El refranero español siempre ha sido la muleta de todo tipo de estrategias lingüísticas; su uso (y abuso) revela su carácter proteico y exasperante. Unas veces por defecto intelectual, para despachar con lugares comunes cuestiones que merecen un par de vueltas. Otras por exceso, otorgando relevancia a lo insustancial. Estos dos extremos, que también se dan al analizar fenómenos culturales contemporáneos, son formas de lidiar con un ambiguo poso filosófico, complejo de calibrar.
La expresión “dime con quién andas y te diré quién eres” apela directamente al determinismo, la última tentación decimonónica de englobar en una sola lógica el desarrollo histórico de las sociedades humanas. En esa época, las ciencias sociales engendraron unos cuantos: el darwinismo social o el materialismo histórico, refinado posteriormente como determinismo tecnológico. Otros son más recientes, y quizá más matizados: el determinismo ambiental y el institucional. En rigor, todos ellos pueden ser subsumidos en uno solo: el energético. Es fácil darse cuenta de esto simplemente leyendo la primera, evidente y palmariamente ignorada afirmación de este libro: nada existe sin la energía y su transformación.
Su autor, Vaclav Smil, atesora una obra monumental y caudalosa: cuenta con 26 vástagos, de considerable longitud y espesura medias, solamente en lo que llevamos de siglo. Su trayectoria, siempre centrada en las transiciones energéticas, ha ido a caballo entre la divulgación y el tratado histórico interdisciplinar. Seguramente Energía y civilización es el ejemplo más ambicioso de lo segundo, pero a tenor del ritmo de producción de Smil nunca se sabe: cuando esta obra aparece en castellano –4 años después de publicarse su versión original–, dos nuevas la han sucedido.
Para situar este tratado en la obra de Smil, hay que reparar en algo que no figura en la edición en castellano: es fruto de una ampliación y una severa actualización de su Energy in world history, publicado en 1994. El esqueleto de este primer tratado es el mismo que el de Energía y civilización, pero con una importante –aunque no única– salvedad: hay un análisis más esmerado de las repercusiones, virtuosas y contraproducentes, de nuestra civilización fósil. Dentro de estas destaca el cambio climático antropogénico, la consecuencia indeseada por definición, que pasa de ocupar un marginal párrafo a copar una subsección entera.
Minimalista y cristalino en su exposición, Energía y civilización es no obstante exigente: aunque Smil intenta ser cortés con el lector –por ejemplo, informándole sobre conceptos clásicos de pesos y medidas energéticas– cualquiera que conozca su desempeño periodístico en entrevistas sabe que no es misericordioso con los neófitos. Por ello la descripción técnica y pormenorizada de cada hito energético requiere la máxima atención. Salvo para los apasionados de la azada, las poleas, el molino de agua o la extracción de carbón en minas a cielo abierto, en algunos pasajes el nivel de detalle resulta tedioso. Esto recuerda a los clásicos de las ciencias sociales, si bien con una salvedad: el escrúpulo no se debe a matices explicativos, sino a la minuciosidad descriptiva.
La hipótesis principal del libro consiste en una intuitiva generalización histórica: el devenir de la humanidad se ha regido por la búsqueda y la obtención de una cantidad creciente de reservas y flujos de energía; previo conocimiento, cada vez más refinado, de sus potenciales. La clave de este proceso es la transformación de estos flujos y reservas en calor, luz y movimiento. ¿Qué fases ha experimentado este proceso hasta nuestros días? A esta pregunta responde el conjunto del libro hasta el trascendental último capítulo, ofreciendo un viaje por las formaciones sociales y las prácticas relevantes para este proceso de conocimiento, búsqueda y encuentro desde las primeras sociedades de cazadores y recolectores hasta la actual civilización fósil. La hipótesis es casi de sentido común: pocos cuestionarían que las sociedades complejas contemporáneas son más intensas en energía que las previas, y que hay además un punto de inflexión fundamental en esta búsqueda y obtención de reservas, coetánea a una progresiva emancipación de unos volátiles flujos que ahora se quiere revertir para luchar contra el cambio climático –viento, agua y sol, sobre todo.
Este impasse en la historia energética humana se produce por la agregación precipitada de múltiples fenómenos. Estos se engloban en la explotación, cada vez más eficiente, de las fuentes de energía que aún rigen nuestro mundo: el carbón, el petróleo y el gas natural. Estas reservas, mucho más abundantes y densas que las anteriores, permitieron generar e hicieron proliferar las innovaciones técnicas más importantes de nuestra era: el motor de combustión interna y la electricidad. Estos revolucionaron el transporte y aceleraron en buena parte el desarrollo industrial, expandiendo el comercio internacional. También precipitaron el paso de una agricultura tradicional, que en sus mejores momentos situaba la nutrición humana en un inestable nivel de subsistencia, a la moderna, altamente mecanizada e intensiva que multiplicó la reserva más esencial de energía para la supervivencia humana: los alimentos.
En parte, el hipertrofiado talante descriptivo de Smil paga el precio de la falta de imaginación explicativa. Pero esto no es siempre así; el mejor ejemplo es su impugnación de un férreo consenso historiográfico: la revolución industrial. Convencionalmente, se piensa que dura desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siguiente; que se basó en la réplica del modelo británico, basado en la industria textil; que su desarrollo consiste en la sustitución de la producción artesanal por la mecanización manufacturera y que su puesta en marcha depende del carbón y del vapor, cuyos estereotipos son las minas británicas y la máquina de James Watt. Por el contrario, Smil sitúa al menos dos siglos atrás el comienzo de este proceso, mucho más gradual y multiforme de lo supuesto, lo que manera implícita descarta que fuera una imitación del proceso británico: Bélgica, el país más cercano a su estela de desarrollo en esa época, optó por la industria metalúrgica; Estados Unidos, por la maderera. Según el censo británico de 1851, la producción y las ocupaciones artesanales aún albergaban más población ocupada que las fábricas modernas. Por último, el carbón y el vapor fueron fundamentales para acelerar este proceso, pero sus efectos revolucionarios no se hicieron notar en sus inicios. El Smil menos encorsetado por la descripción se encuentra en el último capítulo, en el que aborda decididamente la cuestión del determinismo energético. Como suele ocurrir, este confunde correlación con causalidad: del paralelismo entre el avance civilizatorio y el crecimiento del consumo de energía se infiere que este da cuenta del éxito social, cultural y económico a lo largo de la historia. Si aceptamos esto, el profetismo es inevitable: se creería haber dado con un télos, ignorando todas las pruebas aportadas por Smil en su contra. La posición del autor es cabal: las leyes de la termodinámica y la constitución de los flujos de energía marcan los límites de la acción humana; pero esto no significa, dentro de este amplio marco, que la dirijan hacia un destino concreto. De ahí su prudencia con las predicciones, plenamente coherente con su éthos intelectual, inveteradamente suspicaz de los modelos para atisbar el futuro de la humanidad. Por eso Smil, aun sospechando de las posibilidades actuales de la tecnología para salir del callejón ecológico, dice que para entender quiénes somos, hay que saber con qué y con cuánta energía andamos, siendo conscientes de los logros obtenidos pero amenazados por severos problemas sobrevenidos; pero también advierte de que esto no permite saber adónde vamos.
Daniel Lara de la Fuente (Madrid, 1989) es doctorando en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de Málaga.