Alcanzada ya una especie de redonda perfección en la canallez, en la condición de neogorila, los ubúes Castro, que tienen bajo el terror a toda la población de la secuestrada “isla-caimancito”, escupen su miedo a través de sus serviles y/o aterrados loros y llaman terroristas (“ciberterroristas”, o “cibercomandos”) a quienes, con enormes dificultades y bajo todos los modos de coerción y amenaza, tratan de hacer saber lo que pasa en Cuba. Pero es visible que ellos mismos están aterrados cuando, faltos de por lo menos alguna hombría, lanzan principalmente su jauría policiaca o su piara difamatoria contra una mujer, una cubana, que, sin revelar secretos de seguridad del Estado (de los que por supuesto no dispone) y, sin llamar a la revuelta, no hace más que narrar y describir, desde su punto de vista y desde su valentía, lo que cotidianamente se vive en Cuba. Eso es lo que Yoani Sánchez hace, y lo hace con admirable estilo y hasta con una sonrisa, como se ve en este reciente comentario suyo acerca de eso que los temblorosillos ubúes Castro (ellos, tan expertos en corrección de ciudadanos mediante muy directos y concretos fusilamientos y otros modos de terrorismo, entre ellos los mediáticos), llaman
Fusilamiento mediáticoTrenzo mi pelo. No se celebra nada hoy, más bien debería dejármelo enmarañando y deslucido, pero lo divido en tres hebras que entremezclo siguiendo cierta lógica. La liturgia de peinarme me aplaca la ansiedad y al final mi cabeza está en orden, mientras el mundo sigue encrespado. He vivido un fin de semana de vértigo y pensé que el ritual de desenredarme las greñas y reducirlas a una delgada trenza lograría quitarme la agitación, pero no ha funcionado.
El viernes pronunciaron mi nombre en el aburrido programa de la mesa redonda, mezclado con conceptos como “ciber terrorismo”, “cibercomandos” y “guerra mediática”. Ser mencionado de forma negativa en el espacio más oficialista de la televisión es, para cualquier cubano, la confirmación de su muerte social. Una lapidación pública que consiste en llenar de improperios a quien tiene ideas críticas, sin permitirle unos minutos de derecho a réplica. Los amigos me llamaron alarmados, temiendo que mi casa ya estuviera llena de esos hombres que hurgan debajo de los colchones y detrás de los cuadros. Sin embargo ,salí al teléfono con mi tono más jovial: dime quién te denigra y te diré quién eres, les repetí a quienes se preocupaban. Si te insultan los mediocres, los oportunistas, si te injurian los asalariados de una maquinaria poderosa pero agonizante, tómalo a manera de condecoración… musité como una mantra toda la noche.
Al otro día, la realidad seguía siendo la negación del discurso oficial y mis vecinos, corriendo detrás del evasivo arroz, no habían tenido tiempo -ni ganas- para mirar tan tedioso montaje televisivo. ¿Qué está pasando en esta realidad que ya los “fusilamientos mediáticos” no funcionan? Hace unos años, las balas del desprecio gubernamental hubieran hecho que todos se alejaran de mi cuerpo y de mi casa, pero ahora se acercan y me guiñan un ojo, me aprietan los hombros en señal de complicidad. Han usado tanto la difamación como método para acallar al otro, que los adjetivos incendiarios han dejado de tener efecto sobre una población harta de tantas consignas y tan pocos resultados.
El bálsamo reparador me llegó ese mismo sábado. Un argentino pudo colar al país el trofeo de mi premio Perfil y casi al unísono una chilena forraba -con papel rosado- la edición en español de mi libro Cuba Libre y la pasaba por la aduana.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.