Parecía un juego de palabras, una ocurrencia erudita de las que alimentan tesis y congresos hasta que pasan de moda, y sin embargo, autoficción, el neologismo inventado por el escritor francés Serge Doubrovsky en 1977, desató una formidable moda literaria. Quizá porque venía a resolver un dilema al que se estaban enfrentando las y los narradores, inclinados a usar la propia vida como materia prima, pero reacios a afrontar los peligros que comporta la autobiografía propiamente dicha.
Que la autobiografía ha ido ganando protagonismo a lo largo del siglo XX está fuera de duda. ¿Por qué? Por varias causas: la “imposibilidad de inventar grandes tramas insólitas” –todas están inventadas ya– que señalaba Ortega en sus Ideas sobre la novela (1925); porque la quiebra de los “grandes relatos” nos empuja a refugiarnos en nuestra propia experiencia como única fuente fiable de verdad y sentido; porque en el siglo XX coinciden experiencias colectivas traumáticas con una masiva alfabetización… Pero ese recurso a lo vivido, que parece una solución, abre a su vez nuevos problemas. El de la memoria, tan vacilante y engañosa. El de la ética: ¿tiene derecho quien escribe a entregar al público esas vidas ajenas inevitablemente trenzadas con la propia? Incluso el judicial: en España (¿todavía?) no ha sucedido, pero sí, por ejemplo, en Francia, donde Camille Laurens le ganó un juicio a su exmarido, que la había denunciado por publicar un relato de su separación, pero Christine Angot tuvo que indemnizar con cuarenta mil euros a la exmujer de su actual compañero… Añádase a todo eso la desconfianza de la crítica, para quien el autobiógrafo carece de imaginación, y el dato de que las autobiografías no venden. El público quiere novelas, nada más que novelas, de modo que las unas, escritoras/es, escriben novelas, y los otros, editores/as, publican novelas… o si hace falta, unas y otros mienten y llaman “novela” a cualquier cosa.
Aquí entra la autoficción y entra Manuel Alberca. Catedrático de literatura española y autor, entre otros libros, de una biografía de Valle-Inclán que ganó el Premio Comillas en 2015, Alberca es junto con Anna Caballé el principal estudioso en España de la autobiografía y sus variantes. Y ha hecho de la autoficción su caballo de batalla.
Pero ya es hora de definir el término: ¿qué es la autoficción? Para empezar por el principio, Philippe Lejeune, en su clásico Le pacte autobiographique, define la autobiografía como el “relato que una persona real hace de su propia existencia”. ¿Y qué diferencia hay entre eso y una novela en primera persona que relata una vida? En el texto, ninguna. La diferencia está… en la cubierta: si el nombre del autor coincide con el del narrador, hay una promesa implícita de veracidad (si “yo” es real, lo narrado es real); de lo contrario, se entiende que es ficción.
En la autoficción, esta promesa o pacto que la autora propone al lector es ambiguo. Mediante estrategias como que el narrador escriba “yo” pero no se dé un nombre, o que el relato tenga toda la apariencia de una autobiografía, incluida la coincidencia entre el nombre de la narradora y el de la autora, pero ponga “novela” en la cubierta, u otras, la autoficción se da cuando el autor no deja claro si lo que narra es verdad o ficción. Alberca espera que se trate solamente de “una enfermedad pasajera de la autobiografía”, pues la autoficción le parece un recurso fácil para gozar de todas las ventajas de aquella sin asumir los riesgos y responsabilidades que conlleva; lo que en castizo se llama “tirar la piedra y esconder la mano”.
Para quienes estamos interesadas en este tema, el ensayo de Manuel Alberca, La máscara o la vida (Pálido fuego), es apasionante, por la profundidad y compromiso con que lo afronta, tanto más notables cuanto que en España la crítica suele aplicar a la autoficción muy poco sentido crítico (algo paradójico pero habitual), y reaccionar ante la autobiografía con indiferencia, desdén o desconcierto. Él, en cambio, afronta cara a cara las principales autobiografías, novelas autobiográficas y autoficciones publicadas por autores españoles en castellano (sin incluir, qué pena, a casi ninguna autora) a lo largo del siglo XX. Con la autoridad de un experto y la exigencia de un ser humano que busca en la autobiografía una verdad humana, pasa por el cedazo a Umbral, Goytisolo, Caballero Bonald, Vicent, Marías… elogiando especialmente, con buen criterio (yo al menos lo comparto) las autobiografías de Castilla del Pino, Jesús Pardo y Terenci Moix.
Además de analizar autores, Manuel Alberca examina el tratamiento, en autobiografías, novelas autobiográficas y autoficciones, de algunos asuntos, concretamente tres: la Guerra Civil y el exilio; la religión (cuya casi total ausencia le sorprende) y la relación entre Barcelona y Madrid. El capítulo resultante es interesantísimo… pero esta lectora ha echado de menos otro tema: las relaciones entre sexos.
No le puedo reprochar a Manuel Alberca su silencio al respecto: no es más que la actitud habitual, masculina sobre todo (las mujeres, por la cuenta que nos trae, lo problematizamos más), de actuar como si todo lo relativo al sexo-género fuera eterno, inalterable, indiscutido. No se lo reprocho, pues, repito, pero le sugiero, para un futuro libro (este no es el primero que dedica a la autobiografía, y espero que no sea el último), que añada a su amplio instrumental crítico unas gafas violetas. ~