Recién salido del hospital, a poco de cumplir sus ochenta años, Gregor von Rezzori inicia un viaje literario que revive otros tres viajes reales emprendidos en años anteriores. Uno de ellos lo llevó, en enero de 1990, a Rumania, país al que pertenecía por entonces la región de su infancia y su primera juventud. Las impresiones recogidas en ese peregrinar por las ruinas de lo que fue su Bucovina natal no son más que el pretexto para que se ramifiquen, como fractales, las memorias de este “viejo” que, según palabras de Péter Esterházy en el prólogo a este libro, “nunca tuvo menos de cuarenta años ni más de sesenta”; memorias que empiezan a aflorar en estas páginas como los destellos irisados de la piel de unos esquivos peces atrapados en las redes del pasado y de las épocas, como corresponde a la condición que se asignó Rezzori –el Epochenverschlepper, el mezclador de épocas, regiones, lenguas y lugares, olores, colores, sabores y sinsabores.*
– José Aníbal Campos
Tal vez el egocentrismo sea un fenómeno de la vejez. Tal vez el mirarse el ombligo sea algo esencial en la vida de un escritor. (El yo como punto focal de toda visión próxima o lejana.) Sea como fuere, lo cierto es que en estos días de primavera se erige sobre mi existencia un símbolo inequívoco de la ancianidad, emblema de la decrepitud y de su derecho a ser tratada con indulgencia: el orinal. Es mi contribución más personal a la representación del ocaso de la vida. Me lo he traído del hospital (en italiano lo llaman pappagallo) y también está asociado a muchos recuerdos de mi niñez, aunque ciertamente no es ya aquel querido y antiguo pot de chambre (potschampa, pronunciaríamos en alemán) de pesada porcelana, objeto de las más enconadas luchas de poder con mi hermana en la habitación de los niños y que los interioristas de hoy compran en los mercadillos de anticuario para usarlos luego como floreros en sus diseños para una habitación. (Enseres de ancianos.) En mi juventud el orinal era un objeto de uso imprescindible, también debajo de las mesillas de noche de los hoteles de provincia, en los que incitaban la imaginación, evocando las aventuras eróticas de algunos viajantes de comercio. (Bellas mujeres voluptuosas con dessous victorianos, agachadas sobre él con el trasero al desnudo, mientras el afortunado voyeur las contempla.) Ahora el orinal, tan rico en asociaciones, ha pasado a ser un objeto de plástico ligero como una pluma. (La gobernanta pseudoinglesa que antes se ocupaba esporádicamente de mi educación lo habría calificado de flimsy, endeble, pero no solo el material ha sido adaptado a los nuevos tiempos, también el diseño, con su forma de aceituna y su corto cuello tubular en un extremo, asemejándose más, en realidad, a un pato abstracto de Brâncuşi que al papagayo que los italianos dicen ver en él.) En cualquier caso, lo significativo es que sigo usándolo con mala conciencia, y mi embarazo se incrementa a causa del tímido ceremonial con el que, en cada ocasión, Anna, Fedora, Aisha o Leila solían metérmelo debajo de la cama y llevárselo cada mañana, lleno y calentito, después de haberme puesto sobre la barriga la bandeja con el desayuno. Un bello testimonio del respeto y de la empatía que las madres muestran para con las insuficiencias de los críos a su cargo. Una especialidad de las mujeres mediterráneas, que han conseguido preservar cierta ingenuidad. Un nivel arcaico de la civilización. Folclor con valor de anticuario por el que a veces quisiera abofetearlas.
…
…
…
…
…
______________________________
Nació en un coche de posta camino de Chernivtsi (Ucrania) en mayo de 1914. Fue novelista, crítico de arte, guionista y periodista. Bajo el título La gran trilogía (2009).