“En España siempre ha pasado lo mismo: el reaccionario lo ha sido de verdad, el liberal ha sido muchas veces de pacotilla.” La frase de Baroja, como esa otra que alude al taxi en el que caben todos los liberales españoles, resume bien el derrotismo que rodea a la idea liberal en nuestro país. Un talante que entronca además con el tópico fatalista de la historia de España. Como si la ausencia de liberales fuera un caso particular del atraso secular español, otro síntoma de haber perdido el tren de la modernidad en algún momento de los últimos dos siglos. La versión sofisticada de este complejo tendría por fuerza que mencionar la debilidad histórica de las clases medias españolas, sobre todo en el interior, y su dependencia del aparato estatal.
Ahondando en este sentido, Gregory Luebbert incorporó España a su análisis de las alianzas de clase europeas: antes de la Guerra Civil, la fractura territorial habría hecho imposible consolidar un “orden liberal” en España en torno a un partido que aglutinase a las clases medias, al enfrentar a las más pujantes de la periferia con las del centro. En lugar de presentar un frente unido, las burguesías se habrían alineado en el centro con los conservadores y las fuerzas armadas, y en Cataluña con la alta burguesía clerical y el campo. La hipótesis tiene aún más interés si consideramos que la cuestión territorial resurgirá varias veces para cruzarse en la historia de los partidos de centro españoles.
Tras la dictadura, el centro español gozaría de un breve momento de pujanza con el liderazgo de Suárez, pero la UCD era un proyecto de circunstancias, escasamente militante en las ideas y sin capilaridad social más allá del carisma de su líder. A pesar del triunfo del centro, los años setenta no eran buenos tiempos para la lírica liberal, convalecientes aún de la resaca sesentayochista, y a la espera de la revuelta thatcherita-reaganiana. Los potenciales votantes liberales rápidamente se vieron atraídos hacia el socialismo moderno de Felipe González, que construyó sus cuatro mandatos consecutivos sobre una alianza de clases medias con trabajadores del campo y la ciudad. Más adelante, la refundación del Partido Popular y el “viaje al centro” de Aznar llevaron a construir la hegemonía conservadora desde los noventa, arrebatando espacio entre las clases medias urbanas al PSOE –donde los socialistas nunca se han recuperado satisfactoriamente.
El aznarismo enarboló un cierto discurso liberal, y las protestas de disciplina presupuestaria, la entrada en el euro y la prosperidad de la burbuja le dieron cierta carta de naturaleza. Pero se distingue mal un corazón liberal en la estructura profunda del Partido Popular. No solo por su despliegue clientelar en lo local, sino también en su interdependencia con los cuerpos de la administración. Reclutar abogados, economistas y técnicos comerciales del Estado, entre otros, asegura al partido conservador una cantera de burócratas, pero sesga de forma inevitable su acción de gobierno hacia la continuidad y el reglamentismo. Esta es una de las razones por las que el discurso ocasionalmente liberal de los populares raras veces se materializa en el reformismo, como no lo hace tampoco con decisión en las costumbres por servidumbre de un electorado muy amplio, que abarca toda la derecha.
Así las cosas, hacia el cambio de siglo, el surgimiento de nuevos foros en internet permitió la emergencia de discursos políticos sin espacio en la política de partidos ni en los medios tradicionales. En torno a páginas como Libertad Digital y agregadores de bitácoras como Red Liberal se fue configurando una constelación de divulgadores y opinadores de las tendencias más variopintas. A falta de referentes españoles claros y con casi total ignorancia de lo que sucedía en Europa –una constante en el entorno–, los internautas siguieron modelos estadounidenses. Y al carecer de anclaje en las instituciones y de horizontes de gobierno reales, el debate se sublimó hacia el mundo de las ideas. Ideas no siempre buenas. Pudiendo reparar en partidos liberales europeos como los d66, el fdp, los Lib Dems o los radicales italianos, con combinaciones variables de liberalismo social, libertad económica y protección estatal, los modelos más frecuentes fueron en su lugar minarquistas, libertarios y anarcocapitalistas estadounidenses, más o menos inspirados en la escuela austríaca de economía. Grupúsculos marginales en la economía y la política incluso en su país de origen, de tendencia sectaria y cuya conexión con los sistemas políticos y las sociedades europeas se aproxima a cero.
Otra característica de ese nuevo liberalismo en la red fue un indisimulado conservadurismo social. No era infrecuente que los mismos que defendían en la teoría la posibilidad de la esclavitud o el canibalismo voluntario reculasen y empezasen a amontonar los matices y los condicionales cuando se trataba del matrimonio homosexual o el aborto. Corría la primera legislatura de Zapatero, y en las guerras culturales de aquellos años el nuevo liberalismo español fue presa de la polarización imperante. Entendido en su forma más rupestre, la única seña de identidad era oponerse a la izquierda, entonces unida bajo el PSOE. Poco importaba que los gobiernos de Zapatero mantuviesen, bajo la ebullición izquierdista, un manejo de la economía nada lejano de la ortodoxia. Era preciso armar una representación de la Guerra Fría en la que el socialismo golpeaba a la puerta, aunque el gulag adoptase ahora formas más amables, como prohibir fumar en los bares o limitar la velocidad de circulación en las autovías. Y si la UE era la URSS rediviva, Somalia mostraba el camino de la libertad.
En sus manifestaciones más grotescas, el anarcocapitalismo patrio derivó en defensas de la monarquía absoluta e invectivas contra Lincoln y la abolición de la esclavitud. Esto último no era casual: desde finales de los ochenta, los paleolibertarian estadounidenses de Rothbard y Rockwell, fuente –a través del Ludwig Von Mises Institute–de buena parte de la doctrina de los ciberliberales hispanos, habían trazado una estrategia conocida como outreach to the rednecks. Se trataba de formar una alianza populista de derechas con notas de racismo, antisemitismo, nostalgia del Viejo Sur y diversas formas de bigotry combinadas con no poco conspiracionismo. Tampoco por casualidad la sede del lvmi se situó en Auburn, Alabama. Y autores cercanos al think tank libertario producen propaganda anti-Lincoln, en ocasiones reproducida acríticamente por periodistas y publicistas españoles del entorno del Instituto Juan de Mariana.
Lo que habría podido quedar como una nota marginal y bufa en la accidentada historia del liberalismo español cobra actualidad renovada debido a los populismos de derechas que han emergido a ambos lados del Atlántico. No es difícil reconocer en la alt-right elementos presentes en aquel magma ideológico. En algunos casos se trata incluso de las mismas personas. Y la simpatía más o menos vergonzante de no pocos “liberales” españoles hacia el nuevo presidente de Estados Unidos y sus maneras certifica lo que aquel movimiento antiizquierdista tenía de liberal en sentido estricto.
Mientras tanto, un partido surgido del clivaje nacionalista en Cataluña pretende romper el mal fario liberal en España e integrarse en el liberalismo europeo de ALDE en los tiempos de Trump, Farage y Le Pen. Su reto es no solo ocupar un espacio electoral en el centro, sino definir un espacio ideológico que en nuestro país ha significado demasiadas cosas y a menudo ninguna. ~
Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.