Durante los nueve años que padecí la educación pública mexicana, apenas si tuve maestros dignos de ser recordados. Me viene a la mente el señor Piña, quien, como buen maestro de ciencias sociales que se preciara de serlo, era medio rojillo, pero también medio cínico. Nos enseñaba la historia de México según el programa, para luego decirnos que nada (o casi nada) de aquello era cierto. Aún lo recuerdo junto al pizarrón con un libro en la mano, riendo para sus adentros: todo eso le parecía muy divertido. Era alto y medio pelirrojo, vestía pantalones, camisas y botas vaqueras, sin sombrero, un güero de rancho que debió haber estudiado en la Escuela Normal de Salaices, uno de esos focos de insurrección de los años sesenta y setenta. Nos dejaba totalmente confundidos, pero fue gracias a él que muchos aprendimos a pensar de manera crítica y a no creer a pie juntillas lo que dicen los libros. Todavía recuerdo la clase en la que nos dijo que el mapa de Europa que teníamos frente a nosotros ya no servía; que, por ejemplo, ya no había dos Alemanias sino solo una, reunificada; algo que por supuesto yo ya sabía, pues en casa no se paraba de hablar del tema. Y además recuerdo a don Jesús, otro maestro de ciencias sociales, también rojillo, pero más bien cascarrabias, al que apodamos don Susanito por su parecido con Joaquín Pardavé. Tenía un Volkswagen sedán del año del caldo que los muchachos de la clase movíamos de lugar, levantándolo entre todos, solo para sacarlo de quicio.
Toda mi educación básica fue un suplicio. Ya en la escuela primaria prefería desviarme del camino, enfilar rumbo al parque, esperar a que mis padres se fueran a trabajar y regresar a casa para meterme por la ventana y así pasar varias horas frente al televisor. Quiso la suerte que en esa pequeña ciudad de provincia solo hubiera tres canales; que en el privado por las mañanas transmitieran noticias, y que los otros dos fueran estatales: en uno pasaban contenidos educativos y en el otro los programas de la telesecundaria. Por supuesto, aquello no duraba mucho, tarde o temprano mis padres descubrían mis artimañas cuando los mandaban llamar de la escuela. Esta era tan mala que tardaban semanas en darse cuenta de mi ausencia. Pero mientras tanto yo aprendía muchas cosas gracias a la telesecundaria: química, aritmética, álgebra, historia universal, de México, y hasta cómo capar un cerdo (algo que nunca he puesto en práctica) y apicultura, pues el programa estaba diseñado para alumnos del campo. Me hubiera gustado que esta entrada fuera un homenaje a los creadores de contenido de la telesecundaria de los años ochenta, pero mis verdaderos maestros al final de cuentas fueron mis padres y mi abuelo.
Mi madre durante mucho tiempo trabajó en el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA); fue de las fundadoras. Aún la recuerdo, joven, delgada, guapa, el cabello suelto, con apenas 25 años, un morral al hombro cargado con los libros de la educación para adultos (ilustrados por el caricaturista Palomo). Ella me parecía una heroína del realismo socialista. Íbamos a visitar las zonas marginadas de la ciudad, a darle seguimiento a los adultos que habían decidido terminar la escuela primaria: mujeres de piernas varicosas que vivían en casas de cartón y lámina que olían a estiércol. Mi madre decía que eran gente pobre, pero a mí me parecía inexplicable que tuvieran televisores gigantes a color mientras que el nuestro era pequeño y en blanco y negro. Fue mi madre la que me enseñó a leer y a escribir, quien me contó toda clase de historias, de los Grimm, Afanásiev, Perrault… Homero. La veo ahora sentada junto a mí, a la mesa de la cocina: me explica el objeto directo, el indirecto y el modificador circunstancial.
Mi padre todo el tiempo estaba contando historias, comentando sus lecturas; me enseñó de la manera más sencilla posible los rudimentos de la ortografía española que no pudieron entrar en mi cabeza durante esos nueve años de educación pública, un problema muy extendido ahora en México, en donde tenemos un ejército de profesionistas que no saben lo que es un acento diacrítico.
Pero si mis notas en matemáticas bajaban de manera drástica durante la primera mitad del año escolar, me mandaban a casa de mi abuelo en las vacaciones. Era un hombre muy viejo, había nacido en el año 1903, en sus recuerdos de infancia estaba por supuesto la revolución; toda su vida había sido maestro, a veces inspector escolar. Cuenta la leyenda que entre sus muchas últimas palabras estuvieron aquellas de “Cárdenas, el mejor presidente que ha tenido México”. Aunque era ateo, venía de una familia protestante; era más republicano que Robespierre: solo tenía tres trajes y un par de zapatos; su mayor tesoro era un viejo reloj Citizen. Dije que era más republicano que Robespierre, pero a la vez era tolerante con las creencias religiosas y las ideas políticas de los demás. Durante las vacaciones me levantaba a las seis de la mañana para estudiar. Todavía era de noche. Decía que lo mejor era hacerlo en ayunas. Gracias a él aprendí geometría y álgebra, operaciones aritméticas más o menos complejas. Después desayunábamos y salíamos a caminar para hacer la digestión. El abuelo estaba enseñando todo el tiempo, contando historias, chistes que no me daban gracia; para mí era un hombre que lo sabía todo. Una vez me enseñó a contar hasta diez en japonés; me hacía aprenderme poemas de memoria. Su poeta favorito era Amado Nervo. Cuando se enteró de que yo estaba escribiendo poemas, quiso que se los leyera en voz alta pero yo escurrí el bulto. Me daba mucha pena. Tenía una obsesión por la exactitud del lenguaje. Con frecuencia me mandaba a buscar palabras en un grueso diccionario de la Real Academia, una edición de los cincuenta empastada en piel de cerdo. Fue maestro de varias generaciones en la ciudad, en su funeral me encontré rodeado de hombres muy ancianos que vinieron a decirme que él les había dado clases y lo recordaban con cariño.
Una mención especial merece mi maestra de preescolar, Sorina. Hace un par de años estaba de visita en mi ciudad para dar un taller de literatura. Leyó mi nombre en periódico y llamó a la biblioteca donde yo estaba trabajando. Me dijo que estaba muy orgullosa de mí (aunque yo en realidad no había publicado más que un par de libros). Yo siempre la recordaré con mucho cariño, especialmente cuando la hacíamos enojar y nos decía que se estaba poniendo verde, como Hulk. El jardín de niños fue un buen lugar para mí, la escuela estaba en medio de un parque, sin vallas y sin restricciones (otros tiempos): el paraíso perdido de la infancia.
Pero antes de dar por terminada esta entrada me gustaría agregar que la mala calidad de la educación en México no es un chiste. Me hubiera gustado mucho tener buenos maestros, aparte de Sorina, el señor Piña, don Jesús, mis padres y mi abuelo. Era uno de mis derechos por haber nacido en suelo mexicano, y también es el de millones de niños actualmente.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).