perdón por la pedantería): su Madrid sólo va de la Plaza de España a la Puerta de Alcalá, y vuelta. Entre el estanque de las barcas del Retiro y el rascacielos moscovita a su pesar del edificio España, Gran Vía arriba y abajo, pasan todas sus peripecias. Y justo, claro, ése es el Madrid que menos ha cambiado: está todo idéntico, diría uno. No hay suerte, pensé: sólo sale una ciudad moderna, azucarada, aséptica. El perfil bueno de la España represaliada: el centro popular pero presentable, decente pero no tan arisco como el barrio de Salamanca.

A la Gran Vía cualquiera podía ir –y bien que iba– al cine y de compras. O por lo menos a mirar las fotos de las carteleras y los escaparates (dos cosas gratis que valían como sustitutos en la época en que casi todo el mundo tiraba de sucedáneos). Uno de los escaparates aquellos era, por cierto, el del estudio de Gyenes. Mi tía recordaba las fotos en la vitrina de la puerta (yo mismo las vi de pequeño aún). Y el hilo musical dentro, la salita con lujos anticuados donde esperaron, la foto hecha por ayudantes y el paso fugaz del maestro. Sale una imagen de los salones en el catálogo de la expo, tal cual ella los describe. En realidad todo el trabajo de Gyenes era un escaparate donde mirar lo que no se puede comprar y de paso probar a verse reflejado. Y sobre todo, favorecido.

Porque uno se va dando cuenta de que al final sí que se aprende de esas fotos, de esa película rosa con sus teléfonos blancos. Como fondo de una escena de calle se ve el Arco de Triunfo fascista o el Ministerio del Aire neo-herreriano; y al lado del Círculo de Bellas Artes lucen –no por casualidad, seguramente– el yugo y las flechas inmensas de la Falange, cubriendo todo el edificio de su sede. Y no sólo se aprende de lo que vemos de refilón: se acaba viendo lo que no vemos en absoluto. Las chicas de la Cruz Roja, como las fotos de Gyenes, son negativos: fotos voluntariosamente positivas que acaban retratando por omisión. En lo que se esfuerzan por lucir se adivinan las faltas, las miserias, las caspas.

Las protagonistas de la película se embelesan a la salida de una boda como Dios manda, en los Jerónimos: unos novios que hubiera podido retratar Gyenes, una boda de cine como la que soñaban muchísimas chicas en toda España (me acordé otra vez de la foto de prometida de mi tía). Los diálogos incluyen chistes sangrantes: “Hija, qué fuerza tenéis los económicamente débiles”, le dice la chica rica a la pobre; no salen los destrozos de la guerra aún por reparar, ni las periferias de aluvión que acogían el éxodo de una España rural y hambrienta; no se habla de racionamiento, ni desde luego de política: por supuesto, la película fue un éxito absoluto entre los “económicamente débiles”. Como las fotos idealizadas de Gyenes en Semana.

Porque la parábola del tuerto de Gyenes y el cine neoirrealista de la época (de Las muchachas de azul a El día de san Valentín) prueban que había calado a fondo en España el síndrome que podemos llamar del teléfono blanco. El sarcasmo en los huesos de Berlanga, la asfixia lenta de Bardem, el cine con mensaje de Nieves Conde son a las películas de Masó y otros lo que las fotos de Catalá-Roca o de Masats o Miserachs a las de Gyenes: lujos. El boato acartonado de su estudio y sus portadas de revista era, paradójicamente, el único que se podían permitir quienes malvivían tras la guerra.

Las familias que sentaban por Navidad a un pobre a su mesa veían y aprobaban las películas de Masó y se fotografiaban en Gyenes. Pero también el pobre sentado a la mesa (y el que opositaba a verdugo, y el que necesitaba un cochecito o no encontraba pisito) soñaba en los suntuosos blancos y negros de Gyenes, con sus bellezas raciales y patrias engañosamente accesibles, o en el color apastelado de las chicas de la Cruz Roja.

Junto a las imágenes de Gyenes se exponen ahora las del estudio barcelonés de Foto Ramblas, en sus antípodas. Sus fotos de suripantas sicalípticas y sus retratos anónimos enseñan, claro, cómo estaban de verdad las cosas. Las de Gyenes, cómo quería todo el mundo que estuvieran; o cómo gracias a ellas se podía fingir que estaban.~

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