El próximo lunes comienza la recta final rumbo a la elección presidencial en Estados Unidos. En Denver, en un ambiente de fiesta quizá prematuro, el partido demócrata proclamará a Barack Obama como su candidato. Después de dos derrotas profundamente dolorosas en el 2000 y el 2004, sólo paliadas por el triunfo en las elecciones intermedias del 2006, los demócratas tomarán Colorado con la intención de transmitir que, en el 2008, la Casa Blanca ya tiene dueño. Deben hacerlo con cuidado. Obama ha perdido fuerza en las últimas semanas y llegará a la reunión plenaria de su partido con más retos que logros. Obama no sólo tendrá que preocuparse de John McCain, que ha apretado el paso como era predecible; también tendrá que embridar a los Clinton. Malos perdedores de calibre épico, Bill y Hillary Clinton se han instalado ya en el papel de aguafiestas. A pesar de lo cerrado de las primarias del partido, ambos saben que no había necesidad alguna de quitarle esplendor a Obama exigiendo que Hillary tuviera un papel no sólo protagónico sino peligroso en la convención. Incluir el nombre de la senadora en el proceso de votación de Denver –un gesto que tiene la supuesta intención de aplacar a las implacables “adelitas Clinton”- puede resultar contraproducente para el partido demócrata, que necesita mostrar unidad para enfrentar el enorme desafío que, como hemos dicho muchas veces en este espacio, será vencer a John McCain.
Para cerciorarse de obtener una alegría en noviembre, los demócratas deberán también evitar el error que cometieron hace cuatro años durante la reunión del partido en Boston. Entonces, como ahora, los demócratas fueron (como oposición) los primeros en nominar oficialmente a su candidato. Hacerlo brindaba una oportunidad de oro para el partido: sentar la agenda y el tono del debate. En cambio, pecaron de ingenuos. Sin darse cuenta de que los republicanos organizarían una genuina celebración del miedo unos días más tarde, el partido demócrata transformó su Convención en un despliegue de un optimismo blandengue. Tan mediocre fue el encuentro que John Kerry no disfrutó del tradicional salto en las encuestas que las convenciones casi siempre otorgan. Sin entrañas ni fuerza, los demócratas dejaron la mesa puesta para que George W. Bush ganara otra vez.
El único que se salvó de la quema hace cuatro años fue el propio Barack Obama, entonces sólo aspirante a senador por el estado de Illinois. Obama regresa ahora, cuatro años más tarde, no como la joven promesa de su partido sino como un auténtico Atlas: un hombre que lleva sobre los hombros una responsabilidad titánica. Con las encuestas generales emparejándose cada vez más y los estados clave inclinándose de manera paulatina pero evidente por McCain, Obama no tiene tiempo que perder. Para contraatacar, Obama debe pensar como republicano. Su primera responsabilidad será golpear sin cuartel el legado de Bush. Obama y sus colegas deben aprovechar cada minuto de la reunión de Denver para recordarle al electorado lo que han sido, para Estados Unidos y para el mundo, los pasados ocho años: la guerra en Irak, la crisis económica, la aberrante vacilación en derechos humanos.
Los demócratas deben comprender que, apenas unos días después, sus rivales saldrán con la espada desenvainada para tratar de repetir la dosis del 2000 y el 2004. En ambos procesos electorales el partido demócrata cometió el pecado capital de la vida política: permitir que sea el rival quien defina la narrativa (y a uno). Antes que otra cosa, un político en campaña debe ocuparse –y mucho más en esta era mediática– de definirse de manera indeleble e irrefutable en la mente del electorado. En el 2000, la campaña de Bush consiguió convertir a Al Gore de un político de larga carrera y experiencia en un mentiroso pedante. Lo mismo pasó cuatro años más tarde cuando, de manera increíble, Karl Rove y demás genios maquiavélicos consiguieron que John Kerry dejara de ser el héroe de guerra que en efecto fue en Vietnam para volverse un cobarde estirado. Si Obama no se apura, lo mismo puede ocurrirle ahora. La estrategia republicana es evidente: tomar lo mejor de Obama y usarlo en su contra: si es un fenómeno de popularidad, hay que convertirlo en una celebridad vacía; si es un político joven que se ufana de representar el Cambio (así, con mayúscula), entonces habrá que venderlo como un inexperto irresponsable que no está preparado para encabezar a Estados Unidos. La peor noticia para Obama es que, evidentemente, la campaña republicana está funcionando. Con la ayuda de Rusia y sus desmanes y de Musharraf y su locura, John McCain parece una opción más segura. Si Obama no consigue revertir la línea narrativa del proceso electoral, los demócratas perderán en noviembre.
Sobre advertencia no hay engaño.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.