La muerte de uno de los grandes historiadores del arte da lugar a María Minera para contrastar las diferentes posturas con las que éste se ha interpretado en tiempos modernos. Las teorías de Gombrich descuellan por su concentración en el artista como ente subjetivo, particular, irrepetible.
"No existe, en realidad, el arte como tal. Sólo existen los artistas." Con esta iluminadora observación da comienzo E. H. Gombrich a su magnífica historia del arte (The Story of Art, Phaidon, Londres, 1950) que, sin duda, se cuenta entre los libros más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Ello es así muy a pesar, por cierto, de su discreto autor, quien, en la decimosexta edición, todavía se declara asombrado por el interés que sigue despertando su obra. Lo que para Gombrich no representaba más que un texto dedicado a "aquellos que puedan necesitar una primera orientación en un campo extraño y fascinante", realizado a petición de Bela Horovitz, fundador de la Phaidon Press, acabó otorgándole el lugar del historiador del arte más leído entre el público no especializado. Curiosamente, en el seno de las grandes casas de estudio se lo consideraba también uno de los más eminentes historiadores del arte, pero por razones muy distintas. Gombrich solía contar que, debido al éxito de su libro, se vio obligado a llevar una doble vida: la del autor públicamente aclamado y la del recóndito estudioso del Renacimiento italiano. A estas dos tuvo que sumar, un poco más tarde, una tercera vida, nacida de la publicación de otro importante libro, Arte e ilusión: la existencia del teórico enfocado en el estudio científico de la percepción visual.
La buena fama de la Historia del arte contribuyó a la elección de Ernst Hans Gombrich para la cátedra de Bellas Artes en la Universidad de Óxford la misma que, muchos años atrás, ocupara John Ruskin, lo cual, a su vez, se tradujo en numerosas invitaciones para hablar ante el público general sobre la materia. Por otro lado, los hallazgos de Arte e ilusión, concebido como comentario de ciertas ideas expresadas en su primer libro, que publicó un decenio antes, se iban afinando en ensayos y conferencias que presentaba en medios académicos. A todo ello hay que añadir que, en los círculos de la alta historia del arte, publicaba artículos y dirigía seminarios sobre la cultura y el arte renacentistas. Aunque el público al que iban dirigidas sus diversas investigaciones era, desde luego, muy heterogéneo, los asuntos que trataba nunca perdieron una gran coherencia. Todo el trabajo de Gombrich se entreteje en una serie de problemas relacionados entre sí. En el boceto autobiográfico que acompaña su libro Temas de nuestro tiempo, encontramos una frase reveladora: "Mi mayor deseo era convertirme en un amable relator de la historia del arte." Y así fue: Gombrich nos contó una historia del arte cuya elaboración se extiende a lo largo de cincuenta años con una docena de libros magistrales. Lo que no pensó el amable relator es que, con esa labor, transformaría por entero nuestra manera de entender el arte y su historia.
La temprana disertación doctoral sobre el Palazzo del Te (erigido en Mantua, de 1526 a 1534), obra del arquitecto y pintor Giulio Romano la cual contribuyó de manera definitiva a la definición del manierismo en la arquitectura, no sólo le ganó al joven Gombrich un empleo inicial como investigador en el prestigioso Instituto Warburg: lo condujo también al primero de sus "descubrimientos" lo fue en su momento, aunque hoy nos parezca una obviedad, a partir del cual se originó, como puede reconocerse, La historia del arte, a saber: que el arte como entidad, propiamente, no existe. Existen los artistas y las obras particulares realizadas por ellos, y el historiador las debe estudiar, no como expresiones del espíritu de una época, según largamente se pensó, sino como soluciones a problemas específicos planteados dentro de una tradición también específica; quedó entonces claro que un estudio así debe correr a cargo de mentes inquisitivas que sepan explorar las ambigüedades de la visión.
Naturalmente, no se le escapaba a Gombrich que, siglos antes, el gran historiador italiano Giorgio Vasari lo había precedido en ese camino: para aquel sabio, el arte era la conquista progresiva de las apariencias visuales. En efecto, al explicar la vida de los más eminentes pintores, escultores y arquitectos, adelantaba la tesis de los artistas como hacedores de la historia del arte. Gombrich, sin embargo, fue más allá en la explicación de lo que Vasari llamaba "las causas y raíces del estilo", al reconocer que, si el arte fuera sólo, o principalmente, la expresión de una visión personal, no podría ser objeto de la historia, como tampoco habría historia si las acciones humanas individuales estuvieran supeditadas a esquemas o estructuras previas.
La pregunta sobre la posibilidad histórica del arte encontraría una primera respuesta en una serie de ensayos centrados en la psicología de la percepción aplicada al estudio de las imágenes naturalistas (reunidos en Arte e ilusión). En La historia del arte, Gombrich había esbozado el desarrollo de la representación "desde los métodos conceptuales de los primitivos y los egipcios, que confiaban en lo que sabían, hasta los impresionistas, que alcanzaron a registrar lo que veían". Retomaba, entonces, la creencia vasariana en la historia del arte como progreso hacia la verdad visual. En Arte e ilusión, sin embargo, usa la tradicional distinción entre saber y ver para con ella sugerir, a partir de lo que considera una contradicción en el programa impresionista, que ningún pintor es capaz de plasmar lo que ve. Con ello sometía "a nuevo examen la propia teoría de la percepción", que antes le fuera tan útil.
En su búsqueda de una explicación racional de los cambios de estilo en las obras de arte, Gombrich revisa las viejas ideas sobre la imitación de la naturaleza y la función de la tradición. Vasari, después de todo, atribuía el renacimiento de las artes como él mismo lo llamaba al aire particular de la Toscana, a la vez que expresaba una fuerte convicción en el parecido del arte con respecto al cuerpo humano: nace, crece, madura y decae. Gombrich se opuso desde sus inicios a este tipo de pensamiento analógico, "tan extendido aún nos dice en los escritos históricos, llenos de términos biológicos, como 'decadencia'". Al mismo tiempo, se le hacía cada vez más evidente la necesidad de reemplazar lo que él mismo llamaba las tendencias mitológicas de la historiografía romántica. Así como "los antiguos podían explicar una tormenta o un temblor con la teoría de la furia de Neptuno", la historiografía romántica, para Gombrich, "está llena de entidades mitológicas como el Zeitgeist, el Volksgeist, el proceso de producción y el mecanismo de evolución biológica como explicaciones del destino histórico de las culturas". Hasta entonces, los problemas de estilo nacidos de la dificultad para explicar la transición del arte clásico al medieval habían sido resueltos con la fórmula creada por Alois Riegl, según la cual toda transformación estilística se puede explicar como resultado del cambio que experimenta la voluntad artística al buscar una correspondencia, desde luego, con el espíritu de su época.
Gombrich, lo sabemos, aceptaba la concepción de la historia del arte en términos de progreso tecnológico. A lo largo de sus investigaciones sobre la psicología de la representación pictórica, había descubierto que eso que llamamos arte no es otra cosa que el dominio acabado de una tradición que se singulariza e incluso que logra realizar innovaciones por la vía franca de la prueba y error. Esto lo llevó a argumentar que los factores principales que determinan los cambios en el estilo pictórico resultan de actividades racionales, y no de volubles y misteriosas expresiones de una época. Ello no implica que rechace por entero el condicionamiento social en el arte, o que no crea que existan interrelaciones del arte y otros niveles de la realidad social y cultural. Él mismo ha señalado, en diversas ocasiones, la necesidad de estudiar estos vínculos:
Yo sería el último en pedir que la historia cultural y del arte dejaran de buscar relaciones entre fenómenos y se contentaran con enlistarlos… Lo que me hizo reflexionar no fue la creencia de que es difícil establecer esas relaciones sino, paradójicamente, que a menudo parece demasiado fácil.
El texto está extraído de la conferencia sobre Hegel que Gombrich dictó en 1977, en la que advierte sobre el peligro de la herencia hegeliana, que reside precisamente en su enorme aplicabilidad.
Después de todo añade la dialéctica nos hace demasiado fácil salir de cualquier contradicción. Como en realidad nos parece que todo en la vida está interrelacionado, cada método de interpretación puede jactarse del éxito. El artista tiene que comer, leemos en Lessing; y como los artistas, en efecto, no pueden pintar sin comer, se vuelve muy posible basar un sistema creíble de historia del arte en las necesidades del estómago.
Gombrich rehuyó las abstracciones y los clichés, y por ello es difícil reducir su trabajo a una teoría unificada. Él mismo reconocía que no era propiamente un historiador del arte. Nunca fue un connoisseur lo que en su caso no significa que no pudiera opinar acerca de si una pintura era o no de Rafael, pero ciertamente había sabido mantenerse fuera de lo que él llamaba el "círculo encantador de los historiadores del arte". Le interesaba mucho más ampliar las fronteras de su campo de estudio hacia otras disciplinas, en particular hacia la ciencia. Fascinado por las artes decorativas, autoridad indiscutible sobre el Renacimiento, teórico de la percepción, adorador de la música clásica, conferenciante sobre el comportamiento de las hormigas, gran conversador en alemán, latín, griego, inglés y chino, "violonchelista mediocre", escucha y traductor para la bbc durante la Segunda Guerra: ¿hace falta decir más?
En el prefacio del libro The Essential Gombrich, el autor declara:
No me atrevería a decir que estas actividades [las del historiador del arte] son tan esenciales para el bienestar de la humanidad como las de nuestros colegas en la Facultad de Medicina, pero, si no podemos hacer gran cosa, al menos tampoco hacemos daño, siempre que no contaminemos la atmósfera intelectual pretendiendo saber más de lo que en realidad sabemos.
Ningún daño, en efecto, nos significó el tener a Gombrich por 92 años relatándonos su historia del arte. Y mucho menos daño nos hará seguir leyéndolo. –
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.