Ilustraciรณn: Oliver Flores

Murmuraciones de un viejo (fragmentos)

Estas memorias que exploran la vejez y el nomadismo son una muestra del enorme talento de un escritor que no escatimรณ sarcasmos para hablar de sรญ mismo y de su condiciรณn de apรกtrida. โ€œEl lector es libre de ver en esto un fragmento de literatura.โ€
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Reciรฉn salido del hospital, a poco de cumplir sus ochenta aรฑos, Gregor von Rezzori inicia un viaje literario que revive otros tres viajes reales emprendidos en aรฑos anteriores. Uno de ellos lo llevรณ, en enero de 1990, a Rumania, paรญs al que pertenecรญa por entonces la regiรณn de su infancia y su primera juventud. Las impresiones recogidas en ese peregrinar por las ruinas de lo que fue su Bucovina natal no son mรกs que el pretexto para que se ramifiquen, como fractales, las memorias de este “viejo” que, segรบn palabras de Pรฉter Esterhรกzy en el prรณlogo a este libro, “nunca tuvo menos de cuarenta aรฑos ni mรกs de sesenta”; memorias que empiezan a aflorar en estas pรกginas como los destellos irisados de la piel de unos esquivos peces atrapados en las redes del pasado y de las รฉpocas, como corresponde a la condiciรณn que se asignรณ Rezzori –el Epochenverschlepper, el mezclador de รฉpocas, regiones, lenguas y lugares, olores, colores, sabores y sinsabores.*

– Josรฉ Anรญbal Campos

Tal vez el egocentrismo sea un fenรณmeno de la vejez. Tal vez el mirarse el ombligo sea algo esencial en la vida de un escritor. (El yo como punto focal de toda visiรณn prรณxima o lejana.) Sea como fuere, lo cierto es que en estos dรญas de primavera se erige sobre mi existencia un sรญmbolo inequรญvoco de la ancianidad, emblema de la decrepitud y de su derecho a ser tratada con indulgencia: el orinal. Es mi contribuciรณn mรกs personal a la representaciรณn del ocaso de la vida. Me lo he traรญdo del hospital (en italiano lo llaman pappagallo) y tambiรฉn estรก asociado a muchos recuerdos de mi niรฑez, aunque ciertamente no es ya aquel querido y antiguo pot de chambre (potschampa, pronunciarรญamos en alemรกn) de pesada porcelana, objeto de las mรกs enconadas luchas de poder con mi hermana en la habitaciรณn de los niรฑos y que los interioristas de hoy compran en los mercadillos de anticuario para usarlos luego como floreros en sus diseรฑos para una habitaciรณn. (Enseres de ancianos.) En mi juventud el orinal era un objeto de uso imprescindible, tambiรฉn debajo de las mesillas de noche de los hoteles de provincia, en los que incitaban la imaginaciรณn, evocando las aventuras erรณticas de algunos viajantes de comercio. (Bellas mujeres voluptuosas con dessous victorianos, agachadas sobre รฉl con el trasero al desnudo, mientras el afortunado voyeur las contempla.) Ahora el orinal, tan rico en asociaciones, ha pasado a ser un objeto de plรกstico ligero como una pluma. (La gobernanta pseudoinglesa que antes se ocupaba esporรกdicamente de mi educaciรณn lo habrรญa calificado de flimsy, endeble, pero no solo el material ha sido adaptado a los nuevos tiempos, tambiรฉn el diseรฑo, con su forma de aceituna y su corto cuello tubular en un extremo, asemejรกndose mรกs, en realidad, a un pato abstracto de BrรขncuลŸi que al papagayo que los italianos dicen ver en รฉl.) En cualquier caso, lo significativo es que sigo usรกndolo con mala conciencia, y mi embarazo se incrementa a causa del tรญmido ceremonial con el que, en cada ocasiรณn, Anna, Fedora, Aisha o Leila solรญan metรฉrmelo debajo de la cama y llevรกrselo cada maรฑana, lleno y calentito, despuรฉs de haberme puesto sobre la barriga la bandeja con el desayuno. Un bello testimonio del respeto y de la empatรญa que las madres muestran para con las insuficiencias de los crรญos a su cargo. Una especialidad de las mujeres mediterrรกneas, que han conseguido preservar cierta ingenuidad. Un nivel arcaico de la civilizaciรณn. Folclor con valor de anticuario por el que a veces quisiera abofetearlas.

En pocas palabras: me voy adaptando a mis casi ochenta aรฑos de vida. Ahรญ estรกn, por ejemplo, mis ojos. Me arden cuando los abro. Ahora leo demasiado, cosa que no hice en mis aรฑos jรณvenes (leo de todo y de manera caรณtica: Norman Mailer y la Biblia; Panofsky y Handke; y, una y otra vez, Las afinidades electivas y El hombre sin atributos). No estoy seguro de si se trata de escapismo o de vicio (si fuera riguroso tendrรญa que leer lo que dicen sobre el tedio los colegas Pascal, Kierkegaard y Heidegger). En cualquier caso, todo me conduce a cierta pรฉrdida de la realidad (con una realidad ganada en otra dimensiรณn). Las gafas de leer me reducen el mundo concreto en la misma medida en que me facilitan una ojeada profunda al universo abstracto de la letra impuesta. Que ahora tenga que usar gafas tambiรฉn para ver de lejos es algo que me hace temer a la posibilidad de perderme como un sonรกmbulo en la tierra de nadie de las realidades abstractas. Existencia de literatos. Mi vida entera me han resultado sospechosos los adeptos a la letra impresa (esos que a los trece aรฑos ya habรญan leรญdo a Proust y pasan el resto de su vida como el colega Borges, coleccionando rarezas literarias). Pensionistas culturales de Mandelstam. Pero, ¿quรฉ otra cosa le queda a uno? Lo que es viajar, he viajado bastante. Lo que es amar, he amado bastante, y de un modo bastante caรณtico. En realidad, no hay demasiadas formas de matar el tiempo de una manera inteligente.

Me he visto tumbado de espaldas (como el insecto de Kafka), con las patas hacia arriba dobladas como las de una parturienta, mientras me introducรญan un tubo por el recto y me llenaban de aire los intestinos. Era asรญ que los franceses hacรญan confesar a los independentistas argelinos. Yo no tenรญa nada que confesar salvo mi escepticismo, tambiรฉn, para con la medicina cientรญfica. Aunque se dice que uno puede fiarse del bisturรญ de un cirujano. Sobre todo con los รบltimos avances de la tecnologรญa. En el extremo del tubo acecha, como al final del brazo de una estrella de mar, el ojo larvario de una lente con una lamparita adosada para iluminar y examinar las paredes intestinales. La implacable embestida de esta salvadora linterna de minero al penetrar en los recovecos mรกs intrincados de mi cuerpo no solo resulta extremadamente dolorosa, sino que tiene tambiรฉn su efecto psicolรณgico colateral, su side effect. Yo detestaba a los mรฉdicos asistentes que se mostraban tan simpรกticos en sus visitas matutinas: parecรญan sentir una alegrรญa perversa ante los tormentos que se me infligรญan, como niรฑos que descuartizan una rana. Yo ya no era ese simpรกtico y anciano caballero (lo scrittore) alojado en una habitaciรณn privada exclusiva de ciertos pacientes, el seรฑor con el que intercambiaban bromas mientras echaban una ojeada fugaz al registro de los niveles de fiebre colgado a los pies de la cama. (Yo nunca antes habรญa tenido fiebre; salvo por los efectos colaterales de algunos trastornos intestinales estoy en plena forma […].) Aquรญ, en la secciรณn de cirugรญa, era solo un objeto de estudio como otros cientos de pacientes. Carne de bisturรญ. De los resultados de tales pruebas dependerรก la relativa distancia que separe a este o aquel fragmento de mi anatomรญa del cubo de la basura. Mi propia desnudez era un alegato en contra de mi pretensiรณn de preservar cierta dignidad. (Una sensaciรณn similar a la del colonizador cristiano: ¡el salvaje desnudo!) En una ocasiรณn, en Nueva York, mientras estaba sentado junto a otros objetos de estudio en la sala de espera de un departamento de Radiologรญa, junto a madres negras, dependientas nicaragรผenses, camioneros irlandeses, vendedores ambulantes bolivianos, barrenderos africanos y veteranos inmigrantes judรญos, todos allรญ juntos, como niรฑos huรฉrfanos enfundados en unas batas verdes cerradas por delante y solo atadas por detrรกs, con las piernas al desnudo (piernas morenas, blancas, negras, gordas, flacas, peludas, lampiรฑas, varicosas; piernas atlรฉticas o flรกcidas), una de aquellas batas sobre dos piernas sufriรณ un ataque de ira: al hombre enfundado en ella lo habรญan obligado a desvestirse y esperar, pero de pronto le dijeron que podรญa vestirse de nuevo ya que estaba en la secciรณn equivocada; entonces aquel hombre empezรณ a vociferar: “And why did I have to strip naked?! You do everything to humiliate us!” [¡¿Por quรฉ he tenido que desnudarme entonces?! ¡Ustedes hacen todo lo posible por humillarnos!]

¿Quรฉ habรญa ido a buscar a Bucarest? Simplemente, estar presente. Presente ¿en quรฉ? ¿Para hacer quรฉ? Habรญa viajado con la intenciรณn espontรกnea de no perderme el momento en que cayeran las cadenas, cuando la bandera azul-amarilla-roja no solo ondeara como estandarte mรญtico de mi desacreditado origen en un paรญs de opereta de los Balcanes, sino que –por fin liberada de las odiosas insignias de las dictaduras de la hoz y el martillo– se desplegara orgullosamente sobre una patria salida de las tinieblas reinantes tras el Telรณn de Acero para insertar su voz en el concierto de naciones libres y democrรกticas como socio comercial en una economรญa de libre mercado, como fiable compaรฑero de armas y codiciado destino turรญstico. Con una conexiรณn directa a la realidad. Sin embargo, el viaje no fue una buena idea. Rumania es un paรญs surrealista. No es casualidad que hayan nacido allรญ tantos padres fundadores de la Iglesia Surrealista como Tristan Tzara y Eugรจne Ionesco (asรญ como el gurรบ moldavo del propio Ionesco, Urmuz, que en tan solo doce pรกginas ha dejado una de las mรกs importantes obras en prosa del mรกs hondo sinsentido). A decir verdad Rumania es un paรญs maravilloso: rico en montaรฑas con vetas minerales, en bosques surcados por el rumor del viento, en viรฑedos rebosantes de uvas y campos de dorados trigales. Detrรกs se abren las estepas desde las cuales arribaron a lo largo de los milenios las bandadas de desgreรฑados nรณmadas, sus antecesores y sucesores: gรฉpidos y cumanos, pechenegos y รกvaros, hunos y hรบngaros, y por รบltimo los rusos y –del lado opuesto– los alemanes. Los turcos mantuvieron al paรญs esclavizado durante siglos; la iglesia ortodoxa lo mantuvo en la ignorancia. Los hijos de los boyardos con su dandismo, estudiados en Parรญs, le trajeron la Ilustraciรณn y la sรญfilis; los ingenieros alemanes y franceses saquearon sus riquezas y lo dotaron de armas. Y lo รบnico que este pueblo de siervos tratado a latigazos supo oponer a todo ello fue una tenacidad vital que –como la de Anteo– extraรญa su fuerza del suelo bajo sus pies y de la tierra removida por sus manos laboriosas. Hasta que el nacionalismo epidรฉmico del siglo xix irrumpiรณ tambiรฉn en una Rumania que despertaba y dotรณ al paรญs del mito del origen de su pueblo, resultado de la uniรณn de los amos universales romanos y los orgullosos dacios, con su caracterรญstica manรญa de grandeza. Sin embargo, el que vino a sacar provecho de todo eso fue ese niรฑo cambiado, ese trol llamado Nicolae CeauลŸescu. (Quien a pesar de todo el odio era amado por su pueblo.)

Cuando hablo de Rumania con personas para las que ese paรญs resulta tan ajeno como aquella otra tierra de fรกbula llamada Cipango (o como la propia Magrebinia a la que he dado vida con mis palabras), intento resaltar siempre algo esencial en un apresurado galope verbal a lo largo de su historia: un pueblo que ha de vivir con la conciencia de perderlo todo de un instante a otro o de ver destrozado todo lo construido con esfuerzo; un pueblo condenado a no tener nunca un orden duradero y obligado a servir a amos siempre nuevos; que ve siempre sus puntos de vista invalidados, sus planes estropeados y sus esfuerzos tutelados por incapacidad; un pueblo asรญ –digo– no cree en el carรกcter unidimensional de lo real o de lo fรกctico. Sencillamente, un pueblo asรญ no cree en nada salvo en el sentido profundo del sinsentido. (Tambiรฉn ello constituye una forma de tantear el sentido del mundo.) Un pueblo con un enorme talento para el arte. Artista de lo existencial.

Como ya he dicho, no viajรฉ a Rumania solo, sino en compaรฑรญa de mi amigo Tilman Spengler. Tambiรฉn รฉl tuvo que soportar mi parloteo sobre el mรญtico paรญs de mi nacimiento. Rumania –le decรญa– no pertenece del todo a Europa, pero aรบn hoy forma parte de los imperios de leyenda de los otomanos y de zares (tambiรฉn los de corte comunista). Estรก mรกs cerca de Bizancio que de esa Roma que con tanto gusto invoca. Su poblaciรณn es violenta a la manera asiรกtica, pero estรก sometida al destino, como todos los pueblos eslavos. De la mano con esto van un oportunismo inescrupuloso, una astucia de orejas como las de un zorro, cierta grandeza de corazรณn y una forma especรญfica de tomarse la vida a la ligera. Tambiรฉn estรกn presentes la sobriedad mรกs prosaica y –por supuesto– el sentido del humor surrealista. Un sentido del absurdo, un sentido para lo irreal de la realidad. Pero eso ya se sabe.

ร‰se era รฉl. Y frente a รฉl, yo. El escritor de novelas baratas. Un cรญnico que ve en todo solo decadencia y voluntad de destrucciรณn y de ello saca sus chistes. El autor de cรกusticas crรญticas a la sociedad. El parรณdico al que los mรกs nobles propรณsitos de la Humanidad solo le proporcionan material para sus sarcasmos. El irรณnico que considera la polรญtica un juego de charlatanes y criminales. El desacralizador de la cultura que prefiere mostrarse antes como barรณn que como intelectual. En pocas palabras: yo en la dudosa gloria de una imagen debida al รฉxito de un solo libro: Yo el magrebinio. Prototรญpico vรกstago de un mal afamado paรญs de fรกbula, de lo cual se deriva una gran cantidad de epรญtetos: apรกtrida, pรกjaro que ensucia su propio nido, provocador. ¿Quรฉ otras cosas se dicen de mรญ? Sรญ, claro: el esnob, el dandi, el mujeriego inescrupuloso, el irresponsable. Todo un talento, sรญ. Un hombre de gran carisma. El que sabe entretener con su borboteo de frases ingeniosas. Un “manitas” de la literatura, con la mano metida en muchos ajos literarios. Versado en el valor de los betunes y las variedades de whisky. Pero un inรบtil en todo. Un pรญcaro de mala fama. Sospechoso… Comprender todo eso cayรณ sobre mรญ con una furia implacable: cuรกnta razรณn tenรญa B. en sus advertencias en relaciรณn con esa imagen. ¿Acaso no todos los que me reconocรญan en el instante en que me ponรญa de pie estaban obligados a esperar de mรญ un chiste malicioso, una crรญptica frivolidad, un desafรญo? El autor de las Historias de Magrebinia da su opiniรณn sobre la regiรณn del Danubio. ¿Cรณmo lo harรญa, en forma de cuplรฉ? “En el vapor Pistakisch, una seductora dama, bien rellena, viajaba en primera clase, con camarote y cama, de Nagypalรกd a Viena…” ¡Ya lo ven! Esa era toda mi “realidad” en el รกmbito lingรผรญstico alemรกn. Como hombre y artista yo mismo me habรญa incapacitado. El flagelo de la sรกtira con el que habรญa azotado a todos diestramente me habรญa golpeado en plena cara. Medio siglo de esfuerzos acarreando distintas รฉpocas a fin de iluminar a ciertos mentecatos (y de preservar de paso la pureza de la lengua alemana) no habรญa conseguido nada que mejorara mi imagen. Y aunque, como Rilke, me amonestase delante de un trozo del torso de Apolo diciรฉndome que habรญa llegado la hora de cambiar de vida, era ya demasiado tarde.

Es verdad, sin embargo, que pude haber comprendido todo eso mucho antes. Aunque no habrรญa podido hacerlo en otros tiempos prehistรณricos, como en aquella รฉpoca de fraternal uniรณn con Ernst Schnabel y otros padres de la Iglesia de la cultura alemana de posguerra, sรญ que debรญ hacerlo unas dรฉcadas antes, a principios de los sesenta, por ejemplo, cuando tambiรฉn en la literatura alemana se estaba produciendo un “milagro” de reconstrucciรณn. En fin, fue entonces cuando la revista ilustrada Quick, con la que colaboraba laboriosamente y ganaba bastante dinero (lo cual formaba parte de esos trabajos paralelos que por desgracia tenรญa que hacer entonces y que –digรกmoslo aquรญ de una vez, para que nos escuchen esos que consideran indigno que un escritor serio pueda escribir para esas revistas de cotilleo– aceptaba porque no era fรกcil mantener a tres hijos con el bolรญgrafo como รบnico instrumento), me confiรณ la labor de entrevistar a algunos de los colegas escritores que por entonces habรญan alcanzado verdadera fama literaria y honrado a su paรญs con su escritura: en concreto se trataba del triunvirato formado por Heinrich Bรถll, Uwe Johnson y Gรผnter Grass, tres voces escuchadas en todo el mundo, importantes desde el punto de vista histรณrico-cultural y, por lo tanto, tambiรฉn polรญtico. Bรถll, al preguntarle por telรฉfono si estaba dispuesto a hacer declaraciones sobre su vida personal, declinรณ la proposiciรณn educadamente. A Grass y a Johnson los vi en Berlรญn. En una pequeรฑa pastelerรญa de Charlottenburg se zamparon cantidades de cafรฉ y de tarta a costa de la revista Quick y me dijeron frรญamente que no pensaban aparecer en medios de comunicaciรณn junto a anuncios de pasta de dientes y sostenes. Hablaban a una voz, como Rosencrantz y Guildenstern, proclamando que no tenรญan intenciones de contribuir en ningรบn modo a la sociedad de consumo (la cual, dicho sea de paso, tambiรฉn consume libros). Consumieron todavรญa algunos trozos mรกs de tarta y me dejaron allรญ, marchรกndose tan campantes. Debรญ entonces tomar ejemplo de ellos, pues a la larga la sociedad de consumo ha premiado la pureza de esa forma de preservar la propia imagen. Uwe Johnson muriรณ como correspondรญa a su excentricismo: casi un joven artista muerto prematuramente en plena consumaciรณn de su madurez creativa (lo que se puede resumir con una de esas deliciosas palabras alemanas: un Frรผhvollendeter); sin embargo, sigue viviendo como un escritor alemรกn plenamente consciente de su valor. Si bien ahora pervive sobre el papel. A Gรผnter Grass volvรญ a tropezรกrmelo aรฑos despuรฉs en Frankfurt, durante la Feria del Libro, en el hotel Hessischer Hof. Llevaba puesto lo que en los aรฑos anteriores a la guerra se llamaba un traje Stresemann (chaqueta negra con chaleco gris de varios botones, combinada con pantalones de rayas grises y negras y corbata plateada) y bajaba las escaleras con tal diligencia que creรญ que se trataba del jefe de la recepciรณn del hotel, que se apresuraba a saludar a lord Weidenfeld. Solo lo reconocรญ por el bigote. Cuando quise abordarlo, mostrรณ no tener tiempo para mรญ: partรญa hacia una recepciรณn del entonces canciller federal Helmut Schmidt. Habรญa encontrado un nicho donde encajar en la historia universal, plantado allรญ con sus patitas fuertes y laboriosas, en medio de la realidad real de la vida. ¡ร‰l sรญ que habrรญa podido plantar cara a Otto de Habsburgo! Como tambiรฉn lo habrรญa hecho, seguramente, mi examigo Schnabel. A pesar de sus piernas mรกs cortas, habrรญan estado con รฉl cara a cara, de hombre a hombre. No solo se lo permitรญa la imagen que compartรญan ambos como mediadores de la cultura, sino que esa imagen casi se lo exigรญa. No tenรญa sentido intentar igualarlos. Tambiรฉn yo por entonces llevaba un bigote, pero eso era lo รบnico que tenรญa en comรบn con Grass y con Otto de Habsburgo. The missing link. Ninguna otra cosa nos vinculaba. De uno me separa su ingenua pureza; del otro, la voluntad artรญstica de poder. De ambos me separaba el dudoso don de la ironรญa, la risotada nacida del odio.

Y por favor, que no se me malinterprete. Esto es un resumen, un informe de cuentas. Un documento sumamente personal. El lector es libre de ver en esto un fragmento de literatura desarrollada a partir de la tradiciรณn de las Confesiones del colega Jean-Jacques Rousseau. Una vuelta a la verdadera naturaleza del hombre. Y eso requiere paciencia. El hombre –incluso este de aquรญ: yo– es, como se sabe, una criatura compleja. Una criatura del tiempo, que cambia con su decurso. Pero dentro del hombre el tiempo se detiene. Solo es posible acercarse a รฉl a travรฉs de los atajos del pasado, con ese gesto amplio y misterioso con el que mi padre (para exponer la placa de su cรกmara fotogrรกfica antediluviana) levantaba la tapa de cuero de su objetivo y, tras unos mรกgicos segundos contados en voz alta, la dejaba caer de nuevo. Para describir lo que pretendo parafrasear aquรญ debo remontarme muy atrรกs en el tiempo y hacer una breve digresiรณn: llevo muchas lunas cavilando sobre este asunto. Desde que fui a Bucarest, a Pondicherry y a Colonia. Y es ahรญ donde empieza el tiempo de exposiciรณn de la cรกmara, donde todo fue cobrando forma de imagen, revelรกndose, con el baรฑo รกcido de la televisiรณn, si bien esta vez no ocurriรณ delante de la pantalla, sino delante de la cรกmara y en la propia cรกmara. Fue en Berlรญn. Me habรญan invitado, precisamente, para participar en lo que en el lenguaje troglodita del ramo se denomina un talk show, y viajรฉ contra todo sabio consejo de B. (Creรญa que comportรกndome en pรบblico con la dignidad de un anciano podrรญa corregir la imagen que se tenรญa de mรญ en Alemania.) Y el asunto, por supuesto, saliรณ mal. Yo no conocรญa a la presentadora y, por desgracia, no tenรญa idea del grado de fama del que gozaba. ¡Y vaya si tenรญa fama! Cuando se acercรณ a saludarme antes del programa pensรฉ distraรญdamente que se trataba de la maquillista, y le hice un gesto de rechazo agradecido. Y ella se vengรณ luego en la entrevista. Habรญa estudiado mi imagen en Alemania lo suficiente como para concentrarse en mis puntos mรกs vulnerables. (El mujeriego, etc.) Y para echar mano de todo el arsenal de tรณpicos feministas. No tardamos en estar en desacuerdo acerca de las diferencias entre hombres y mujeres. (Ella, fiel a su lรญnea, creรญa que no habรญa ninguna, y acabรณ invitando a las mujeres presentes en el platรณ para que me hicieran desistir de mi creencia de que existรญan esas diferencias.) Cuando acabรณ aquel espectรกculo idiota me fui a pie hasta el hotel. Era invierno y hacรญa mucho frรญo. Entre los preparativos, la espera y la emisiรณn del programa habรญan transcurrido varias horas. Se habรญa hecho de noche y Berlรญn era una ciudad totalmente nevada. Un grueso tapiz blanco cubrรญa edificios, รกrboles, calles y cualquier cosa a la intemperie. Las calles estaban poco iluminadas; el mรกs puro blanco alumbraba aquella oscuridad. No pasaban coches; no se veรญa un alma. La nieve se tragaba mis pasos. Berlรญn me plantaba cara con una virginidad jamรกs experimentada antes: blanca en el espacio negro de la noche, como un negativo fotogrรกfico. Vi la ciudad con los ojos de Ugo Mulas (ojos puros).

Era muy hermoso. Tambiรฉn desde una perspectiva plรกstica era un negativo de la ciudad: el molde donde vaciar los distintos estados emocionales y las sensaciones de mis varios encuentros con aquella urbe (cire perdue para la producciรณn literaria). Primero la Berlรญn de 1938: todavรญa una gran urbe, pero ya asรฉptica, esterilizada desde el punto de vista intelectual. Despojada de sus judรญos y sometida a un proceso de igualaciรณn que se correspondiera con una sana mediocridad general. Capital de un imperio de bรกrbaros. Abstracciรณn preparatoria de acontecimientos ya desencadenados con la propia abstracciรณn. Ya no fluorescente en la pรบtrida decadencia de los aรฑos veinte (la รฉpoca sistemรกtica superada, cargada de maldiciones al “sistema”, como llamaban los nazis al periodo de la Repรบblica de Weimar). Una ciudad consciente de su misiรณn. Que anticipaba el futuro en una especie de futuridad transparente: con edificios en los que ya podรญan verse los esqueletos de sus ruinas. Allรญ pasรฉ un angustioso verano poco despuรฉs de la noche de Walpurgis del 12 de marzo de 1938 en Viena (con la anexiรณn de Austria –mรกs tarde llamada Ostmark o Marca del Este– al Tercer Reich); y fue allรญ donde empecรฉ a escribir. A ciegas. Un soรฑador ambulante entre sonรกmbulos. Mรกs tarde (de 1941 a 1944), bajo las “tormentas de acero” de los bombardeos, tuve la oportunidad de vivir de primera mano la experiencia de ser partรญcipe pasivo en los acontecimientos del mundo. The human touch. La miseria humana en vivo y en directo. Y luego la Berlรญn de 1945: la ciudad en ruinas, necrรณpolis de una leyenda trinitaria: la Berlรญn de Schinkel y de la Varnhagen; la Berlรญn de los desfachatados aรฑos veinte y la radiante (aunque vacรญa de espรญritu) capital del Reich. Y no pasรณ mucho tiempo para que la ciudad se convirtiera otra vez en leyenda, con sus invรกlidos de guerra al estilo de George Grosz: amputada, desgarrada, cubierta de mugre, de costras, pero invariablemente berlinesa. La ciudad pionera que desarrollรณ su aislada parte occidental, inflada por el edema del hambre, hasta convertirla en una “cabeza de puente de la libertad” (mientras que su parte oriental siguiรณ siendo mรกs alemana). Ciudad pionera en equilibrio sobre la nada. En lo que luego se fue transformando en muchos sentidos.

De modo que llevo a Berlรญn en mi osamenta intelectual. La ciudad me formรณ como lo hizo en otro tiempo Bucarest. Como lo hizo luego Hamburgo, a orillas del Elba. Llevo a Berlรญn dentro de mรญ a travรฉs del tiempo presente, en la simultaneidad de todo el pasado vivido. La llevo como algo abigarrado, como corresponde a su evoluciรณn histรณrica. De esa primera ciudad –la de 1938– plasmรฉ algo en mi novela Edipo en Stalingrado. En otro libro –La muerte de mi hermano Abel– hay algunas instantรกneas de los tiempos heroicos. Hasta ahora no habรญa dicho nada sobre la Berlรญn posterior a 1945. En aquella nevada noche de 1990 sentรญ cรณmo la ciudad pesaba sobre mi alma. Esa noche no regresรฉ directamente al hotel, sino que recorrรญ una parte del antiguo lado occidental en el que habรญan tenido lugar algunos momentos significativos de mi vida. (Entre otras cosas, tambiรฉn, el principio de mi primer matrimonio.) Estaba tras el rastro de mi metamorfosis de 1938: entre ese estado de parรกlisis del escritor nรณmada, que devora la realidad desde dentro de una crisรกlida, y el momento de su despliegue (mรกs tarde, despuรฉs de 1945, en Hamburgo). Eran ya pasadas las doce cuando regresรฉ a la habitaciรณn del hotel. Me sentรฉ y tomรฉ apuntes de esas ideas, de los sentimientos expresables de ese paseo nocturno. Puesto que mi vuelo hacia Italia salรญa muy temprano, me levantรฉ antes del amanecer, recogรญ mis pocas pertenencias y me hice llevar al aeropuerto. Cuando estaba en el aire me di cuenta de que habรญa olvidado mis apuntes en el hotel.

La pรฉrdida me pesรณ. Aunque supe cรณmo tomรกrmela: si bien no directamente como metรกfora de cierto modo de experimentar la realidad, por lo menos sรญ como el banal consuelo de que se trata de un autoengaรฑo. Es probable que esas notas no contuvieran nada irremplazable. Conozco ese fantasma. Uno cree haber perdido algo, no sabe bien quรฉ, y, al encontrarlo de nuevo, lo que se creรญa perdido se revela como algo absolutamente banal. Durante dรฉcadas, cada maรฑana al despertar, me ha torturado la impresiรณn de que antes de quedarme dormido (cuando –¡por fin!– he conseguido quedarme dormido despuรฉs de varias horas de insomnio mirando a la oscuridad) he tenido una idea que ha sido como una iluminaciรณn definitiva, no solo de la obra en la que estoy trabajando en ese momento, sino tambiรฉn de mรญ mismo: algo asรญ como el secreto de mi existencia. Una palabra clave para el universo. ¡¡Y de pronto ya no la recuerdo!! ¡La he perdido! Paso entonces dรญas cavilando sobre lo que pudo ser. En una ocasiรณn, hace aรฑos, decidรญ tener siempre a mano junto a mi cama un cuaderno de apuntes, de modo que, en mi modorra, pudiera hacer anotaciones poco antes de deslizarme en el maravilloso inframundo de mi ego. Desde entonces me esfuerzo por plasmar esos instantes decisivos. Pero cuando el pensamiento verbal se desvรญa por un carril distinto al de la sensaciรณn que suscita, cuando lo semรกntico se desliga de la palabra y acaba desintegrรกndose, cuando se transforma en imรกgenes que tienen su sintaxis propia, su gramรกtica pictogrรกfica, me veo adentrรกndome en un agujero negro… Por supuesto que nunca conseguรญ plasmarme en el umbral de ese momento. Asรญ que el cuaderno de apuntes permaneciรณ vacรญo. Una maรฑana me levantรฉ sabiendo que, una vez mรกs, habรญa encontrado y luego perdido una palabra clave para el universo, el secreto de la existencia, pero no habรญa tenido la fuerza para dejar constancia escrita de lo que se desvanecรญa. Y una vez mรกs estuve cavilando sobre ello durante dรญas. Solo que en esta ocasiรณn lo recordรฉ: la idea que habรญa tenido en aquel estado de modorra habรญa sido que si alguna vez volvรญa a tener una idea importante debรญa asegurarme de anotarla.

No cabe duda de que con esos apuntes berlineses se habรญa perdido algo irremplazable. Mis ideas habรญan sido entonces tan claras como la noche de nieve a travรฉs de la cual anduve. (Y asรญ de frรญo era tambiรฉn el luto que guardaba en mi corazรณn por la ciudad de Berlรญn: una disposiciรณn fรฉrtil para la creaciรณn literaria.) Lo que recorrรญ entonces habรญa formado parte antaรฑo –¡antes del tiempo que pasรฉ allรญ, hรฉlas!– de las ciudades mรญticas del siglo: la gran urbe por excelencia; Babel de miles de lenguas que pugnaban entre ellas por la supremacรญa en las cuestiones del espรญritu. Metrรณpoli pulsante de vida, burbujeante de vida, chispeante de vida, con los รฉxitos mรกs grandes de nuestra รฉpoca… Y esa ciudad se habรญa rendido y entregado como escenario de uno de los poderes mรกs siniestros. La puta Babilonia habรญa traicionado al arte. Habรญa traicionado el culto a los grandes fetiches de esa hora crepuscular de Occidente. Ya no cortejaba a los intelectuales judรญos ni el magma fructรญfero de los accionistas de las fรกbricas de obuses de Renania, de los Junker, los mercachifles, los proxenetas y artistas del teatro o los militares decrรฉpitos, sino a la mayor escoria del gรฉnero humano: a los mรกs rabiosos demagogos, nacidos en las cocinas de los traspatios y en los suburbios obreros, a los camaradas del Fรผhrer, sus correligionarios, cotemperamentarios y comalnacidos en las regiones alpinas, con su sobrehumana avidez de poder, poder, poder. La magnรญfica lengua polifรณnica de los decadentes habรญa quedado achatada en un mismo acorde de mediocridad. Entre la riqueza de vocablos de los inhabilitados sobrevivientes resonaba ahora una รบnica palabra: poder.

Y luego –cuando ese poder se desmoronรณ– Berlรญn, arrepentida (y en secreto, en una versiรณn estilizada de sรญ misma), habรญa intentado transformarse en el espectacular campo de batalla de ese naufragio. Y de ese modo se presentรณ: un cuerpo gravemente mutilado y remendado con coraje, aunque no ya, ciertamente, en el estilo de su amado hijo George Grosz (que tambiรฉn habรญa quedado esterilizado); tampoco con la melodรญa de una canciรณn brechtiana (al que tambiรฉn el elemento ideolรณgico le habรญa estropeado las notas). No: Berlรญn resurgiรณ envuelta en el celofรกn de la mercaderรญa de supermercado. Ciudad pionera en la conquista de lo abstracto, reconstruida sobre una pirรกmide de crรกneos –los de millones de muertos–, partida a la mitad gracias a una equilibrada divisiรณn del trabajo. Una mitad (la oriental), terreno de entrenamiento para la obstinaciรณn y la estupidez pequeรฑoburguesas; la otra mitad (la occidental), punta de lanza de la Guerra Frรญa. Y todo con la misma desfachatez de siempre. Sostenida en un afรกn de cultura tan osado como vano. Meretriz imperturbablemente ebria de sรญ misma, que ahora habรญa tomado prestada como eslogan la mendacidad de uno de los mรกs desdeรฑables embaucadores de nuestra รฉpoca (tambiรฉn ebrio de sรญ mismo y de su PODER): I’m a Berliner!… ~

 

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Traducciรณn de Josรฉ Anรญbal Campos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Los fragmentos aquรญ publicados fueron tomados de Greisengemurmel. Ein Rechenschaftsbericht, prรณlogo de Pรฉter Esterhรกzy, Berlรญn, Berliner Taschenbuch Verlag, 2005, pp. 15-17, 36-37, 55-57, 82-89 y 89-90.

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Naciรณ en un coche de posta camino de Chernivtsi (Ucrania) en mayo de 1914. Fue novelista, crรญtico de arte, guionista y periodista. Bajo el tรญtulo La gran trilogรญa (2009).


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