Parece que en el futbol los prejuicios y las ideas recibidas son más persistentes que los sistemas de juego, y eso que muchos entrenadores se aferran a ellos con tal ceguera y obcecación que uno juraría que se trata de talismanes. A lo largo de este mes en el que fui absorbido por el sofá mundialista, hube de escuchar, primero con rabia, luego con resignación y ya al final con una alegría quién sabe si masoquista, toda suerte de insultos y frases hechas acerca de la selección italiana de futbol, la mayoría de las cuales podrían resumirse en una sola palabra, catenaccio, y casi todas encaminadas a señalar una supuesta mezquindad azzurra en lo que se refiere a la idea de brindar espectáculo. Desde César Luis Menotti, extécnico de la selección argentina y analista de televisión, hasta el más improvisado de los villamelones, pasando por aquellos que presumen de ser verdaderos sibaritas del balompié, degustadores del toque educado y la estrategia, todos por igual arremetían contra la ahora tetracampeona del mundo con una insistencia que más bien se antojaba una invitación al vómito o al hastío, arguyendo que “los italianos juegan horrible”, que “son unos malditos vagos”, “con un
futbol matapasiones”, o que “ganan con su estilo marrullero y resultadista”. Poco faltó para que escudados en los escándalos que envuelven a la Liga italiana los acusaran también de mafiosos de las canchas, y no sé si lo he soñado pero recuerdo que un cronista llegó al extremo de asociar al entrenador, Marcello Lippi, con el Maligno.
A los oídos de alguien que se tomó el tiempo de seguir de cabo a rabo el Mundial de Alemania 2006, y tuvo la suerte de escuchar algunas transmisiones en un idioma desconocido, como el mandarín o el polaco, en donde la palabra catenaccio, en caso de presentarse, habría resaltado con su retintín temible, tales comentarios infamantes no podrían más que parecer una insensatez, hijos bastardos del lugar común y la ignominia, que no reflejan sino una disfunción severa en el sentido de la vista de los aludidos, apreciaciones gagá de expertos más bien empolvados que no cesan de reciclar, cada cuatro años, sus tres ideas raquíticas acerca del “deporte más bello del mundo”.
Da mucho qué pensar que, mientras en la cancha uno apreciaba la propuesta italiana como la más eficaz y talentosa del campeonato, en la mesa de análisis no había sino bufidos y frases manidas para descalificarla, al grado de que bien pudieron bautizar alguna de las secciones de Los Protagonistas, uno de los programas otrora más queridos de la televisión mexicana, como La cantinela antiitaliana. Y si la ya poco inspirada ferocidad que mostró Menotti a la hora de juzgar a la Squadra Azzurra no alcanzó a sobresaltarnos, de tan reiterativa y baldía y con frecuencia obtusa, ello no borra las horas y horas de perorata insustancial –jamás supo ceñirse al minuto prometido–, en las que parecían aflorar rancios resentimientos salpicados de un irrefrenable declive crítico. Ignoro si la animadversión mostrada por El Flaco Menotti tenga algo que ver con su meteórica y por lo tanto fallida participación en el calcio como entrenador de la Sandoria (un equipo que en sus manos prometía cosas grandes y que sin embargo hubo de tomar la decisión de prescindir de sus servicios después de sólo ocho jornadas), pero una monomanía tan pronunciada no se explica de otra manera en alguien que además sabe muy bien que el catenaccio fue inventado ni más ni menos que por ¡un argentino!, Helenio Herrera, viejo lobo de las canchas que, a diferencia de la mayoría de los resultados obtenidos por Italia en el pasado mundial, había diseñado su sistema para propiciar y defender el 1-0. Y lo molesto, lo verdaderamente irritante, no es la opinión de Menotti, que después de todo arropa sus comentarios con una retórica bien aderezada, a veces macarrónica, a veces incluso exacta, sino las hordas de urracas parlanchinas que no se cansan de repetir sus descalificaciones, arrogándose para colmo el apelativo de “conocedores” sólo porque valoran un quimérico gioco bonito.
El juego de Italia se basa en el talento de sus jugadores, en la triangulación, principio básico del balompié, y claro, en una defensa llevada a la excelsitud. En contra de sus detractores, en la semifinal contra Alemania Lippi terminó alineando a cinco hombres de ataque, lo cual redituó en un par de goles de una belleza extraordinaria, goles que se repetirán como pesadillas en la mente de los hinchas teutones por el resto de sus vidas. Por lo mostrado en la cancha es evidente que quien dice que Italia juega horrible no es capaz de apreciar ciertos fundamentos del futbol como son la defensa y el marcaje puntual, el toque fino y el dominio del balón, la llegada por las bandas y los pases filtrados, o dado el caso, las atajadas y colocación del portero. Pero el punto decisivo en el hecho de terminar alineando a cinco atacantes no es la formación en sí, pues para vencer no basta la presencia intimidante de muchos delanteros, sino que además de cumplir una función ofensiva esos jugadores se desempañaban también en las inmediaciones de su propia área, lo cual quedó de manifiesto en el contragolpe letal que culminó con el soberbio capolavoro de Del Piero tras una carrera de noventa metros. Y es que la gran virtud de Italia es un juego que se cimienta en lo colectivo. A diferencia de otras selecciones, como Francia, no depende de la genialidad de un solo hombre (durante el mundial diez jugadores italianos marcaron gol, entre ellos varios defensas nominales), y gracias a los relevos y la circulación de todos consigue que se borren los posibles puntos débiles en la retaguardia. La comparación es odiosa, puesto que hay más de treinta años de por medio y el futbol ha cambiado mucho desde entonces, pero al menos en la actuación de conjunto esta selección recuerda más a la Naranja mecánica de Holanda que al Inter de Milán de los sesenta con su proverbial catenaccio, semejanza que bien les podría valer el mote de los Ñoquis mecánicos, o tal vez, las Penne riggate azzurre.
A muchos podrá parecer que, pese a todo, Italia no juega de forma espectacular. ¿Pero quién dijo que un deporte como el futbol, que más que un juego se antoja una gesta heroica, debía ser espectacular? Aquellos que confunden el buen futbol con fuegos de artificio, aquellos que suponen que el gioco bonito pasa por caracoleos que no llevan a nada, y se contentan con mucho drible y pocas nueces, sin duda insistirán en que la Squadra Azzurra juega horrible. Pero “horrible” es una categoría estética, que no está claro si puede inclinar la balanza cuando se trata de futbol, pues en contraste con los ejercicios a manos libres de las gimnastas no estamos precisamente ante un deporte de apreciación… Y es aquí donde regresa la pregunta inmemorial, la interrogante que está en el comienzo de todas las discusiones futboleras (esa pregunta que siempre va acompañada de la siguiente aclaración melancólica: “aunque no tienen que estar reñidos”): ¿qué diablos significa jugar “bien”: ganar o dar espectáculo? Pregunta originaria, de alcances metafísicos, que en especial cuando está de por medio un campeonato del mundo lleva a otra pregunta de respuesta más inmediata y quizá no tan espinosa o conjetural: ¿de qué sirve pretextar, con un dejo de patetismo, como le pasa a muchas selecciones nacionales, que “jugamos como nunca y perdimos como siempre”?
Para los italianos, y se demostró en la angustiosa final una vez que el silbante se sacó de la chistera un penalti ficticio en honor de El mago Zidane, el criterio primordial es la victoria, cueste lo que cueste, de allí que en ocasiones recurran al contragolpe como recurso último y apuesten por desesperar al rival, pero de allí también que todo el tiempo se manejen admirablemente en donde se deciden los partidos: en las áreas, al defender y marcar goles. (Ojo: Italia quedó segunda en el renglón de goles anotados –doce–, sólo detrás de Alemania, y también segunda en goles recibidos –un autogol y la conversión de un penalti–, sólo detrás de Suiza, lo cual habla del equilibrio en sus tan vilipendiadas filas.) Pero eso por supuesto no cancela que, si la situación del partido lo permite, desplieguen un juego lleno de imaginación y fortaleza, de paredes y pulcritud defensiva, de gran intensidad y derroche físico como el que mostraron contra Ghana, contra la República Checa, contra ni más ni menos que el anfitrión, Alemania. Un despliegue que sin embargo los pobres ciegos que se llaman a sí mismos aficionados, esos lastimeros villamelones que creen que los partidos se ganan con golpes de espectáculo, con florituras o alardes deslumbrantes, no pueden ni podrán apreciar jamás. ¡Forza Italia! ~
(ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista y editor.