De niña había sido un poni, de adolescente una potranca y en su madurez se sentía una yegua, contaba la artista surrealista Leonora Carrington (1917-2011) a la escritora Elena Poniatowska.
{{Véase el libro Leonora, de Elena Poniatowska, Barcelona, Seix Barral, 2011.}}
No es casual que Carrington inspire la 59ª Bienal de Venecia.Su imaginación desbordada, su rebeldía, su feminismo, su búsqueda de una espiritualidad no ortodoxa, su necesidad de reivindicar la fusión del cuerpo con la naturaleza, así como la exploración de una poética de transmutación forman parte de lo que la curadora Cecilia Alemani (Milán, 1977) eligió como ejes temáticos para la bienal de este año, uno de los eventos más prestigiosos del arte que en esta ocasión reunió a más de doscientos participantes de 58 países, además de contar con la representación de ochenta pabellones nacionales y 31 eventos colaterales.
El título La leche de los sueños,
{{El nombre exacto del libro es Leche del sueño. Fue publicado en el año 2013 por el Fondo de Cultura Económica.}}
elegido para la presente edición, fue tomado de un libro escrito e ilustrado por Carrington para sus hijos. En él se narran historias donde lo fantástico y lo monstruoso son elementos que exaltan la diferencia y celebran la otredad. Una leche que es sustancia nutricia, atributo femenino y potencia onírica. La reivindicación de un estado de latencia en el que nos sabemos vulnerables porque entendemos que necesitamos ser cuidados; algo que la pandemia del coronavirus hizo muy patente. La propia bienal debió aplazarse un año y modificar sus esquemas de trabajo a causa del confinamiento, por lo que una de las principales preguntas de la muestra es: ¿cómo está cambiando la definición de lo humano?
Precisamente entre estos cambios encontramos cómo una amplísima movilización feminista, que por décadas ha luchado por el reconocimiento de los derechos de las mujeres, incide en las políticas culturales. Tras la enorme atención recibida por el movimiento #MeToo en 2017, las instituciones han tenido que revisar sus prácticas. La elección de Cecilia Alemani como directora artística de la bienal refleja este camino abierto por las demandas feministas: Alemani es apenas la quinta mujer en este cargo. Esta conciencia histórica ha hecho que, por primera vez en los ciento veintisiete años de la muestra, más del 80% de artistas participantes sean mujeres. En diferentes entrevistas, la curadora ha expresado que para ella era necesario acabar con el androcentrismo del arte y desafiar el canon occidental en el que la figura del artista se asimilaba al ideal supuestamente universal de un hombre blanco heterosexual racional.
“Ninguna narrativa histórica puede considerarse finalizada”, comenta la curadora. Por ello la muestra incorpora cinco salas que funcionan como cápsulas de tiempo donde se exhiben piezas desarrolladas en las primeras vanguardias del siglo XX pertenecientes a artistas que habían sido consideradas menores solo por ser mujeres. Esta reivindicación resulta sumamente necesaria y es reflejo de los esfuerzos por construir genealogías que sí representen la riqueza creativa de la población femenina y no binaria. Muchas de estas artistas solamente habían sido estudiadas en el contexto del arte feminista sin recibir la atención del gran público. Tal es el caso de Elsa von Freytag-Loringhoven (1874-1927), una dadaísta alemana que emigró a Estados Unidos donde desarrolló una carrera como poeta, performer, escultora y pintora. Su participación en la bienal es importante pues actualmente se discute la autoría de una de las piezas más icónicas del arte contemporáneo: Fuente (1917), el urinario atribuido a Marcel Duchamp, el cual, según investigaciones recientes, sería en realidad una pieza de ella.
{{Carmela Torres, “¿‘El urinario’ de Elsa para Duchamp?”, La Izquierda Diario, 14 de octubre de 2018.}}
Si bien en la bienal no se menciona este tema, la presencia de esta artista invita a develar otras historias borradas.
No hay nada más improductivo que pintar; sin embargo, como bien apunta Byung-Chul Han, la vida contemporánea regida por la dictadura de la utilidad y del provecho se vuelve inestable y efímera. Quizá por eso en esta edición de la bienal la pintura tiene una presencia tan sobresaliente. Los cuadros de Miriam Cahn (Basilea, 1949) recurren a la ferocidad de los trazos para sensibilizarnos sobre la violencia de género. Del mismo modo, la obra pictórica de Christina Quarles (Chicago, 1985) nos muestra un exceso de gestos donde las raspaduras, goteos y veladuras conviven con elementos geométricos delineados y con figuras distorsionadas que hacen patente la ambigüedad y mutabilidad del cuerpo. Roberto Gil de Montes (Guadalajara, 1950) utiliza la imaginería de los retablos y exvotos con motivos naíf para expandir los imaginarios de la masculinidad. También podemos citar la obra de la chilena Cecilia Vicuña (Santiago, 1948), ganadora en la presente edición del León de Oro a la Trayectoria, quien además de ser una reconocida poeta presenta una obra pictórica juguetona e irreverente; sus figuras infantilizadas pregonan el humor y la astucia como herramientas de oposición. También es muy significativa la presencia del trabajo de la portuguesa Paula Rego (1935-2022), fallecida en junio del presente año, quien desmitifica a la familia como lugar amoroso, escenificando en ella los conflictos de género.
Por otro lado, la búsqueda de una diversidad geográfica más amplia da cabida a trabajos con reflexiones que encuentran en la naturaleza una relación espiritual. Y es que ante un convulsivo siglo XXI, identificado por el ambientalista Jorge Riechmann como “el siglo de la gran prueba”, se ha vuelto necesario repensar nuestro lugar en el mundo. Entre estas búsquedas podemos incluir la obra de la artista cubana Belkis Ayón (1967-1999) donde aparecen símbolos e historias de Abakuá, una sociedad secreta afrocubana. Ali Cherri (Beirut, 1976) también nos presenta un continuum entre el mundo antiguo y los mitos contemporáneos de Beirut. Sus esculturas aluden a monstruos míticos que desean vengar la construcción de una presa que llevó al desplazamiento de más de cincuenta mil personas en el norte de Sudán, piezas que le valieron ser ganador de un León de Plata, como joven promesa, en la exhibición internacional. En el trabajo de Kudzanai-Violet Hwami (Gutu, 1993) observamos una serie de pinturas donde se aprecia una boda de la comunidad shona, grupo étnico nativo de Zimbabue, donde los rituales antiguos dialogan con el conflictivo presente. En las esculturas de Gabriel Chaile (Tucumán, 1985) se sintetizan las formas arquetípicas de las comunidades precolombinas en Argentina. Sus enormes hornos escultóricos en barro son un retrato de su familia donde se expresa una genealogía colectiva y personal. Las piezas textiles de la chilena Violeta Parra (1917-1967), inspiradas en el arte precolombino, muestran imágenes de hombres, mujeres y animales en fiestas y ceremonias que nos permiten reflexionar sobre las epistemes indígenas. Por su parte, el mexicano Felipe Baeza (Guanajuato, 1987) traza en sus dibujos seres mitad humanos-mitad naturaleza que hacen pensar en las transformaciones del cuerpo. También en este tema, la escultora alemana Katharina Fritsch (Essen, 1956), otra ganadora del León de Oro a la Trayectoria, presenta un elefante en tamaño natural que alude a fábulas, mitos y símbolos de las sociedades matriarcales.
En cuanto a pabellones nacionales, la calidad de las propuestas es muy variable. Entre las intervenciones más interesantes se encuentra el pabellón de Corea donde Yunchul Kim (Seúl, 1970) expone una impresionante estructura cinética con tentáculos que parecen respirar afectados por eventos cósmicos. El pabellón de Dinamarca también posee una belleza inquietante y una ejecución sorprendente. En él Uffe Isolotto (Fjerritslev, 1976) recrea un establo abandonado con magníficas figuras hiperrealistas donde la vida de una familia de centauros ha quedado interrumpida. En el pabellón de Polonia, la artista, escultora, pintora y activista polaco-romaní Małgorzata Mirga-Tas (Zakopane, 1978) presenta doce bellísimos tapices de gran formato inspirados en los frescos arqueológicos del Palazzo Schifanoia. En ellos observamos una mezcla de dioses olímpicos, signos zodiacales y elementos de la vida cotidiana romaní. En el pabellón de Bélgica, Francis Alÿs (Amberes, 1959) proyecta videos de niños de diferentes regiones del mundo absortos en sus juegos. Alegres, imaginativos y simples, los juegos son esperanzadores porque nos recuerdan la importancia del ocio compartido y las reglas autoimpuestas. En el pabellón de Nueva Zelanda, Yuki Kihara (Apia, Samoa, 1975) exhibe una serie de fotografías y una video-instalación donde personas fa’afafine (nombre samoano para hablar de un tercer género) evocan y subvierten las representaciones de Paul Gauguin para hablar sobre ecología, colonización y variabilidad de género. En el pabellón de Estados Unidos, Simone Leigh (Chicago, 1967) expone esculturas que incorporan formas como hojas de tabaco, conchas o cucharas para relatar historias del trabajo de las mujeres afroamericanas. Acreedora a un León de Oro, Leigh es la primera afroamericana en representar a Estados Unidos en una bienal.
No puede dejar de comentarse el rechazo de los organizadores de la bienal a la participación de delegaciones oficiales, instituciones o personalidades vinculadas al gobierno ruso y las intervenciones ucranianas. En los parques Giardini, una pila de sacos de arena y carteles enviados desde Ucrania nos recuerdan la dolorosa guerra; mientras que la bellísima escultura La fuente del agotamiento de Pavlo Makov (San Petersburgo, 1958), en el pabellón de Ucrania, pudo exhibirse gracias a la iniciativa de la curadora Maria Lanko, quien, al ver acercarse la guerra, tomó los embudos de la pieza en su auto e hizo un viaje de tres semanas conduciendo diez horas diarias hasta llegar a Viena, desde donde se envió el material a Italia.
La participación de México, curada por Catalina Lozano (Bogotá, 1979) y Mauricio Marcin (Tapachula, 1980), Hasta que los cantos broten, no ha pasado inadvertida. La obra de Fernando Palma Rodríguez (Ciudad de México, 1957) es un eco espectral que reclama la vida de las infancias en un país donde el feminicidio presenta dolorosas tasas. Su pieza Tetzahuitl es una instalación mecatrónica en la que 43 pequeños vestidos de niñas suben y bajan haciendo chasquidos, como sonajas de un canto de cuna interrumpido. El número 43 no es casual pues remite a los normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en 2014. Por su parte, Naomi Rincón Gallardo (Carolina del Norte, 1979) presenta la instalación de video Soneto de alimañas, pieza de diecinueve minutos basada en su investigación sobre el inframundo en Mesoamérica donde aparecen una serie de especies ponzoñosas que se sintonizan para ayudarse a sobrevivir. Su poética punk, delirante, surreal y queer nos lleva a imaginar formas de resistencia basadas en la comunalidad. Mariana Castillo Deball (Ciudad de México, 1975) exhibe para la muestra la obra Calendar fall away, un piso de madera grabado que representa un calendario mesoamericano colapsado. Castillo Deball retoma imágenes del tratado Retórica cristiana (1579) escrito por fray Diego Valadés, que servía para adoctrinar a los indígenas, mezcladas con otras imágenes íntimas del universo afectivo de la artista, haciéndonos percibir los colapsos del tiempo en que vivimos. Finalmente, Santiago Borja (Ciudad de México, 1970) presenta la pieza Talel que consiste en veintitrés piezas de lana tejidas en telares de cintura por once tejedoras de la asociación El Camino de Los Altos, de Chiapas. El diálogo entre las piezas nos permite mapear la complejidad de temas que se han vuelto imprescindibles en la agenda nacional, tales como la reivindicación del arte popular, la recuperación de las epistemes prehispánicas y la construcción de una cultura que deje de normalizar la violencia contra las mujeres.
Para terminar este recorrido personal, me gustaría comentar otra participación mexicana que se inserta como evento colateral en la bienal: la exposición What goes around comes around (“Lo que se siembre se recoge”) de Bosco Sodi (Ciudad de México, 1970) en el palacio veneciano Vendramin Grimani del siglo XVIII. En ella los opulentos interiores de la residencia se ven intervenidos por la belleza de los materiales casi en bruto que caracterizan la obra de Sodi, internacionalmente conocido por la materialidad y la gestualidad de sus obras. En la exhibición la presencia térrea del barro de sus esculturas y el rojo brutal de la grana cochinilla de sus lienzos contrastan con los suntuosos elementos decorativos del palacio: gobelinos, óleos y tapices. Trabajadas en Casa Wabi, estudio del artista en Oaxaca, sus piezas cobran gran relevancia sobre todo en la instalación Noi siamo uno (“Nosotros somos uno”) donde 195 esferas de barro componen una constelación que representa a los Estados-nación reconocidos hasta ahora en el mundo; una reflexión sobre la gratuidad de las guerras.
La leche de los sueños será sin duda recordada como la bienal más inclusiva en términos de representación femenina, lo que podría ayudar a potenciar tanto la revisión de los relatos canónicos del arte como la construcción de nuevos modelos culturales. Si bien la paridad, es decir, contratar para todos los eventos artísticos a un 50% de mujeres y hombres, sonaba para algunos incluso polémica, la bienal nos demuestra que se pueden hacer ejercicios de representación cada vez más audaces. Sirvan el reconocimiento y el prestigio de la exhibición para que más instituciones culturales propongan ejercicios acordes con las realidades de nuestra época. ~
Es escritora, crítica de arte y académica. Su libro más reciente es Todo retrato es pornográfico (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015)