La democracia del 78

Debemos reivindicar el excepcional valor de la democracia que nos ha sido legada y tenemos que asumir el objetivo generacional de volver a insuflarle vitalidad a nuestro país.
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El próximo 6 de diciembre celebramos el cumpleaños de nuestra Constitución de 1978, que, con sus cuarenta y siete años, alcanza a la que hasta ahora había sido la más longeva en nuestra historia política, la Constitución de 1876, conocida como la constitución de la Restauración borbónica. 

Precisamente en una efeméride como esta quizá convenga echar la vista atrás, porque, como advirtiera Cicerón, la historia es “testigo del tiempo, luz de verdad, vida de la memoria, maestra de la vida”. Y, en este caso, parecería que la historia de aquella Constitución de 1876 tenga mucho que enseñarnos porque, por desgracia, siguiendo a Mark Twain, podríamos decir que, aunque la historia no se repita, sí que rima con lo que estamos viviendo en el tiempo presente.

Tal y como ocurriera en aquellas primeras décadas del siglo XX, observamos el progresivo desmoronamiento de un régimen. Entonces, el siempre lúcido Ortega en su célebre conferencia impartida en 1914 con el título de “Vieja y nueva política” testimonió la agonía de la Restauración, que había perdido todo su vigor. Empezando por los partidos políticos, que se habían ido “anquilosando, petrificando, y, consecuentemente, han ido perdiendo toda intimidad con la nación”. Pero no solo. Esa España oficial en decadencia iba mucho más allá de los partidos de los que “Gobiernos salieron y salen”: “el Parlamento entero, es que todas aquellas Corporaciones sobre que influye o es directamente influido el mundo de los políticos, más aún, los periódicos mismos, que son como los aparatos productores del ambiente que ese mundo respira, todo ello, de la derecha a la izquierda, de arriba abajo, está situado fuera y aparte de las corrientes centrales del alma española actual”. 

Una radiografía que, por desgracia, coincide en demasía con lo que hoy vemos en nuestro país y, seguramente, también fuera de nuestras fronteras. Desde el prisma institucional, la Constitución del 78 se está quedando vacía, como un cascarón de huevo. No es solo que su fuerza normativa se pueda haber visto mermada cuando, por ejemplo, se amnistía a quienes la violentaron; sino que su espíritu cada vez está menos presente en la vida política de nuestro país. Sus instituciones permanecen formalmente, algunas incluso –en especial la Corona– se esfuerzan por preservar su sentido y vitalidad, pero en la mayoría mantienen una vigencia espectral. ¿Qué hace hoy el Parlamento al que se le niega su poder presupuestario, reducido a una cámara de convalidación de decretos gubernamentales y a foro para escenificar diálogos de besugos y gruñidos de jabalíes? ¿A dónde se orienta la dirección política de un Gobierno que olvida cualquier integración hacia un bien común para sembrar polarización y contentar particularismos, especialmente de unos nacionalistas cuyo objetivo revelado es desmembrar España? ¿Hay oposición? ¿Tienen sentido un periodismo cada vez más militante donde las cabeceras y tribunas de opinión se asemejan al alineamiento deportivo Marca vs. Sport? ¿Estamos sirviendo las universidades como “poder espiritual” para insuflar vitalidad a nuestra sociedad y para que nuestros jóvenes no sean unos “bárbaros” capacitados profesionalmente, pero huérfanos de sentido crítico?

De manera que, como ocurriera hace un siglo, podemos convenir con Ortega que nos encontramos con una España oficial que, repito, iría “del Parlamento al periódico y de la escuela rural a la Universidad”, la cual se está quedando como “el inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes”.

¿Cómo reaccionar ante este diagnóstico tan oscuro? ¿”Reseteamos” el régimen del 78 como vienen propugnando desde ambos extremos del acto parlamentario? Mi respuesta es claramente la opuesta: debemos reivindicar el excepcional valor de la democracia que nos ha sido legada y tenemos que asumir el objetivo generacional de volver a insuflarle vitalidad a nuestro país, algo que tiene que permear a todo el tejido nacional. Y para ello invitaría a mirar con orgullo a nuestra Transición: un momento trascendente en el que a pesar de las innumerables dificultades los españoles supimos orientar nuestra convivencia, no solo en el plano institucional, con la aprobación de nuestra Constitución de 1978, sino abrazando un proyecto colectivo. Momentos como las Olimpiadas de Barcelona o la Expo de Sevilla en el 92 fueron quizá el culmen de esa vitalidad nacional que vibró en aquellas décadas y que ahora deberíamos volver a recuperar. Tenemos la suerte, y aquí la gran diferencia con la Restauración, de que las generaciones presentes hemos heredado un régimen que, aunque erosionado, es un legado excepcional. Por ello, debemos reivindicar nuestra democracia del 78, sus fundamentos y su espíritu original como garantía de futuro.


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