En 1939 se vino al fin abajo lo que había sido el falansterio de Red Bank, en Nueva Jersey.
Nadie pudo tomar nota más dolida del suceso que Edmund Wilson, nativo él mismo de Red Bank y, por aquel entonces, inmerso en la escritura de Hacia la estación de Finlandia, su clásico divulgativo sobre “la
tradición revolucionaria en Europa y el surgimiento del socialismo”.
Wilson leyó la noticia del colapso del edificio principal del falansterio en un diario de la localidad, precisamente cuando abordaba el capítulo dedicado a la suerte corrida por las ideas de Robert Owen y Charles Fourier en los Estados Unidos.
Según Wilson, aquel ruinoso falansterio, construido casi un siglo atrás y de acuerdo con las complejas prescripciones arquitectónicas de Fourier, alojaba todavía a descendientes de la comunidad original, fundada en 1843. La pobre gente malvivía de cultivar tomates en mezquinas tierras baldías.
La de Red Bank no fue, por cierto, la única colectividad estadounidense inspirada en las ideas de Fourier pero, al parecer, fue la última en extinguirse, y el hecho reviste americana singularidad, pues en la Europa en que le tocó vivir a Fourier no llegó nunca a prosperar un falansterio.
Originalmente llamada The North American Phalanx, la agrupación dio cobijo en su momento a los fieles emigrados de la renombrada comuna de Brook Farm, una vez que ésta se hubo disuelto, y también a numerosos exilados políticos franceses, algunos de ellos sobrevivientes de la Comuna de París.
Durante las dos décadas inmediatamente anteriores a la Guerra de Secesión, se registró en los Estados Unidos una intensa polinización cruzada entre decenas de sectas religiosas y toda clase de iniciativas colectivistas que, a la larga, condujo a la aparición, según la cuenta llevada por Wilson, de más de 178 comunas cuya membresía podía ser de apenas quince personas o sobrepasar las novecientas.
En su libro, Wilson cita a Morris Hilquitt, quien, en su Historia del socialismo americano, calcula que hacia 1860 en los Estados Unidos los utopistas se contaban por centenares de miles. Hubo comunidades integradas exclusivamente por americanos, aunque también, como la de los “icarianos” franceses, las hubo constituidas tan sólo por inmigrantes europeos.
Así, deístas, agnósticos, shakers, swedemborgianos, trascendentalistas, enemigos de los impuestos, partidarios del amor libre, de la castidad o del derecho a portar armas sin licencia del Estado, integraron agrupaciones declaradamente comunistas con respecto a la propiedad colectiva de los medios de producción y de los beneficios de su actividad.
Una de las experiencias más exitosas o por mejor decir, de las más duraderas, pues resistió 32 años ceñida a sus principios colectivistas fue la llamada Oneida, fundada en 1847 en el estado de Nueva York. Oneida se definía a sí misma como una comuna “perfeccionista”. Los perfeccionistas propugnaban la paulatina eliminación de la humana propensión al mal por vía de la reforma social universal.
Oneida acabó por disolverse en 1879, sólo para reconstituirse dos años más tarde en sociedad anónima con fines de lucro y comenzar a hacerse famosa por las infalibles trampas de acero para cazar osos y castores que diseñó entonces su fundador, el idiosincrásico y denodado John Noyes.
Característicamente, algunos utopistas yanquis optaron por emitir paquetes accionarios al momento de fundar sus comunidades. Así fue al menos como el señor George Ripley, miembro de la Iglesia Unitaria y muy inclinado a las ideas emersonianas, propugnó en 1841 la creación de una granja experimental en West Roxbury, Massachusetts. Los miembros fundadores de la cooperativa Brook Farm debieron sufragar la emisión de 24 acciones con un valor facial de 500 dólares cada una.
Entre los fundadores de Brook Farm, además de Ripley, se contaba el mismísimo Nathaniel Hawthorne. Ralph Waldo Emerson fue un visitante frecuente de la propiedad. Horace Greely, quien más tarde fundaría el longevo e influyente New York Daily Tribune, era otro de los habituales, seguramente invitado de honor de su íntimo amigo Charles A. Dana, uno de los fundadores.
Digamos de una vez que Brook Farm no resultó gran cosa como granja, experimental o no. Al parecer le fue mucho mejor como escuela de humanidades no registrada. En todo caso, si hubiese que definir “filosóficamente” esta colectividad, podría decirse que su origen fue un desprendimiento de la Iglesia Unionista y que el ala emersoniana seguramente animaba el convivio en aquel apartado paraje de la Nueva Inglaterra.
Las cosas dieron un vuelco definitivo cuando las ideas de Charles Fourier prendieron en el ánimo de los fundadores. En ello mucho tuvo que ver la labor de zapa de Albert Brisbane, otro de los accionistas. Los fundadores de Brook Farm, ahora conversos fourieristas, iniciaron en 1844 la “reingeniería” del lugar con miras a fundar un falansterio en territorio americano.
No deja de ser una ironía que Charles Fourier ”el visionario tranquilo”, como lo llama Mario Vargas Llosa en un justiciero ensayo (Letras Libres, enero de 2003), quien murió en 1837, haya pasado los últimos años de su vida aguardando la aparición de un mecenas que financiase los proyectos que nunca vio realizados en vida y que, menos de una década después de su muerte, algunos de los hombres más ricos de la costa Este de los Estados Unidos se hayan llevado, sin pensarlo demasiado, la mano al bolsillo para tentar una experiencia falansteriana.
Aunque Brook Farm no sobrevivió al incendio que en 1846 destruyó por completo la edificación central de la comunidad, el experimento dejó como saldo y no fue poca cosa un semanario dedicado exclusivamente a la difusión de las ideas de Charles Fourier en los Estados Unidos. Se llamó The Harbinger El Precursor, fundado por el propio Ripley durante los años de Brook Farm en 1845, y que por mucho tiempo después continuó editándose en la ciudad de Nueva York.
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¿Porqué estoy trasteando con la historia de una comuna fourierista estadounidense si lo que me había propuesto es dar noticia de cómo la izquierda latinoamericana notablemente la coalición de izquierda “subregional andina” que hoy apoya a Hugo Chávez pudo apropiarse, para sus fines simbólicos de agitación y propaganda, de una figura tan conservadora y militarista como la de Simón Bolívar, cuyo culto había sido siempre enseña de la derecha más intransigente?
Me respondo que quizá sea porque en Brook Farm coincidieron tres estadounidenses notables que hicieron de Karl Marx un periodista “moderno”.
Horace Greely fundó en 1841, ya se ha dicho, el matutino New York Daily Tribune, que se editó ininterrumpidamente hasta 1966. Charles Ripley inauguró en el diario de su amigo la reseña de libros como género periodístico en la prensa moderna americana y dirigió por 30 años la sección literaria del Tribune. Charles A. Dana fue, desde 1846, el principal asistente editorial de Greely.
En 1848, Dana cubría para el Tribune la revolución europea y fue entonces, en Colonia, cuando conoció a Marx, quien le causó una viva impresión. Tanta, que en 1851 contrató a Marx como corresponsal europeo del periódico. La estadística de su desempeño, durante la década en la que estuvo enviando al diario hasta dos entregas semanales, deja traslucir la singular relación de amistad y comensalismo entablada por Marx con Engels desde 1844: de un total de 321 artículos publicados, 109 fueron escritos por Engels y 14 más lo fueron al alimón. Pero no firmaban consolidadamente, como lo hacían Lennon y McCartney. Sólo Marx recibía crédito y cobraba el estipendio acordado con Dana.
Karl Kraus nos dejó dicho que “no tener una idea y poder expresarla es lo que hace al periodista”. Nunca fue más verdadero el aforismo que cuando Karl Marx recibió en 1857 el encargo de un artículo sobre Simón Bolívar para la New American Cyclopaedia, dirigida por Dana en aquellos días.
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En total, Dana encomendó a Marx 57 artículos, de los que, característicamente, Engels terminó escribiendo una abrumadora mayoría y renunciando al crédito en pro de su admirado amigo. Marx apenas se animó a abordar seis de las entradas. La dedicada a Bolívar fue la última de ellas. He llegado a pensar que Marx y Engels echaron a suertes quién de los dos la escribiría.
Dana aspiraba a que Marx le enviase decenas de biografías de grandes figuras militares de la época. Marx, a su vez, dudaba de su capacidad para escribirlas pues el tema militar le era completamente ajeno. En rigor, era la especialidad de Engels, quien sólo por ello era apodado familiarmente “El General”.
Con todo, Marx se las arregló para escribir los perfiles del general Jozef Bem, un patriota polaco que luchó contra los ejércitos imperiales austriacos y sobre cuatro de los generales de Napoleón: Bessierès, Brune, Bernardotte y Bogeaud. Dana, satisfecho con el trabajo, le pidió entonces escribir sobre Simón Bolívar.
Esta vez Dana no pudo sino alarmarse por el tono racista y la enfática animadversión que muestra Marx en su pieza sobre Bolívar. En consecuencia, escribió a Marx enérgicos reparos a un texto que se aparta sin disimulo de la convencional imparcialidad que imposta el lenguaje de las enciclopedias.
En su correspondencia con Engels, Marx admite con sorna que se le pasó “algo” la mano al salirse del ecuánime registro adjetival que exige el tono enciclopédico, “pero añade habría sido también pasarse de la raya presentar como un Napoléon I al canalla más cobarde, brutal y miserable (sic). Bolívar es el verdadero Soulouque”.1
¿Quién fue el Soulouque con quién compara Marx a Bolívar? Pues nada menos que un “emperador” de Haití. Antiguo esclavo analfabeta, Faustine Élie Soulouque se alzó presidente de aquel país en 1847, y en 1849 se declaró emperador. Su corrupto y sanguinario reinado duró diez años; su corte, una dantesca caricatura de la de Napoleón I. Soulouque dispuso una malhadada invasión a Santo Domingo sólo para que su férreo y brutal “imperio” terminase con una revolución encabezada por Nicholas Fabre Geffrard.
Hans Magnus Enzensberger, en su libro Conversaciones con Marx y Engels2 nos ofrece un singular “índice de injurias y elogios”. Su libro es una sugestiva antología de informantes, contemporáneos de Marx y Engels, que cita a colaboradores y amigos tanto como adversarios y detractores, manteniendo el orden cronológico de las menciones.
Este índice de injurias y elogios proviene del epistolario entre Marx y Engels y se lee como una tomografía del voluble hígado de Marx, de su patriarcalismo, de su célebre talante de judío antisemita; en fin, de su extraordinario don para la descalificación.
De Bruno Bauer, por ejemplo, quien fue su mentor de juventud, y el hombre que en 1841 abogó, sin éxito, por una plaza académica en la Universidad de Bonn para su querido pupilo, Marx dice: “Señor Bruno. Fraselogías. Profesor auxiliar de teología. Crítico engreído. Divertido vejete. Solterón. Temerosamente preocupado por su conservación. Manías de grandeza. Curiosidad infantil. Rústico. Buen hombre. El más profundo enlodamiento. Incorregible. Viejo catedrático pedante. Tonto de remate. El más monótono chismorreo, aplastado como boñigas de vaca chafadas”.
Del fiel Eduard Bernstein: “Burgués ordinario. Pacífico filántropo. Dignidad de censor oficial. Demasiado moderado. Judaizante. Nulidad en teoría, inservible en la práctica. Pobre charlatán contrarrevolucionario. Filisteo. Poca reflexión. Comprende con rapidez. Ha mejorado más de lo previsible. Buen tacto. Confuso. Tipo formidable. Ridículo comediante”.
De la condesa Sophie Hatzfeld, esposa de Fernindad Lasalle, quien a su vez siempre produjo en Marx emociones encontradas de admiración y envidia y avivó toda clase de dicterios racistas: “Mucha energía para ser alemana. Tono juadaizante. Inteligencia política. Buenos recursos. Muy distinguida. Mucho intelecto natural. No es una marisabidilla. Vivaz. Babilónica. Vieja. Vieja Marrana. Puerca. Persona terrible. Vieja puta”.
De Henrich Heine, admiradísimo por Marx en su juventud: “Pobre diablo. Tío estupendo. Sentido común en sentido político. Viejo perro”. ¿Podría esperar un trato más ecuánime el Soulouque caraqueño?
Casi olvido contarles que, en su artículo sobre Bolívar, Marx nos fulmina, ¿por una vez con puntería?, a los venezolanos en general cuando dice: “Como la mayoría de sus compatriotas, era [Bolívar] incapaz de todo esfuerzo de largo aliento”.
Marx desespera a menudo, en sus cartas a Engels, de tener que dedicar tiempo y neuronas a elucidar cuáles pudieron ser “las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco [Bolívar] representar el papel de héroe”.
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Y ahora, imaginemos que estamos en 1928 y que usted acaba de ingresar al Partido Comunista de Venezuela, una Iglesia que, como toda Iglesia, tiene teología, culto, liturgia, sagradas escrituras y un profeta indiscutible, Karl Marx.
Desea apropiarse, para fines de agitación y propaganda, del inmenso valor simbólico que para las masas tiene Bolívar en un país donde un dictador del siglo XIX, Antonio Guzmán Blanco, alentó deliberadamente, y con gran éxito, el culto al Libertador.
Pero allí están Karl Marx y sus Sagradas Escrituras para caracterizar al Héroe como un palurdo, un hipócrita, un chambón mujeriego, un inconstante, un botarate, un aristócrata con ínfulas republicanas, un ambicioso mendaz cuyos contados éxitos militares se deben sólo al tren de asesores irlandeses y hannoverianos que ha reclutado como mercenarios, comprometiendo con ello la futura factura cafetera del país.
Si no bastase el aborrecimiento que en Marx infunde la sola mención de Bolívar, usted tiene todavía ante sí otro problema formidable: la derecha vio primero a Bolívar y se apoderó de él por completo. Lo quiso y lo tuvo ella sola, muchísimo antes que la izquierda y quizá por demasiado tiempo.
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En 1910, año del Centenario de la Independencia, nos sojuzgaba el general Juan Vicente Gómez. Vallenilla Lanz, brillante áulico positivista del tirano, no desperdició la ocasión para relanzar vigorosamente el culto creado por el dictador Guzmán Blanco en la segunda mitad del siglo XIX y, de paso, nimbar con un aura de “predestinación” bolivariana a Gómez.
En Cesarismo Democrático, un opúsculo inquietantemente bien escrito, Vallenilla Lanz rescata, de entre todo lo que, en materia política, dejó escrito Bolívar, tan sólo la figura del presidente vitalicio y la idea de un ejecutivo fuerte. Las sintetiza en la noción del “presidente boliviano” (por “bolivariano”) que vendría a encarnar, precisamente, en el sátrapa Juan Vicente Gómez.
Colombia puede mostrar también una legión de bolivarianos partidarios del autoritarismo. Tal es el caso de Sergio Arboleda, quien entiende el ideario de Bolívar como una vindicación de la religión, el orden, la propiedad, la jerarquía y la disciplina. O el de Rafael Núñez, liberal en materia económica al tiempo que promotor de los principios autoritarios contemplados en la Constitución de Bolivia. O el de Miguel Antonio Caro, inspirado “monarquista bolivariano”, como llegó a ser llamado, y quien con frecuencia invocaba el sueño de Bolívar de crear en América “una república lacedemónica, atemperada y autoritaria”. Pero, sin duda, uno de los más delirantes ejemplares de la derecha colombiana, y hablamos ya del siglo XX, fue Silvio Villegas.
En 1937, Villegas publicó en Manizales un libro titulado No hay enemigos a la derecha, en el que se muestra defensor del fascismo mussoliniano y del nacional-socialismo de Hitler. Pretendía con ello promover la idea de fundar una “Acción Nacionalista Popular”, una versión neogranadina del fascismo italiano.
Por herético que esto pueda sonarle a los que, desde la izquierda europea actual, simpatizan con la “revolución bolivariana” encabezada por Hugo Chávez, los vasos comunicantes entre el fascismo y la cepa original del bolivarianismo no son ocurrencia exclusivamente latinoamericana: Ezio Garibaldi nieto del héroe italiano, quien llegó a ser ministro plenipotenciario del rey de Italia, pronunció en una ocasión un discurso de orden ante la Cámara de Diputados. Allí afirmó que el Duce “era la encarnación histórica […] de algunos aspectos del espíritu bolivariano”3. Poco tiempo después, en 1933, se publicó la primera traducción de la obra de Vallenilla Lanz. El prologuista exalta del autor venezolano su “espíritu exquisitamente fascista”.
El colmo de estos colmos se registró ¡en España!, a comienzos de los años setenta del siglo pasado, y deja muy desairado al eurochavismo “de izquierda” del tipo Gaspar Llamazares: Francisco Franco, en palabras de Ernesto Giménez Caballero, uno de sus apologistas, vendría a ser el “auténtico intérprete del pensamiento bolivariano, el cual no ha sido realizado ni siquiera por el propio Bolívar, sino por Franco, gran lector y meditador sobre esa auroral y precursora figura hispanoamericana”4.
¿Cómo discurrió la ardua operación “intelectual” con que la izquierda latinoamericana pudo apropiarse de Bolívar para su arsenal simbólico?
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Nadie en Hispanoamérica ha denunciado el culto a Bolívar tan lúcidamente como el venezolano Luis Castro Leiva. Lo delató no sólo como martingala autoritaria y militarista, sino también como el misticismo moral que ha envenenado durante más de un siglo nuestra idea de la república, de la política y del ciudadano.
Según nuestro desaparecido historiador de las ideas, el bolivarianismo es un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y, por ello mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana. Castro Leiva5 mostró cómo la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos hemos sido capaces de discurrir en casi dos siglos de vida independiente. Esa “filosofía” no es, según Castro Leiva, más que una perversa “escatología ambigua” que sólo ha servido para alentar el uso político del pasado.
Para ilustrar esto último se me ocurre un ejemplo, entre cientos, y no precisamente de raigambre marxista: la fallida política de sustitución de importaciones, propugnada por el gobierno de la socialdemócrata Acción Democrática y por sectores privados comensales del Estado, a comienzos de la década de los sesenta. Venezuela entera se vio empapelada con afiches plagiarios del aviso reclutador del Tío Sam.
Un Simón Bolívar de un metro ochenta, en uniforme de generalísimo, ceñudo e imperioso, con un puño sobre sus mapas, nos increpaba con el índice de la otra mano. La leyenda al pie rezaba: ” Yo la hice libre. Hazla tú próspera ¡Consume productos venezolanos!”: Bolívar nos hablaba, como siempre lo hace, desde el pasado, trasmutado en pionero del proteccionismo cepalista; alguien de quien Raúl Prebisch no vendría a ser sino un epígono tardío.
Quizá la superchería más perversa es la que procura hacer valer hoy una especie de “linaje revolucionario” implícito en la consigna “terminamos la obra comenzada por el Libertador”. Tal es el caso de los chavistas, quienes “terminan lo que Bolívar dejó inconcluso”, sea lo que fuere lo que dejó inconcluso. Fraudulenta ceremonia de validación moral, mera ambición de hegemonía política disfrazada de inescapable, hegeliana “razón histórica”.
Su arte suasoria es mala y el espíritu que la anima es fullero: se nos pide que traguemos demasiados sofismas a la vez para concluir que todo aquel que se ofrezca como albacea testamentario de un sueño (ya sea el de Bolívar o el del doctor Martin Luther King) está moralmente mejor asistido para gobernarnos que el resto de los compatriotas.
Las izquierdas colombianas y venezolanas han extremado, desde hace años, sus esfuerzos para tender y estirar líneas de parentesco con un pasado americano validador de sus designios. Si ese pasado pudiese ser precolombino, sería para ellas mejor que la máxima felicidad.
Es fácil advertir en esos esfuerzos la necesidad de salirle al paso a la acusación de que sus ideas eran extrañas y “ajenas a nuestras tradiciones”. Para atenuar la noción de ser agentes de una proterva potencia extranjera la URSS, en los años sesenta se bautizaba a los erráticos frentes guerrilleros venezolanos con el nombre de igualmente erráticos esclavos cimarrones del siglo xviii o de algún caudillo de montonera del XIX.
País Portátil, la novela de Adriano González León, ganadora del Premio Biblioteca Breve en 1968, es una avatar literario de esta superchería. Andrés Barazarte, su protagonista, el hamletiano guerrillero urbano de los años sesenta venezolanos, se nos presenta como el heredero natural, si bien marxista-leninista, de los chapuceros caudillos “liberales” trujillanos del siglo XIX.
Dicho todo así, es posible que esté yo haciendo lucir demasiado fácil algo en verdad bastante más complejo. Lo cierto es que la izquierda venezolana y hablando en general, la de nuestros países andinos se ha visto en el duro trance de expropiar la “tradición bolivariana”, originalmente conservadora y de derechas. Toda expropiación es un acto de violencia, aunque se ejerza en el universo simbólico. Y para poder hacerse del “padre Bolívar”, la izquierda tuvo que ejercer violencia contra su propio padre: Marx.
7
Desde que, en los años treinta del siglo pasado, Aníbal Ponce, marxista y trotamundos argentino, rescató para la lengua castellana el texto en que Karl Marx pone verde a Simón Bolívar, la izquierda latinoamericana se adhirió inmediatamente a la visión marxista del prócer suramericano y, dogmáticamente, congeló el tema: el Caraqueño Mayor era lo que Marx dijo que había sido y sanseacabó.
Ponce se hallaba en 1935 en Moscú, contribuyendo a la edición castellana de las obras completas de Marx y Engels. Por aquel tiempo, un marxista latinoamericano no se permitía ningún esguince revisionista. Y es que un marxista latino-americano fue casi siempre, en el mejor de los casos, apenas un concesionario autorizado de la casa matriz: la Academia de Ciencias Sociales y Políticas de Moscú.
Desde luego, hubo marxistas como el cubano Julio Antonio Mella, quien ya en 1923 invocaba al Libertador como inspirador de las luchas redentoras del continente. Para conjurar el riesgo de excomunión, tanto Mella como el peruano José Carlos Mariátegui, se apresuraban a dejar muy claro que Bolívar fue un ejemplar superlativamente genial de la casta criolla blanca, pero que sólo había llegado hasta donde lo dejaron llegar la superestructura ideológica correspondiente a su clase social ”en el respectivo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas presentes en la Venezuela de comienzos de siglo XIX” y una falsa conciencia “mantuana”6 de la realidad de la que el Libertador no tenía la culpa porque no había podido leer a Marx.
Gilberto Vieira, eterno secretario general del Partido Comunista colombiano, también quiso rescatar a Bolívar para la izquierda en un libro titulado Sobre la estela del Libertador. Vieira aborda explícitamente el espinoso asunto del artículo de Marx sobre Bolívar, pero no sale airoso cuando blasfema al decir que lo de Marx era “sólo una opinión” y que un marxista verdadero no funda su criterio en “opiniones”.
Con el fin de la Segunda Guerra, el inicio de la descolonización del llamado Tercer Mundo y la aparición de los movimientos de “liberación nacional” en el contexto de la Guerra Fría, la desaparecida Unión Soviética tuvo interés en revisar el dogma marxista (elaborado por dinosaurios como Vladimir Miroshevski) sobre las figuras llamadas “popularnacionales”, como Bolívar.
El tímido revisionismo que acompañó la mentida “desestalinización” que siguió al controvertido XX Congreso del PCUS fue decisivo en esta mudanza de parecer. La Academia de Ciencias de la URSS decidió, a fines de los cincuenta, darle una oportunidad a los “revisionistas” como Anatoli Shulgovski7, quienes resolvieron el problema con un expediente de admirable desparpajo pues trae consigo la implicación de que Marx, siempre infalible en todo, la embarró únicamente en el caso de Bolívar, y ello se explica, dice Shulgovski, porque las fuentes consultadas por Marx eran secundarias y sesgadas.
Con lo cual no se afectaba sensiblemente el elevado promedio de juicios acertados de Karl Marx y se abría el camino de una larga lista de despropósitos. El cubano Francisco Pividal pudo así ganarse, en 1977, el Premio Casa de las Américas con su Bolívar: Pensamiento Precursor Del Antimperialismo, y la guerrilla del M-19 robarse en Bogotá, en abril del 74, la espada de Bolívar para afirmar en su proclama que luchaba por una Colombia socialista y “contra los amos nacionales y extranjeros que deformaron las ideas del Libertador”.
Es característica la improbidad intelectual con que la izquierda latinoamericana se ha cebado en una carta, más bien adulona, que el Libertador envió en agosto de 1829 al coronel Patricio Campbell, encargado de negocios de la corona inglesa. Me refiero a esa frase que, maliciosamente citada fuera de contexto, ha ilustrado en nuestro continente millones de afiches universitarios: “Los EE.UU. parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad”.
Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana, inaugurada por el autócrata Guzmán Blanco, y sobreelaborada por los lameculos del sátrapa Juan Vicente Gómez, un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista ¿habrá habido alguna izquierda en América Latina que no haya sido militarista?, educado en una Academia Militar que como, la venezolana, siempre fue templo de la teología bolivariana más “integrista”, terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela.
8
La única vez que he hablado a solas con Hugo Chávez fue en el año 2000, con ocasión de una entrevista que me concedió para El Nacional de Caracas.
El encuentro tuvo lugar en La Casona, la residencia presidencial venezolana, en una mañana especialmente lluviosa que pudo mantenernos a todos en la aprensión de ver repetida la tragedia de los deslaves ocurridos el año anterior en el estado Vargas.
Cuando el edecán me condujo al corredor donde habría de desarrollarse la entrevista, ambos encontramos al Presidente adentrado en el césped de un jardín interior, de pie y de espaldas al sitio por donde habríamos de acercarnos, enajenado del entorno, ensimismado y como mirando a lo alto del cerro Ávila, auscultando lo que Borges habría llamado “los colores irrecuperables del cielo”.
Acostumbrado a andar entre actores de teatro, sentí al punto que flotaba algo extremadamente reciente en aquella rodaja palaciega de “soledad del hombre imprescindible” que se me ofrecía. La sospecha de que Chavéz hubiese pretendido componer un cuadro inequívocamente bolivariano, que hubiese saltado dentro de una figuración asociada al culto del Héroe, como quien salta dentro de una bata para recibir, no me ha dejado desde entonces.
Detengámonos un instante en esa imagen, pensemos en lo que entraña su “fisicalidad”, para usar un término del Actor’s Studio. De estar yo en lo cierto, el Comandante ha debido de adoptarla a la carrera, calculando efectos, corrigiendo el ángulo del perfil, detalles del atuendo, del semblante, etcétera. ¿En qué pensaba mientras tanto? ¿En qué piensa Chávez cuando se queda a solas?
Hay razones para creer que los de Chávez, igual que los pensamientos de Robespierre, según habla de ellos el Dantón de Anton Buchner, “parecen vigilarse unos a otros”. A solas es cuando más fácilmente nos hiere la convicción de nuestra propia inanidad, o nos abate la inescapable certeza del fracaso.
“Fracaso”: he ahí una palabra que tuvo indiscutible poder encantatorio para Bolívar. El fracaso del titán fue el leit motiv oratorio favorito de ese autócrata filántropo, a ratos jacobino, a ratos plañidero, que fue Bolívar. Se despliega en un sinfín de temas: la aflicción de haber arado en el mar, la soberbia amargura del desprendido que baja a la tumba con una camisa prestada, la arrogancia de aquel que se equiparó a Cristo y al Quijote ”juntos hemos sido los tres más grandes majaderos de este mundo”, la criminal pequeñez de los magistrados ”a quienes nunca hemos visto en las batallas”, la determinación del Hombre de las Dificultades, la adversidad que es tan impostora como el éxito…
Todas esas melancolías del culto bolivariano ¿cómo se engastan en el modelo de la realidad que tramola Chávez cuando, por equivocación, se queda a solas, siquiera un instante, con el inescapable fracaso que, a buen seguro, acarreará su aspaventosa gesticulación “titanista”, su populismo manirroto?
De todas las torceduras ideológicas que engrifan a Chávez, la bolivariana parece ser la más consistente consigo misma y la más consoladora: el fracaso de Bolívar, lo más suculento del bolivarianismo, ofrece una visión heroica de la Historia, le aporta una retórica voluntarista, un modelo moral… y una coartada para cuando fracase.
Lo demás es vulgar marxismo de quita y pon muy afín al leninismo retráctil de Fidel Castro, “teoría” de la dependencia y del imperialismo, fabulaciones sobre un desarrollo económico independiente por vía no capitalista, ideas recibidas sobre dos discutibles y escapadizas categorías sociales: la oligarquía y los pobres. La infatuación bolivariana con el fracaso emoción muy propia del bolivarianismo de derechas, entendido ese fracaso como insignia de honradez, desprendimiento y buena voluntad, brinda a Chávez, por sobre todas las inactuales supercherías de izquierda que la acompañan, la ventaja “de sublimizar la dictadura como filantropía del héroe que nos sojuzga para salvarnos de nosotros mismos”.
El “fracaso de Bolívar” es el “fantasma”, en el sentido que da Lacan al término, que se cuela en la psique de Chávez a través de la herida que abren el fracaso de su experimento “cívico-militar” y la íntima certeza de que ya es tarde para darle el vuelco violento con que él nos amenaza cada cierto tiempo.
Pero, con todo, ese misticismo moral bolivariano es el que mejor permite justificar el retorno al espíritu de la logia “éticamente superior” que dice estar dispuesta a recurrir a las armas para defender la revolución y rescatarla de los desaprensivos, de los tibios y, últimamente, también de sus corruptos.
De Bolívar gusta mucho, a colombianos y venezolanos por igual, decir que fue un visionario. Nunca lo fue tanto, creo yo, como cuando, un año antes de morir, escribió a un político de mi país: “… Si algunas personas interpretan mi modo de pensar y en él apoyan sus errores, me es bien sensible, pero inevitable; con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el texto de sus disparates”8. Nunca suena Chávez tan bolivariano como en su mal disimulado desdén por la alternabilidad democrática.
La lectura que hizo Chávez, hace ya unos años, en su programa dominical de televisión, de sus pasajes favoritos de El General en su laberinto una de las efusiones más brillantes del culto al Bolívar “incomprendido” que haya salido de la pluma de un latinoamericano fue para los televidentes una extraordinaria experiencia de extroyección vicaria: Chávez quiso con el texto de García Márquez hacer valer las razones que tuvo Bolívar para optar por la dictadura luego de ser derrotado en una convención.
Viéndolo entonces supe que la pose del jardín de La Casona no era del todo impostación, no era del todo fraudulenta. Después de todo, hay quienes creen en la metempsicosis y en la reencarnación. Para desgracia de Chávez, la traslación que pretende hacer del Weltschmerz romántico de la “tragedia” de Bolívar es insostenible hoy día, aunque más no lo sea porque ni Álvaro Uribe es Santander, ni la ineptitud de la burocracia venezolana es la perfidia secesionista del general Páez, ni la vertiginosa corrupción de sus militares y routiers de la izquierda marxistaborbónica sea cosa que se combata excluyendo a los más en favor de una cúpula moralmente “pura”.
La expresión más cabal del fracaso político de Bolívar fue justamente esa última malhadada ocurrencia dictatorial en que se empeñó luego de la Convención de Ocaña. La dictadura duró apenas un año y precipitó su fin.
Y la pregunta que me hago es si alguna vez se ha detenido Chávez a considerar que, con razón o sin ella, los venezolanos decidieron un buen día de 1830 extrañar perpetuamente del territorio nacional al mismísimo Libertador Simón Bolívar. –
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).