Qué sorpresa ha sido encontrarme con los obituarios de Mario Muchnik (1931-2022) en distintos medios de ambos lados del Atlántico: en unos cientos de palabras parecen copiar y pegar, en desorden, una especie de texto genérico. Es cierto que exploró varias profesiones antes de llegar a la edición. Es cierto que publicó a Elias Canetti por primera vez en español, antes de que ganara el Nobel. Es cierto que fundó y trabajó en varias editoriales. Pero esta podría ser la descripción de cualquier editor que haya trabajado en grandes grupos (si se sustituye el nombre de Canetti por otro).
Su legado editorial me parece otro, totalmente otro. A Canetti lo hubiera publicado cualquiera, Muchnik u alguien más, tarde o temprano. Pero hay características de su personalidad que me parecen inusuales y por lo tanto dignas de comentar. Quisiera mencionar dos: la primera es que fue un editor que pensaba sobre el significado de la edición –al respecto escribió media docena de libros– y la segunda es que fue quizás el primer editor “independiente” de la generación actual: la de alguien que ha decidido alejarse de los grandes grupos para constituir una casa editorial que, modesta, publica pocos libros al año, con rigor y cuidado, sin que sus posibles beneficios económicos sean el factor determinante del llamado “criterio”.
En el prefacio de una de sus memorias editoriales (Banco de pruebas, 2000), causa cierta gracia que Muchnik haya decidido usar el Quijote como comparativo de su labor editorial. La gracia rápido se convierte en reflexión crítica: “Hay otro porqué para referirme aquí a mis cavilaciones sobre don Quijote, y es de tipo moral. Cuando se habla de la línea editorial de un programa se suelen dar solamente categorías: narrativa, ensayo, guías prácticas o de viaje, libros ilustrados… Se omite, a mi modo de ver, lo más importante: la motivación. ¿Por qué editar? Y, si vamos al caso, ¿por qué escribir? […] Cada cual tiene sus razones, y todas valen si son veraces, si no esconden otra cosa. Yo tengo la mía: también yo quiero salir al campo. Estas ganas de intervenir en las cosas mediante mis libros –editados o escritos por mí– me han guiado siempre en la confección de mi programa y en el trazado de mi línea editorial”. Unas páginas más adelante añade: “Nunca como hoy, dichosa edad y siglo dichoso de la comunicación, hemos estado, tú y yo, tan agobiados por el desmesurado fardo de lo que nos quieren decir –mientras muere en silencio lo que queríamos decir nosotros. Semejante desequilibrio ha de tener un significado, un significado que sin dudas preocupó también a Cervantes y que, salvo error de mi parte, está ligado a los mecanismos íntimos y secretos del moderno ejercicio del poder”.
“¿Cuál es el argumento del Quijote? Un día, un hidalgo decide que no puede seguir viviendo una mentira y toma la decisión de actuar, desde ese instante en adelante, según sus convicciones, cosa que simplifica considerablemente la existencia”, dice Muchnik, comparando, si lo entiendo correctamente, las decisiones y el actuar del personaje con sus propios ideales en torno a la edición. “Las convicciones de Alonso Quijano son todas del tipo ético. […] El mundo es un desastre y nadie hace nada. Para Quijano, la única cordura es hacerse caballero y salir a la llanura. En el mundo ‘real’, por desgracia, todo acto ético aparece como locura. La norma, desde luego, es la cordura. […] Creando a don Quijote, Quijano no crea un personaje literario, sino las condiciones de su entorno necesarias para cometer su empresa. Hace espacio a su alrededor. Toma el aire que le hace falta. En medio de su infierno, busca y reconoce, y da espacio y hace durar, a aquel y aquello que no son infierno.” Concluye quince páginas después: “¿Entonces? ¿Por qué editar? Detrás del libro, la moral. Y junto con la moral, inevitablemente, la locura”.
Después de varios años y varias profesiones en Nueva York, Roma y Londres, Muchnik probó suerte en París, adentrándose en la edición como trabajo formal, y eventualmente consiguió un empleo en el desarrollo de colecciones para Robert Laffont. Ese fue el inicio de una larga carrera que, tras su mudanza definitiva a España en los setenta, incluyó crear Muchnik Editores –hoy El Aleph– con su padre en 1973; ser director literario de Seix Barral entre 1982 y 1983; trabajar en la editorial Anaya; dirigir Anaya & Mario Muchnik entre 1991 y 1997; y, finalmente, fundar en 1998 Del Taller de Mario Muchnik, una editorial concebida para publicar seis títulos de narrativa y ensayo al año. Ese mismo verano del 98 decidió editar (¡la moral, la locura!) su propia versión de Guerra y paz, una de las “máximas obras literarias de la historia” al lado del Quijote y la Odisea. Comisionó la traducción a Lydia Kúper, que entonces tenía 88, y contó esa experiencia épica en otro de sus libros de memorias, Editar “Guerra y paz”. Las palabras de Muchnik en la “Nota del editor”, que ha incluido en ese libro, revelan sus motivos: “La edición de Guerra y paz publicada en estos días por este Taller, fruto de cuatro años y medio de trabajo, pero también de toda una vida marcada por la que, según muchos, es la mejor novela jamás escrita, ha sido una sucesión de coincidencias, percances y sorpresas, […] pero, sobre todo, de momentos de gracia, probablemente suscitados por el mismo texto de Tolstói. Rodeado de amigos que han vivido esta aventura muy de cerca, influido y alentado por ellos, he decidido narrar los hechos para beneficio de generaciones futuras de jóvenes editores. Si las hay”.
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¿Cómo se convirtió Muchnik en editor independiente? ¿Cómo fue que, con casi setenta años, después de trabajar durante décadas con los “grandes” editores, decidió iniciar otra vez? De nuevo, la gracia de Muchnik para responderse esa pregunta: “Primer acto: Havas compra Anaya. Segundo acto: Hachette compra Santillana (con El País); Bertelsmann compra Correos e Iberia; Havas compra internet y Telefónica. Tercer acto: Hachette compra Planeta y El Mundo; Bertelsmann compra la Feria del Libro de Madrid; Havas compra el Retiro. Cuarto acto: Hachette compra el Hispano; Bertelsmann compra los taxis de Madrid; Havas compra Carmen Balcells. Quinto acto: Hachette compra Bertelsmann; Bertelsmann compra Havas; Havas compra Hachette. Sexto acto: Bill Gates compra a todos. Primera consecuencia: Salvo el TMM, todos editan en español/inglés. Segunda consecuencia: Bill Gates solo vende por internet. Tercera consecuencia: Renace el editor independiente y la librería entra en auge. ¡Viva el siglo XXI!”.
En 1998, cuando toma la decisión de iniciar de cero, con recursos mínimos, envía una carta “a un millar y medio de personas en todo el mundo en varias lenguas”, en donde explicaba qué significaba el “trabajo independiente” para él. “Las paradojas de la vida –dice la carta– me han devuelto ahora a un terreno donde solo yo oriento mi trabajo: el terreno de la independencia editorial, cuyos riesgos todos conocen pero que, en contrapartida, me proporciona el fastuoso privilegio de responder solo ante mi conciencia. Tendré un programa de pocos libros, y pienso vivir de ello, lo cual exige fuerza de voluntad, un terco esfuerzo profesional y la prudencia que modere la osadía. […] Me he dotado de la infraestructura más modesta posible: mi ordenador y yo. Organigrama sencillo. La editorial funciona en mi casa y abre cuando yo estoy, es decir casi siempre. Desde luego, dispongo de un amplio grupo de colaboradores externos de la más refinada capacidad profesional”.
¿No parece esta una misiva al futuro? ¿No podría representar, veinte años después, el momento que hoy vivimos? En otro lugar de sus escritos, en una especie de carta abierta, y con esa misma visión anticipada, hace una lista de “Consejos a un joven editor independiente”. Rescato aquí algunos: “Antes de meterte, busca quien te distribuya. No edites nada con preconcepto mercantil; nunca juzgues un libro por sus valores comerciales. No edites más de lo que puedas leer. Paga bien a tus colaboradores, te saldrá más barato. No te disperses: fija tu línea editorial. Busca el carácter distintivo de tus portadas y séle fiel. No hagas presentaciones: no sirven para nada. Aprende todo sobre tu oficio: toca todos los instrumentos de tu orquesta. Cultiva tu imagen de editor: que no se parezca a la de ningún competidor. Cuida tu independencia: es tu único capital”.
Comenzó, pues, esa última fase del Muchnik editor que valoraba lo pequeño. Lamentaba que el mundo del libro hubiera sido “prostituido por el poder”. Temía por el “pez chico”, que iba a ser comido por el grande. “¿Cuáles son los peces chicos? Los lectores chicos, los libreros chicos, los editores chicos y los autores chicos. ¿Autores chicos? Desde luego. Platón fue un autor chico. Lo fue Cervantes. Lo fueron Balzac, Kafka y, hoy, Canetti (por ejemplo). Sus libros se consiguen, incluso a bajo precio, pero tienen ventas chicas. Grandes son los autores de best sellers, algunos capaces de obras de lectura agradable, pero ninguno capaz de dar el tipo de libro que describe Franz Kafka: ‘Me parece que solo deberíamos leer libros que muerdan y que piquen. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo? ¿Para que nos haga feliz, como al que lo escribe? Válgame Dios, seríamos igualmente felices si no tuviéramos libros. […] Un libro ha de ser como el hacha que quiebra la mar helada que llevamos dentro’. […] Los autores, editores, libreros y lectores chicos son mortales, pero no por eso hay que matarlos. El hombre es mortal, pero no por eso hay que matarlo.”
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Hay un pasaje en Guerra y paz al que Muchnik se refirió más de una vez: aquel que narra la serie de acontecimientos que anticiparon la muerte de Mijaíl Ilariónovich Kutúzov: “Poco a poco fue cambiando el Estado Mayor, con lo cual la fuerza principal de Kutúzov quedó deshecha. Estaba muy débil y su salud era precaria. De manera natural, simple y gradual, cuando su misión quedó cumplida, ocupó su puesto un nuevo personaje, el hombre que requería el momento histórico. Para la nueva guerra se necesitaba un hombre nuevo, con calidades y opiniones distintas de las de Kutúzov; un hombre movido por otras razones. Alejandro I era tan necesario para ese movimiento de los pueblos de oriente hacia occidente y para el restablecimiento de las fronteras nacionales como lo había sido Kutúzov para la salvación y la gloria de Rusia. Kutúzov no entendía ni podía entender lo que significaban Europa, el equilibrio, Napoleón. A ese hombre, que representaba al pueblo ruso, una vez que el enemigo fue derrotado, liberada la patria y puesta en el pináculo de la gloria, a ese hombre, como ruso, nada le quedaba por hacer. Al hombre que era la personificación de la guerra nacional no le quedaba más que morir. Y murió”.
En Editar “Guerra y paz”, Muchnik piensa que lo mismo podría pasarle a Lydia Kúper, quien entonces tenía 92 años y recién había terminado, después de cuatro años, la traducción de Guerra y paz que él mismo le había encomendado: “Lydia me hizo un regalo: un medallón con el perfil en relieve de Kutúzov. Hoy, atando cabos al descifrar la inscripción en cirílico al dorso –‘Mijaíl Ilariónovich Kutúzov (1747- 1813)’–, me surgió una idea espeluznante. Una vez expulsado Napoleón de Rusia, en 1812, Kutúzov ya no tenía nada que hacer y se murió. Al fin de la traducción de la novela me pareció que Lydia quizá tuviera el ‘complejo de Kutúzov’… Tenemos que volver a hacer planes”.
Regresemos a la fascinación de Muchnik por el Quijote en Banco de pruebas: “¿De qué se muere Alonso Quijano? De redundancia, de verse superfluo, de sentir que sin adarga y sin lanza, desmontado de Rocinante, lo único que queda de su persona es un incurable malestar. La segunda parte de la novela sirvió para demostrarle que la sociedad no cambia, por muchos profetas que la surquen y muchos caballeros que vivan según sus propias convicciones”.
(Guanajuato, 1976) es editor en Gris Tormenta, una editorial de ensayo literario y memoria.