Al margen de las vicisitudes históricas de la palabra democracia y de sus usos espurios (“democracia socialista”, “democracia del pueblo”, “democracia islámica”), podríamos decir que el concepto considera tres componentes.
Primero, pensamos en una serie de instituciones destinadas a asegurar que el poder y la influencia de las élites políticas correspondan a la cantidad de apoyo popular del que disfrutan.
Segundo, tomamos en cuenta que el sistema legal es independiente del poder ejecutivo; la ley actúa como un dispositivo intermediario autónomo entre el individuo o los intereses colectivos y el Estado, y no es un instrumento al servicio de las élites dirigentes.
Tercero, pensamos en barreras coercitivas erigidas dentro del sistema legal que garanticen la igualdad de los ciudadanos ante la ley y los derechos personales elementales, que incluyen la libertad de movimiento, la libertad de expresión, la libertad de asociación religiosa y la libertad de adquirir propiedades.
Estos tres componentes pueden existir por separado, tanto desde el punto de vista conceptual como desde la perspectiva de la experiencia histórica. El principio del gobierno de la mayoría es insuficiente si vamos a distinguir entre democracia y oclocracia (el gobierno del populacho). Y no podemos llamar democrático a un régimen en el que el 51 por ciento de la población puede linchar impunemente al restante 49 por ciento. Tampoco son suficientes el primero y el segundo componentes sin el tercero, como podríamos imaginar si existiera un régimen en el que los ordenamientos legales coercitivos y predecibles operaran sin asegurar la igualdad o los derechos personales.
Por mucho que quienes estamos comprometidos con la libertad aceptamos de buen grado el movimiento mundial que aspira al establecimiento o la restauración de las instituciones democráticas, vale más que no nos imaginemos que ya está asegurada la causa de la libertad ni que su victoria es inminente, pues existen varios factores, ahora y en el futuro previsible, que seguirán amenazándolas.
Entre esas amenazas se encuentran en primer lugar la languideciente, pero aún viva, fuerza del sovietismo. Nos damos cuenta de la profunda crisis de las instituciones totalitarias: el fortalecimiento cada vez mayor de la sociedad civil en los países comunistas; la bancarrota económica, social y cultural del “socialismo real”, y el derrumbamiento de la legitimidad ideológica de los sistemas de tipo soviético. Pero los tiempos todavía no están maduros para los ritos finales.
Una segunda fuente de energía antidemocrática sería el avance del nacionalismo nocivo alrededor del mundo. Este es hostil a la civilización cuando se mantiene a través de la creencia en la superioridad natural de la propia tribu y el odio a los demás; si busca pretextos, por tontos que sean, para extenderse en territorios ajenos y, sobre todo, si implica una creencia idólatra en la absoluta supremacía de los valores nacionales cuando chocan con los derechos de las personas que constituyen esa nación.
Un tercer factor antidemocrático lo constituyen la intolerancia religiosa y las aspiraciones teocráticas, que naturalmente desvanecen la separación entre el Estado y la religión e instauran un despotismo ideológico.
Una cuarta amenaza procede del terrorismo y la violencia criminal. El peligro no es que los terroristas y los traficantes de drogas tomen el poder en Estados civilizados, sino que obliguen a los gobiernos democráticos a combatirlos con medidas que violen los derechos humanos. Podríamos aceptar esas medidas bajo coacción cuando creamos que son necesarias para defender la democracia, pero no podemos creer que dejarán intacta la salud de la democracia.
El quinto peligro para la democracia podría venir de los cambios a largo plazo que prácticamente están afectando todas las partes de nuestro planeta. La sobrepoblación, los recursos cada vez más raquíticos de las tierras cultivables, la falta de agua y las catástrofes ecológicas obligarán a la humanidad a dedicar cada vez más esfuerzos y más dinero a reparar los daños ya producidos al medioambiente y a evitar calamidades futuras. Esto no solo conducirá a un mayor número de restricciones a nuestra libertad de movimiento y al derecho de propiedad, serán enormes la frustración y la agresividad que afectarán por igual a ricos y a pobres. La miseria diseminada por todas partes es un terreno fértil para la exitosa demagogia de los movimientos totalitarios y para la tentación de “resolver” los problemas sociales por medio de una dictadura militar.
Esto no quiere decir que la causa de la libertad esté perdida: hay indicios suficientes de que la gente no solo necesita seguridad sino también libertad. Y no hay que olvidar que la libertad es siempre vulnerable, que su causa nunca es segura. ~
fue un filósofo polaco. Entre sus obras más conocidas destacan los tres tomos de Las principales corrientes del marxismo.