Usheret

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Llegamos con una botella de merlot en las manos. Dave nos abre la puerta y cuatro robustos y escandalosos perros vienen hacia nosotros para olfatearnos los zapatos. Nuestro anfitrión guarda un parecido notable con Donald Trump. El pelo escaso, lacio y rojizo, la piel sonrosada y las bolsas de los ojos me lo recuerdan. Además, es alto y corpulento como el presidente gringo. Mientras Melisa y yo luchamos por quitarnos de encima a los animales, Dave justifica:

–Verónica los recoge en la calle, no tiene corazón para abandonarlos.

Estamos algo nerviosos: es la primera vez que mi prima ofrece una cena para alguien de la familia desde que volvió hace unos meses de los Estados Unidos, donde vivió más de treinta años. Muy poco sabemos de su vida reciente, pero se rumora que, al casarse con este gringo, tuvo que convertirse al judaísmo.

Dave se lleva a los animales. Una vez que logra encerrarlos, regresa y nos conduce hacia una terraza que mira hacia la piscina. Está vestido con sobriedad: pantalones negros y camisa blanca. En la cabeza lleva una kipá. Le entregamos el vino y nos invita a tomar unas cervezas.

Verónica is coming –dice.

La casa, con arquitectura de los años setenta, situada en la que fuera una exclusiva colonia de la ciudad y que ahora se ha convertido en hogar de extranjeros y gente foránea, ha sido remodelada. Es uno más de esos predios que caen en manos de estas aves migratorias que, con el poder de sus divisas, se establecen en Latinoamérica para disfrutar del sol y darse la gran vida. En el piso rojo se alcanzan a ver algunos mosaicos nuevos, brillantes, que desentonan. El olor a pintura fresca matiza el tufo a perro que impregna el ambiente. Sobre una antigua mesa de madera un equipo de sonido despide una suave melodía. Aguzo el oído. Se trata de “Love is blue”, una canción que solía escuchar de niño:

Blue, blue, my world is blue.
Blue is my world now I’m without you.
Gray, gray, my life is gray.
Cold is my heart since you went away.

Tomamos asiento en unos sillones de ratán alrededor de una mesa de teca donde hay un platón con aceitunas y cebollitas. Dave, en un español rudimentario, cuenta cómo conoció a Verónica. Fanfarronea, habla sin parar, esforzándose por ser el centro de la atención. Caigo en la cuenta de que su parecido con Trump va más allá de lo físico. Ni siquiera pregunta de dónde viene mi parentesco con Verónica, desde cuándo no la veo, ni le importa a qué me dedico. Se limita a beber vaso tras vaso de cerveza, a tragar aceitunas y a contar su historia de amor con mi prima. Noto que Melisa no existe para él, como si estuviera excluida de su campo visual.

Al irse a trabajar a Washington Verónica alquiló un departamento en el edificio donde él vivía, ubicado frente a un parque. Todas las mañanas coincidían cuando ambos llevaban a pasear a sus mascotas. Uno de esos días los perros pelearon y sus correas se enredaron. Tuvieron que intervenir para sosegarlos.

–Unos meses después nos casamos por todas las leyes, incluyendo la de la Torá –finaliza orgulloso, llevándose la cerveza a los labios.

–Como en La noche de las narices frías –interviene Melisa, tratando de ser amable.

–¿Las narices qué? –Dave mira a Melisa de arriba abajo.

One hundred and one dalmatians, la película de Disney –digo, para aclarar.

–Lo sé, es mi país, solo trato de entender por qué a los latinos les gusta tanto Disney –en el rostro colorado de Dave aparece una sonrisa sarcástica.

Melisa me mira a los ojos. Tiene los labios apretados, la ceja izquierda levantada. Está a punto de mandar al carajo a Dave y pedirme que nos marchemos, lo intuyo. En ese instante aparece Verónica, y, tras ella, en caravana, ladrando ruidosamente, el cuarteto de perros que nos recibió.

Con besos y abrazos Verónica nos agradece la visita, elogia la juventud de Melisa y monopoliza enseguida la conversación. Para sus casi sesenta está muy bien conservada. El vestido blanco ceñido al cuerpo resalta sus formas. Pechos, caderas y piernas se remarcan a través de la tela. Su rostro, tal vez por la vida desahogada que ha llevado, conserva una frescura que le ayuda a lucir unos diez años más joven. Debe de tener al viejo Dave comiendo de su mano, pienso.

Cuando Verónica ocupa uno de los sillones, como por encantamiento, el cuarteto deja de ladrar y se echa dócilmente a sus pies. La imagen me recuerda que tanto ella como mi tía Refugio siempre gustaron de los animales. Gatos y perros paseaban a sus anchas por toda su casa. Jaulas repletas de periquitos australianos pendían de las paredes del comedor y la cocina. En el baño, dentro de un bidé lleno hasta los bordes de agua verdosa, nadaba una pareja de tortugas. Y en el patio trasero, un mono araña, con el cuello atado a una larguísima cadena, se la pasaba todo el día columpiándose en las ramas del mango. Con esa devoción por los animales, ahora lo sé, trató de mitigar la pobre de mi tía Refugio el dolor que le produjo la muerte repentina de su esposo. Verónica ha heredado ese cariño por las bestezuelas. La delicadeza con que acaricia a sus mascotas mientras conversa con nosotros lo demuestra.

Espoleado por el recuerdo, interrumpo su charla para preguntarle:

–¿Y tu mamá? ¿No está con ustedes?

Mi prima se queda unos segundos en silencio, confundida, y después se recompone.

–Prefirió quedarse allí, en una casa de retiro. Se acostumbró demasiado a los Estados Unidos. El geriatra lo recomendó también –responde.

–Ah, qué lástima. Pensé que la veríamos.

Luego de varios tragos, Verónica se pone de pie y se disculpa porque debe revisar cómo va la comida. Dóciles, los perros la siguen. Melisa se ofrece a ayudarla, pero ella, con cortesía, la rechaza. Dave descorcha una botella de vino. Ahora que el alcohol ha ayudado a romper el hielo siento ganas de averiguar si es verdad lo que se cuenta de él: que estuvo involucrado directamente en el derrocamiento de Noriega en Panamá. No obstante, tímido, me contengo, limitándome a preguntar a qué se dedicaba exactamente en la cia antes de jubilarse. Sin dejar de darle sorbos a su copa explica largamente, en esta ocasión en inglés, que trabajaba en la dirección de ciencia y tecnología. Noto que ha cambiado el tono de su voz, adquiriendo una impostación, un fraseo prefabricado. Su tarea principal, dice, era recolectar información trascendental para la seguridad de los Estados Unidos de América. Es difícil comprender lo que eso significa más allá de esta idea. Ha usado demasiados tecnicismos, a propósito quizás. Yo no sé si mi mujer entendió lo mismo, pero, para mí, era un vulgar espía.

Media hora después Verónica nos llama. Nos ponemos de pie. Entre plática y plática el calor nos ha llevado a apurar varias cervezas y un par de botellas de vino.

Melisa me toma de la mano.

–Estoy algo mareada –me susurra al oído.

Un perfumado aroma a salsa de tomate me despierta el apetito. En la mesa nos esperan sendas fuentes con pan ácimo, cuscús con verduras y filete de pescado a la mediterránea. Aunque nadie le haya pedido explicación, Verónica justifica el menú:

–No es fácil encontrar productos kósher en esta ciudad, por eso aquí solo comemos vegetales y pescado. El boquinete me lo trajeron esta mañana, directamente de la costa. Tampoco comemos mariscos, solo peces con aletas y escamas, como prescribe la Torá.

–Buenísimo, Vero. Nosotros somos casi vegetarianos –responde Melisa con una mentira blanca. Sonríe.

Confirmo la farsa con un asentimiento de cabeza, evocando, para mis adentros, el delicioso puchero de tres carnes que nos embutimos al mediodía en casa de mi suegra.

Antes de sentarme, me llama la atención que los muebles del comedor son los mismos de la vieja casa donde creció Verónica. Recorro con las yemas de los dedos las estilizadas formas art déco del respaldo de la silla. Vuelvo por un segundo a mi infancia.

–Son los muebles de tu madre, ¿verdad?

–Tienes buena memoria. Me los heredó en vida.

Dave carraspea para llamar la atención. Exige silencio. Se dispone a bendecir los alimentos. “Bendito eres Tú, Adonái, Rey del Universo…”, comienza. Verónica cierra los ojos. Tal vez por efecto del vino, me entran unas ganas brutales de reír. Siempre me hace sentir fuera de lugar este ritual tan extendido ahora en las mesas de la gente de clase media. La risa comienza a ganarme. Melisa se percata y me patea por debajo de la mesa. Un perro gruñe. Dave me reprocha con la mirada.

La conversación, regada con abundante vino, va desde los avances recientes de las redes sociales en Latinoamérica, pasando por los excesos de la comunidad LGBT en Estados Unidos, hasta terminar con el tema favorito de Verónica: los derechos de los animales. Para ella, los seres humanos somos intrusos en la Tierra. Los verdaderos dueños son, ni más ni menos, los animales. Ante sus ojos ellos ocupan un lugar especial en la escala del Creador. Vehemente, se queja de que en este país nadie hace nada por los perros sin hogar, que acaban muriendo de hambre y sed, infestados de parásitos y garrapatas.

–¡Debieron haber visto cómo encontré a estos cuatro peludos! –señala a los canes que reposan debajo de la mesa–. Llenos de sarna, famélicos, a punto de fallecer. Vivían con los albañiles que remodelaron la casa. Bueno, eso de vivir es un decir; se alimentaban únicamente de tortillas viejas, huesos, en fin, sobras que les daban. Pobrecillos. Solo porque Dave hace todo lo que le pido y secunda siempre mis locas ideas pude rescatarlos.

–¿En serio? –pregunto–. ¿Tú también eres animal lover, Dave?

–¡Claro! –interviene Verónica sin darle tiempo para responder–. ¿Por qué crees que me casé con este señor y hasta cambié de religión y de nombre? –señala a su marido con el índice.

–¿Te cambiaste el nombre? –Melisa no puede contener su curiosidad.

–Así es, querida. Ahora soy Verónica Usheret, que en yiddish significa Verónica afortunada. A-for-tu-na-da –le guiña un ojo a Dave.

Este se sonroja y sonríe. Da un largo trago a su copa. Es la primera vez en toda la noche que parece cohibido.

Aprovecho este momento para excusarme. Debo orinar. Necesito ir al baño. Verónica se levanta también y anuncia que va por el postre y el café.

–Preparé unas baklavas para morirse –comenta.

Los perros la siguen.

Avanzo por los pasillos de la casa y no doy con el baño de visitas. En estas mansiones setenteras, recuerdo, suele estar debajo de las escaleras. De las paredes cuelgan algunas fotografías en blanco y negro de la tía Refugio cuando era joven. Mi madre decía que se parecía muchísimo a Columba Domínguez. Compruebo que es verdad. Tropiezo con un mueble y estoy a punto de caer. Tal vez he bebido de más. No aguanto las ganas de orinar. Trato de abrir la puerta del medio baño y está cerrada por dentro. Siento escalofríos y se me eriza la piel. Veo otra puerta y me dirijo hacia ella. Tengo la esperanza de encontrar allí donde mear.

El cuarto está en penumbras. Una lámpara de noche emite una exigua luminosidad. Hay un penetrante olor a rancio, a medicinas, a sudor. Empiezo a distinguir. Fijo bien la vista y veo una cama alta, aparatosa, de hospital. Me acerco y descubro que, amarrado de pies y manos a los barrotes, reposa un cuerpo. ¿Tía Refugio? ¡Hijos de puta! ¡Mira nada más el abandono en que la tienen! Pero cuánto quieren a los perros… Me inclino para verla de cerca, o más bien lo que resta de ella. Enjuta, pálida y pellejuda, el cuerpo frágil cubierto apenas por una percudida bata floreada, tiembla ligeramente cuando siente mi presencia.

–¿Tía? –tomo una de sus manos huesudas. No hay respuesta. Su pelo despide un hedor acre que me obliga a retroceder. ¿Desde cuándo no la bañarán estos cabrones? Aprieto las piernas. Casi me orino. No aguanto, contengo la respiración. Doy media vuelta para largarme de ahí cuando diviso, en una esquina de la cama, un orinal. Apenas tengo tiempo para tomarlo y desabrocharme los pantalones. Doy gracias a Adonái, rey de los judíos. Mientras descargo, unos placenteros calambres pélvicos me hacen olvidar que el recipiente estaba a medio llenar con los líquidos fétidos de la infeliz anciana. En esas ando cuando siento que alguien me observa. La vieja ha abierto los ojos. Su gesto coincide con la presencia de Dave, que acaba de entrar al cuarto.

What the fuck are you doing here?! –su voz retumba en la habitación.

Lleno de vergüenza me detengo, abandono el orinal sobre la cama, me cierro la bragueta e intento justificarme. Pero él no espera, se acerca y me toma con firmeza del brazo. Es mucho más alto que yo. Sus dedos son como tenazas. Le hablo en inglés y en español sin hilar un discurso coherente. Estoy demasiado nervioso y tengo el cerebro embotado. Dejo que me lleve. Tía Refugio se revuelve en la cama.

En el pasillo se detiene y, sin soltarme, escupe su amenaza en perfecto español:

–Verónica es lo más importante para mí. Ni una palabra de esto a nadie. ¿Entendido? Sé dónde trabajas, dónde vives. Nunca me he detenido ante nada.

Su mirada escupe fuego. Le tiembla el mentón. Comprendo por la presión en el brazo, por la violencia con que me arrastra, que no bromea. Escucho los ladridos de los perros y la música que llega desde lejos. Es el turno de Roberta Flack. Pienso en Melisa, que ahora mismo debe de estar saboreando los panecillos hojaldrados rellenos de miel y frutos secos que preparó para nosotros mi prima Verónica Usheret. “Killing me softly with his song” llega hasta a mis oídos al tiempo que, obediente, asiento con la cabeza sin chistar. ~


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