Ilustración: Oliver Flores

Murmuraciones de un viejo (fragmentos)

Estas memorias que exploran la vejez y el nomadismo son una muestra del enorme talento de un escritor que no escatimó sarcasmos para hablar de sí mismo y de su condición de apátrida. “El lector es libre de ver en esto un fragmento de literatura.”
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Recién salido del hospital, a poco de cumplir sus ochenta años, Gregor von Rezzori inicia un viaje literario que revive otros tres viajes reales emprendidos en años anteriores. Uno de ellos lo llevó, en enero de 1990, a Rumania, país al que pertenecía por entonces la región de su infancia y su primera juventud. Las impresiones recogidas en ese peregrinar por las ruinas de lo que fue su Bucovina natal no son más que el pretexto para que se ramifiquen, como fractales, las memorias de este “viejo” que, según palabras de Péter Esterházy en el prólogo a este libro, “nunca tuvo menos de cuarenta años ni más de sesenta”; memorias que empiezan a aflorar en estas páginas como los destellos irisados de la piel de unos esquivos peces atrapados en las redes del pasado y de las épocas, como corresponde a la condición que se asignó Rezzori –el Epochenverschlepper, el mezclador de épocas, regiones, lenguas y lugares, olores, colores, sabores y sinsabores.*

– José Aníbal Campos

Tal vez el egocentrismo sea un fenómeno de la vejez. Tal vez el mirarse el ombligo sea algo esencial en la vida de un escritor. (El yo como punto focal de toda visión próxima o lejana.) Sea como fuere, lo cierto es que en estos días de primavera se erige sobre mi existencia un símbolo inequívoco de la ancianidad, emblema de la decrepitud y de su derecho a ser tratada con indulgencia: el orinal. Es mi contribución más personal a la representación del ocaso de la vida. Me lo he traído del hospital (en italiano lo llaman pappagallo) y también está asociado a muchos recuerdos de mi niñez, aunque ciertamente no es ya aquel querido y antiguo pot de chambre (potschampa, pronunciaríamos en alemán) de pesada porcelana, objeto de las más enconadas luchas de poder con mi hermana en la habitación de los niños y que los interioristas de hoy compran en los mercadillos de anticuario para usarlos luego como floreros en sus diseños para una habitación. (Enseres de ancianos.) En mi juventud el orinal era un objeto de uso imprescindible, también debajo de las mesillas de noche de los hoteles de provincia, en los que incitaban la imaginación, evocando las aventuras eróticas de algunos viajantes de comercio. (Bellas mujeres voluptuosas con dessous victorianos, agachadas sobre él con el trasero al desnudo, mientras el afortunado voyeur las contempla.) Ahora el orinal, tan rico en asociaciones, ha pasado a ser un objeto de plástico ligero como una pluma. (La gobernanta pseudoinglesa que antes se ocupaba esporádicamente de mi educación lo habría calificado de flimsy, endeble, pero no solo el material ha sido adaptado a los nuevos tiempos, también el diseño, con su forma de aceituna y su corto cuello tubular en un extremo, asemejándose más, en realidad, a un pato abstracto de Brâncuşi que al papagayo que los italianos dicen ver en él.) En cualquier caso, lo significativo es que sigo usándolo con mala conciencia, y mi embarazo se incrementa a causa del tímido ceremonial con el que, en cada ocasión, Anna, Fedora, Aisha o Leila solían metérmelo debajo de la cama y llevárselo cada mañana, lleno y calentito, después de haberme puesto sobre la barriga la bandeja con el desayuno. Un bello testimonio del respeto y de la empatía que las madres muestran para con las insuficiencias de los críos a su cargo. Una especialidad de las mujeres mediterráneas, que han conseguido preservar cierta ingenuidad. Un nivel arcaico de la civilización. Folclor con valor de anticuario por el que a veces quisiera abofetearlas.

En pocas palabras: me voy adaptando a mis casi ochenta años de vida. Ahí están, por ejemplo, mis ojos. Me arden cuando los abro. Ahora leo demasiado, cosa que no hice en mis años jóvenes (leo de todo y de manera caótica: Norman Mailer y la Biblia; Panofsky y Handke; y, una y otra vez, Las afinidades electivas y El hombre sin atributos). No estoy seguro de si se trata de escapismo o de vicio (si fuera riguroso tendría que leer lo que dicen sobre el tedio los colegas Pascal, Kierkegaard y Heidegger). En cualquier caso, todo me conduce a cierta pérdida de la realidad (con una realidad ganada en otra dimensión). Las gafas de leer me reducen el mundo concreto en la misma medida en que me facilitan una ojeada profunda al universo abstracto de la letra impuesta. Que ahora tenga que usar gafas también para ver de lejos es algo que me hace temer a la posibilidad de perderme como un sonámbulo en la tierra de nadie de las realidades abstractas. Existencia de literatos. Mi vida entera me han resultado sospechosos los adeptos a la letra impresa (esos que a los trece años ya habían leído a Proust y pasan el resto de su vida como el colega Borges, coleccionando rarezas literarias). Pensionistas culturales de Mandelstam. Pero, ¿qué otra cosa le queda a uno? Lo que es viajar, he viajado bastante. Lo que es amar, he amado bastante, y de un modo bastante caótico. En realidad, no hay demasiadas formas de matar el tiempo de una manera inteligente.

Me he visto tumbado de espaldas (como el insecto de Kafka), con las patas hacia arriba dobladas como las de una parturienta, mientras me introducían un tubo por el recto y me llenaban de aire los intestinos. Era así que los franceses hacían confesar a los independentistas argelinos. Yo no tenía nada que confesar salvo mi escepticismo, también, para con la medicina científica. Aunque se dice que uno puede fiarse del bisturí de un cirujano. Sobre todo con los últimos avances de la tecnología. En el extremo del tubo acecha, como al final del brazo de una estrella de mar, el ojo larvario de una lente con una lamparita adosada para iluminar y examinar las paredes intestinales. La implacable embestida de esta salvadora linterna de minero al penetrar en los recovecos más intrincados de mi cuerpo no solo resulta extremadamente dolorosa, sino que tiene también su efecto psicológico colateral, su side effect. Yo detestaba a los médicos asistentes que se mostraban tan simpáticos en sus visitas matutinas: parecían sentir una alegría perversa ante los tormentos que se me infligían, como niños que descuartizan una rana. Yo ya no era ese simpático y anciano caballero (lo scrittore) alojado en una habitación privada exclusiva de ciertos pacientes, el señor con el que intercambiaban bromas mientras echaban una ojeada fugaz al registro de los niveles de fiebre colgado a los pies de la cama. (Yo nunca antes había tenido fiebre; salvo por los efectos colaterales de algunos trastornos intestinales estoy en plena forma […].) Aquí, en la sección de cirugía, era solo un objeto de estudio como otros cientos de pacientes. Carne de bisturí. De los resultados de tales pruebas dependerá la relativa distancia que separe a este o aquel fragmento de mi anatomía del cubo de la basura. Mi propia desnudez era un alegato en contra de mi pretensión de preservar cierta dignidad. (Una sensación similar a la del colonizador cristiano: ¡el salvaje desnudo!) En una ocasión, en Nueva York, mientras estaba sentado junto a otros objetos de estudio en la sala de espera de un departamento de Radiología, junto a madres negras, dependientas nicaragüenses, camioneros irlandeses, vendedores ambulantes bolivianos, barrenderos africanos y veteranos inmigrantes judíos, todos allí juntos, como niños huérfanos enfundados en unas batas verdes cerradas por delante y solo atadas por detrás, con las piernas al desnudo (piernas morenas, blancas, negras, gordas, flacas, peludas, lampiñas, varicosas; piernas atléticas o flácidas), una de aquellas batas sobre dos piernas sufrió un ataque de ira: al hombre enfundado en ella lo habían obligado a desvestirse y esperar, pero de pronto le dijeron que podía vestirse de nuevo ya que estaba en la sección equivocada; entonces aquel hombre empezó a vociferar: “And why did I have to strip naked?! You do everything to humiliate us!” [¡¿Por qué he tenido que desnudarme entonces?! ¡Ustedes hacen todo lo posible por humillarnos!]

¿Qué había ido a buscar a Bucarest? Simplemente, estar presente. Presente ¿en qué? ¿Para hacer qué? Había viajado con la intención espontánea de no perderme el momento en que cayeran las cadenas, cuando la bandera azul-amarilla-roja no solo ondeara como estandarte mítico de mi desacreditado origen en un país de opereta de los Balcanes, sino que –por fin liberada de las odiosas insignias de las dictaduras de la hoz y el martillo– se desplegara orgullosamente sobre una patria salida de las tinieblas reinantes tras el Telón de Acero para insertar su voz en el concierto de naciones libres y democráticas como socio comercial en una economía de libre mercado, como fiable compañero de armas y codiciado destino turístico. Con una conexión directa a la realidad. Sin embargo, el viaje no fue una buena idea. Rumania es un país surrealista. No es casualidad que hayan nacido allí tantos padres fundadores de la Iglesia Surrealista como Tristan Tzara y Eugène Ionesco (así como el gurú moldavo del propio Ionesco, Urmuz, que en tan solo doce páginas ha dejado una de las más importantes obras en prosa del más hondo sinsentido). A decir verdad Rumania es un país maravilloso: rico en montañas con vetas minerales, en bosques surcados por el rumor del viento, en viñedos rebosantes de uvas y campos de dorados trigales. Detrás se abren las estepas desde las cuales arribaron a lo largo de los milenios las bandadas de desgreñados nómadas, sus antecesores y sucesores: gépidos y cumanos, pechenegos y ávaros, hunos y húngaros, y por último los rusos y –del lado opuesto– los alemanes. Los turcos mantuvieron al país esclavizado durante siglos; la iglesia ortodoxa lo mantuvo en la ignorancia. Los hijos de los boyardos con su dandismo, estudiados en París, le trajeron la Ilustración y la sífilis; los ingenieros alemanes y franceses saquearon sus riquezas y lo dotaron de armas. Y lo único que este pueblo de siervos tratado a latigazos supo oponer a todo ello fue una tenacidad vital que –como la de Anteo– extraía su fuerza del suelo bajo sus pies y de la tierra removida por sus manos laboriosas. Hasta que el nacionalismo epidémico del siglo xix irrumpió también en una Rumania que despertaba y dotó al país del mito del origen de su pueblo, resultado de la unión de los amos universales romanos y los orgullosos dacios, con su característica manía de grandeza. Sin embargo, el que vino a sacar provecho de todo eso fue ese niño cambiado, ese trol llamado Nicolae Ceauşescu. (Quien a pesar de todo el odio era amado por su pueblo.)

Cuando hablo de Rumania con personas para las que ese país resulta tan ajeno como aquella otra tierra de fábula llamada Cipango (o como la propia Magrebinia a la que he dado vida con mis palabras), intento resaltar siempre algo esencial en un apresurado galope verbal a lo largo de su historia: un pueblo que ha de vivir con la conciencia de perderlo todo de un instante a otro o de ver destrozado todo lo construido con esfuerzo; un pueblo condenado a no tener nunca un orden duradero y obligado a servir a amos siempre nuevos; que ve siempre sus puntos de vista invalidados, sus planes estropeados y sus esfuerzos tutelados por incapacidad; un pueblo así –digo– no cree en el carácter unidimensional de lo real o de lo fáctico. Sencillamente, un pueblo así no cree en nada salvo en el sentido profundo del sinsentido. (También ello constituye una forma de tantear el sentido del mundo.) Un pueblo con un enorme talento para el arte. Artista de lo existencial.

Como ya he dicho, no viajé a Rumania solo, sino en compañía de mi amigo Tilman Spengler. También él tuvo que soportar mi parloteo sobre el mítico país de mi nacimiento. Rumania –le decía– no pertenece del todo a Europa, pero aún hoy forma parte de los imperios de leyenda de los otomanos y de zares (también los de corte comunista). Está más cerca de Bizancio que de esa Roma que con tanto gusto invoca. Su población es violenta a la manera asiática, pero está sometida al destino, como todos los pueblos eslavos. De la mano con esto van un oportunismo inescrupuloso, una astucia de orejas como las de un zorro, cierta grandeza de corazón y una forma específica de tomarse la vida a la ligera. También están presentes la sobriedad más prosaica y –por supuesto– el sentido del humor surrealista. Un sentido del absurdo, un sentido para lo irreal de la realidad. Pero eso ya se sabe.

Ése era él. Y frente a él, yo. El escritor de novelas baratas. Un cínico que ve en todo solo decadencia y voluntad de destrucción y de ello saca sus chistes. El autor de cáusticas críticas a la sociedad. El paródico al que los más nobles propósitos de la Humanidad solo le proporcionan material para sus sarcasmos. El irónico que considera la política un juego de charlatanes y criminales. El desacralizador de la cultura que prefiere mostrarse antes como barón que como intelectual. En pocas palabras: yo en la dudosa gloria de una imagen debida al éxito de un solo libro: Yo el magrebinio. Prototípico vástago de un mal afamado país de fábula, de lo cual se deriva una gran cantidad de epítetos: apátrida, pájaro que ensucia su propio nido, provocador. ¿Qué otras cosas se dicen de mí? Sí, claro: el esnob, el dandi, el mujeriego inescrupuloso, el irresponsable. Todo un talento, sí. Un hombre de gran carisma. El que sabe entretener con su borboteo de frases ingeniosas. Un “manitas” de la literatura, con la mano metida en muchos ajos literarios. Versado en el valor de los betunes y las variedades de whisky. Pero un inútil en todo. Un pícaro de mala fama. Sospechoso… Comprender todo eso cayó sobre mí con una furia implacable: cuánta razón tenía B. en sus advertencias en relación con esa imagen. ¿Acaso no todos los que me reconocían en el instante en que me ponía de pie estaban obligados a esperar de mí un chiste malicioso, una críptica frivolidad, un desafío? El autor de las Historias de Magrebinia da su opinión sobre la región del Danubio. ¿Cómo lo haría, en forma de cuplé? “En el vapor Pistakisch, una seductora dama, bien rellena, viajaba en primera clase, con camarote y cama, de Nagypalád a Viena…” ¡Ya lo ven! Esa era toda mi “realidad” en el ámbito lingüístico alemán. Como hombre y artista yo mismo me había incapacitado. El flagelo de la sátira con el que había azotado a todos diestramente me había golpeado en plena cara. Medio siglo de esfuerzos acarreando distintas épocas a fin de iluminar a ciertos mentecatos (y de preservar de paso la pureza de la lengua alemana) no había conseguido nada que mejorara mi imagen. Y aunque, como Rilke, me amonestase delante de un trozo del torso de Apolo diciéndome que había llegado la hora de cambiar de vida, era ya demasiado tarde.

Es verdad, sin embargo, que pude haber comprendido todo eso mucho antes. Aunque no habría podido hacerlo en otros tiempos prehistóricos, como en aquella época de fraternal unión con Ernst Schnabel y otros padres de la Iglesia de la cultura alemana de posguerra, sí que debí hacerlo unas décadas antes, a principios de los sesenta, por ejemplo, cuando también en la literatura alemana se estaba produciendo un “milagro” de reconstrucción. En fin, fue entonces cuando la revista ilustrada Quick, con la que colaboraba laboriosamente y ganaba bastante dinero (lo cual formaba parte de esos trabajos paralelos que por desgracia tenía que hacer entonces y que –digámoslo aquí de una vez, para que nos escuchen esos que consideran indigno que un escritor serio pueda escribir para esas revistas de cotilleo– aceptaba porque no era fácil mantener a tres hijos con el bolígrafo como único instrumento), me confió la labor de entrevistar a algunos de los colegas escritores que por entonces habían alcanzado verdadera fama literaria y honrado a su país con su escritura: en concreto se trataba del triunvirato formado por Heinrich Böll, Uwe Johnson y Günter Grass, tres voces escuchadas en todo el mundo, importantes desde el punto de vista histórico-cultural y, por lo tanto, también político. Böll, al preguntarle por teléfono si estaba dispuesto a hacer declaraciones sobre su vida personal, declinó la proposición educadamente. A Grass y a Johnson los vi en Berlín. En una pequeña pastelería de Charlottenburg se zamparon cantidades de café y de tarta a costa de la revista Quick y me dijeron fríamente que no pensaban aparecer en medios de comunicación junto a anuncios de pasta de dientes y sostenes. Hablaban a una voz, como Rosencrantz y Guildenstern, proclamando que no tenían intenciones de contribuir en ningún modo a la sociedad de consumo (la cual, dicho sea de paso, también consume libros). Consumieron todavía algunos trozos más de tarta y me dejaron allí, marchándose tan campantes. Debí entonces tomar ejemplo de ellos, pues a la larga la sociedad de consumo ha premiado la pureza de esa forma de preservar la propia imagen. Uwe Johnson murió como correspondía a su excentricismo: casi un joven artista muerto prematuramente en plena consumación de su madurez creativa (lo que se puede resumir con una de esas deliciosas palabras alemanas: un Frühvollendeter); sin embargo, sigue viviendo como un escritor alemán plenamente consciente de su valor. Si bien ahora pervive sobre el papel. A Günter Grass volví a tropezármelo años después en Frankfurt, durante la Feria del Libro, en el hotel Hessischer Hof. Llevaba puesto lo que en los años anteriores a la guerra se llamaba un traje Stresemann (chaqueta negra con chaleco gris de varios botones, combinada con pantalones de rayas grises y negras y corbata plateada) y bajaba las escaleras con tal diligencia que creí que se trataba del jefe de la recepción del hotel, que se apresuraba a saludar a lord Weidenfeld. Solo lo reconocí por el bigote. Cuando quise abordarlo, mostró no tener tiempo para mí: partía hacia una recepción del entonces canciller federal Helmut Schmidt. Había encontrado un nicho donde encajar en la historia universal, plantado allí con sus patitas fuertes y laboriosas, en medio de la realidad real de la vida. ¡Él sí que habría podido plantar cara a Otto de Habsburgo! Como también lo habría hecho, seguramente, mi examigo Schnabel. A pesar de sus piernas más cortas, habrían estado con él cara a cara, de hombre a hombre. No solo se lo permitía la imagen que compartían ambos como mediadores de la cultura, sino que esa imagen casi se lo exigía. No tenía sentido intentar igualarlos. También yo por entonces llevaba un bigote, pero eso era lo único que tenía en común con Grass y con Otto de Habsburgo. The missing link. Ninguna otra cosa nos vinculaba. De uno me separa su ingenua pureza; del otro, la voluntad artística de poder. De ambos me separaba el dudoso don de la ironía, la risotada nacida del odio.

Y por favor, que no se me malinterprete. Esto es un resumen, un informe de cuentas. Un documento sumamente personal. El lector es libre de ver en esto un fragmento de literatura desarrollada a partir de la tradición de las Confesiones del colega Jean-Jacques Rousseau. Una vuelta a la verdadera naturaleza del hombre. Y eso requiere paciencia. El hombre –incluso este de aquí: yo– es, como se sabe, una criatura compleja. Una criatura del tiempo, que cambia con su decurso. Pero dentro del hombre el tiempo se detiene. Solo es posible acercarse a él a través de los atajos del pasado, con ese gesto amplio y misterioso con el que mi padre (para exponer la placa de su cámara fotográfica antediluviana) levantaba la tapa de cuero de su objetivo y, tras unos mágicos segundos contados en voz alta, la dejaba caer de nuevo. Para describir lo que pretendo parafrasear aquí debo remontarme muy atrás en el tiempo y hacer una breve digresión: llevo muchas lunas cavilando sobre este asunto. Desde que fui a Bucarest, a Pondicherry y a Colonia. Y es ahí donde empieza el tiempo de exposición de la cámara, donde todo fue cobrando forma de imagen, revelándose, con el baño ácido de la televisión, si bien esta vez no ocurrió delante de la pantalla, sino delante de la cámara y en la propia cámara. Fue en Berlín. Me habían invitado, precisamente, para participar en lo que en el lenguaje troglodita del ramo se denomina un talk show, y viajé contra todo sabio consejo de B. (Creía que comportándome en público con la dignidad de un anciano podría corregir la imagen que se tenía de mí en Alemania.) Y el asunto, por supuesto, salió mal. Yo no conocía a la presentadora y, por desgracia, no tenía idea del grado de fama del que gozaba. ¡Y vaya si tenía fama! Cuando se acercó a saludarme antes del programa pensé distraídamente que se trataba de la maquillista, y le hice un gesto de rechazo agradecido. Y ella se vengó luego en la entrevista. Había estudiado mi imagen en Alemania lo suficiente como para concentrarse en mis puntos más vulnerables. (El mujeriego, etc.) Y para echar mano de todo el arsenal de tópicos feministas. No tardamos en estar en desacuerdo acerca de las diferencias entre hombres y mujeres. (Ella, fiel a su línea, creía que no había ninguna, y acabó invitando a las mujeres presentes en el plató para que me hicieran desistir de mi creencia de que existían esas diferencias.) Cuando acabó aquel espectáculo idiota me fui a pie hasta el hotel. Era invierno y hacía mucho frío. Entre los preparativos, la espera y la emisión del programa habían transcurrido varias horas. Se había hecho de noche y Berlín era una ciudad totalmente nevada. Un grueso tapiz blanco cubría edificios, árboles, calles y cualquier cosa a la intemperie. Las calles estaban poco iluminadas; el más puro blanco alumbraba aquella oscuridad. No pasaban coches; no se veía un alma. La nieve se tragaba mis pasos. Berlín me plantaba cara con una virginidad jamás experimentada antes: blanca en el espacio negro de la noche, como un negativo fotográfico. Vi la ciudad con los ojos de Ugo Mulas (ojos puros).

Era muy hermoso. También desde una perspectiva plástica era un negativo de la ciudad: el molde donde vaciar los distintos estados emocionales y las sensaciones de mis varios encuentros con aquella urbe (cire perdue para la producción literaria). Primero la Berlín de 1938: todavía una gran urbe, pero ya aséptica, esterilizada desde el punto de vista intelectual. Despojada de sus judíos y sometida a un proceso de igualación que se correspondiera con una sana mediocridad general. Capital de un imperio de bárbaros. Abstracción preparatoria de acontecimientos ya desencadenados con la propia abstracción. Ya no fluorescente en la pútrida decadencia de los años veinte (la época sistemática superada, cargada de maldiciones al “sistema”, como llamaban los nazis al periodo de la República de Weimar). Una ciudad consciente de su misión. Que anticipaba el futuro en una especie de futuridad transparente: con edificios en los que ya podían verse los esqueletos de sus ruinas. Allí pasé un angustioso verano poco después de la noche de Walpurgis del 12 de marzo de 1938 en Viena (con la anexión de Austria –más tarde llamada Ostmark o Marca del Este– al Tercer Reich); y fue allí donde empecé a escribir. A ciegas. Un soñador ambulante entre sonámbulos. Más tarde (de 1941 a 1944), bajo las “tormentas de acero” de los bombardeos, tuve la oportunidad de vivir de primera mano la experiencia de ser partícipe pasivo en los acontecimientos del mundo. The human touch. La miseria humana en vivo y en directo. Y luego la Berlín de 1945: la ciudad en ruinas, necrópolis de una leyenda trinitaria: la Berlín de Schinkel y de la Varnhagen; la Berlín de los desfachatados años veinte y la radiante (aunque vacía de espíritu) capital del Reich. Y no pasó mucho tiempo para que la ciudad se convirtiera otra vez en leyenda, con sus inválidos de guerra al estilo de George Grosz: amputada, desgarrada, cubierta de mugre, de costras, pero invariablemente berlinesa. La ciudad pionera que desarrolló su aislada parte occidental, inflada por el edema del hambre, hasta convertirla en una “cabeza de puente de la libertad” (mientras que su parte oriental siguió siendo más alemana). Ciudad pionera en equilibrio sobre la nada. En lo que luego se fue transformando en muchos sentidos.

De modo que llevo a Berlín en mi osamenta intelectual. La ciudad me formó como lo hizo en otro tiempo Bucarest. Como lo hizo luego Hamburgo, a orillas del Elba. Llevo a Berlín dentro de mí a través del tiempo presente, en la simultaneidad de todo el pasado vivido. La llevo como algo abigarrado, como corresponde a su evolución histórica. De esa primera ciudad –la de 1938– plasmé algo en mi novela Edipo en Stalingrado. En otro libro –La muerte de mi hermano Abel– hay algunas instantáneas de los tiempos heroicos. Hasta ahora no había dicho nada sobre la Berlín posterior a 1945. En aquella nevada noche de 1990 sentí cómo la ciudad pesaba sobre mi alma. Esa noche no regresé directamente al hotel, sino que recorrí una parte del antiguo lado occidental en el que habían tenido lugar algunos momentos significativos de mi vida. (Entre otras cosas, también, el principio de mi primer matrimonio.) Estaba tras el rastro de mi metamorfosis de 1938: entre ese estado de parálisis del escritor nómada, que devora la realidad desde dentro de una crisálida, y el momento de su despliegue (más tarde, después de 1945, en Hamburgo). Eran ya pasadas las doce cuando regresé a la habitación del hotel. Me senté y tomé apuntes de esas ideas, de los sentimientos expresables de ese paseo nocturno. Puesto que mi vuelo hacia Italia salía muy temprano, me levanté antes del amanecer, recogí mis pocas pertenencias y me hice llevar al aeropuerto. Cuando estaba en el aire me di cuenta de que había olvidado mis apuntes en el hotel.

La pérdida me pesó. Aunque supe cómo tomármela: si bien no directamente como metáfora de cierto modo de experimentar la realidad, por lo menos sí como el banal consuelo de que se trata de un autoengaño. Es probable que esas notas no contuvieran nada irremplazable. Conozco ese fantasma. Uno cree haber perdido algo, no sabe bien qué, y, al encontrarlo de nuevo, lo que se creía perdido se revela como algo absolutamente banal. Durante décadas, cada mañana al despertar, me ha torturado la impresión de que antes de quedarme dormido (cuando –¡por fin!– he conseguido quedarme dormido después de varias horas de insomnio mirando a la oscuridad) he tenido una idea que ha sido como una iluminación definitiva, no solo de la obra en la que estoy trabajando en ese momento, sino también de mí mismo: algo así como el secreto de mi existencia. Una palabra clave para el universo. ¡¡Y de pronto ya no la recuerdo!! ¡La he perdido! Paso entonces días cavilando sobre lo que pudo ser. En una ocasión, hace años, decidí tener siempre a mano junto a mi cama un cuaderno de apuntes, de modo que, en mi modorra, pudiera hacer anotaciones poco antes de deslizarme en el maravilloso inframundo de mi ego. Desde entonces me esfuerzo por plasmar esos instantes decisivos. Pero cuando el pensamiento verbal se desvía por un carril distinto al de la sensación que suscita, cuando lo semántico se desliga de la palabra y acaba desintegrándose, cuando se transforma en imágenes que tienen su sintaxis propia, su gramática pictográfica, me veo adentrándome en un agujero negro… Por supuesto que nunca conseguí plasmarme en el umbral de ese momento. Así que el cuaderno de apuntes permaneció vacío. Una mañana me levanté sabiendo que, una vez más, había encontrado y luego perdido una palabra clave para el universo, el secreto de la existencia, pero no había tenido la fuerza para dejar constancia escrita de lo que se desvanecía. Y una vez más estuve cavilando sobre ello durante días. Solo que en esta ocasión lo recordé: la idea que había tenido en aquel estado de modorra había sido que si alguna vez volvía a tener una idea importante debía asegurarme de anotarla.

No cabe duda de que con esos apuntes berlineses se había perdido algo irremplazable. Mis ideas habían sido entonces tan claras como la noche de nieve a través de la cual anduve. (Y así de frío era también el luto que guardaba en mi corazón por la ciudad de Berlín: una disposición fértil para la creación literaria.) Lo que recorrí entonces había formado parte antaño –¡antes del tiempo que pasé allí, hélas!– de las ciudades míticas del siglo: la gran urbe por excelencia; Babel de miles de lenguas que pugnaban entre ellas por la supremacía en las cuestiones del espíritu. Metrópoli pulsante de vida, burbujeante de vida, chispeante de vida, con los éxitos más grandes de nuestra época… Y esa ciudad se había rendido y entregado como escenario de uno de los poderes más siniestros. La puta Babilonia había traicionado al arte. Había traicionado el culto a los grandes fetiches de esa hora crepuscular de Occidente. Ya no cortejaba a los intelectuales judíos ni el magma fructífero de los accionistas de las fábricas de obuses de Renania, de los Junker, los mercachifles, los proxenetas y artistas del teatro o los militares decrépitos, sino a la mayor escoria del género humano: a los más rabiosos demagogos, nacidos en las cocinas de los traspatios y en los suburbios obreros, a los camaradas del Führer, sus correligionarios, cotemperamentarios y comalnacidos en las regiones alpinas, con su sobrehumana avidez de poder, poder, poder. La magnífica lengua polifónica de los decadentes había quedado achatada en un mismo acorde de mediocridad. Entre la riqueza de vocablos de los inhabilitados sobrevivientes resonaba ahora una única palabra: poder.

Y luego –cuando ese poder se desmoronó– Berlín, arrepentida (y en secreto, en una versión estilizada de sí misma), había intentado transformarse en el espectacular campo de batalla de ese naufragio. Y de ese modo se presentó: un cuerpo gravemente mutilado y remendado con coraje, aunque no ya, ciertamente, en el estilo de su amado hijo George Grosz (que también había quedado esterilizado); tampoco con la melodía de una canción brechtiana (al que también el elemento ideológico le había estropeado las notas). No: Berlín resurgió envuelta en el celofán de la mercadería de supermercado. Ciudad pionera en la conquista de lo abstracto, reconstruida sobre una pirámide de cráneos –los de millones de muertos–, partida a la mitad gracias a una equilibrada división del trabajo. Una mitad (la oriental), terreno de entrenamiento para la obstinación y la estupidez pequeñoburguesas; la otra mitad (la occidental), punta de lanza de la Guerra Fría. Y todo con la misma desfachatez de siempre. Sostenida en un afán de cultura tan osado como vano. Meretriz imperturbablemente ebria de sí misma, que ahora había tomado prestada como eslogan la mendacidad de uno de los más desdeñables embaucadores de nuestra época (también ebrio de sí mismo y de su PODER): I’m a Berliner!… ~

 

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Traducción de José Aníbal Campos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Los fragmentos aquí publicados fueron tomados de Greisengemurmel. Ein Rechenschaftsbericht, prólogo de Péter Esterházy, Berlín, Berliner Taschenbuch Verlag, 2005, pp. 15-17, 36-37, 55-57, 82-89 y 89-90.

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Nació en un coche de posta camino de Chernivtsi (Ucrania) en mayo de 1914. Fue novelista, crítico de arte, guionista y periodista. Bajo el título La gran trilogía (2009).


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