La voz de entonces no es la primera novela de Berta Vias Mahou que parte de una historia real. En Venían a buscarlo a él recrea los últimos años de vida de Albert Camus. En Yo soy El Otro novela la vida del torero José Sáez, al que apodaban El Otro por su parecido con Manuel Benítez “El Cordobés”. En Una vida prestada hizo lo mismo con la fotógrafa Vivian Maier. En La voz de entonces, su novela más reciente, la escritora madrileña explora la historia de sus antepasados desde principios del siglo xix, cuando el catalán Juan Vias Paloma se instaló en Puerto Rico para cultivar caña de azúcar. Como era común en muchas haciendas de la entonces colonia española, Vias tenía esclavos. Es el trauma fundacional de la familia y de la novela. Es el origen de su fortuna y de su culpa. A lo largo de la historia, los hijos y nietos y bisnietos de la familia Vias, casi siempre de tendencia liberal, van descubriendo ese hecho vergonzoso.
El otro gran hilo conductor del libro es la muerte, y en especial la muerte prematura. Pepita, hija de Juan Vias, le corta el pelo a su padre en el ataúd y le pregunta cuándo se levantará (“estaría acostumbrada a los velorios, pero no sabía lo que es la muerte”). Poco después, a los nueve años, la propia Pepita acabaría muriendo. Otro familiar se fue a América y no volvió; su muerte no fue notificada a su esposa, que lo esperó durante décadas. Otro murió en la guerra del Rif a los veinte años. Varios murieron en el parto o de niños. Es una historia siniestra de velorios, lutos eternos, ajuares, joyería funeraria, canciones de cuna con finales trágicos.
Juan Marsé decía que prefería la forma al fondo porque, como pasa con los chistes, nada tiene interés si no sabes cómo contarlo. Es un cliché hablar de tal dicotomía, pero en el caso de Vias Mahou es importante mencionarla. La vida de sus antepasados es apasionante, pero la virtud de esta historia está en cómo la autora da voz literaria a sus personajes, cómo cobran vida. Le preocupan especialmente el ritmo y la estructura, cierta experimentación con los saltos de párrafo (frases, a menudo sin verbo, que quedan cortadas al final de uno y que se completan en el siguiente), y sobre todo transmitir una sensación coral, de voces que se interrumpen, de historias llenas de elipsis que van poco a poco completándose. Es un lirismo además sobrio, si es que el lirismo puede serlo, que no interrumpe la narración ni empalaga.
Hay personajes curiosos (el familiar que tras volver del exilio se trajo un chacal y lo paseaba por Albacete, la joven que alojaba de manera clandestina un esclavo en Puerto Rico, la hija del ginecólogo de un internado para madres solteras menores de edad que acaba quedándose embarazada a los dieciséis años), muertes trágicas, migraciones, guerras. Vias Mahou integra estas historias en la narración, sabe darles contexto: todos los detalles sobre el esclavismo en el Puerto Rico español (las leyes de la colonia, las canciones populares y coplas) son apasionantes; también la atmósfera asfixiante y la mediocridad del franquismo. Pero el objetivo final de Vias Mahou no es hacer de cronista de la familia (aunque hay una vocación de registro, de dejar algunas cosas dichas sobre el pasado familiar, sobre todo de las partes más dramáticas), sino contar su microhistoria, la historia íntima. Mezcla recuerdos, conversaciones, crea escenas detallistas, juega con los tonos y los registros (“Un momento, ¿quién habla aquí? ¿Quién va a ser? Ellos. Los que entonces eran unos niños. Los que aún viven y todavía pueden recordar […] Parecemos el coro. Interrumpiendo y comentando cada escena”) y en general consigue lo que consiguen las buenas novelas: en pocas pinceladas, porque estamos ante una novela coral con saltos temporales constantes, crea personajes con profundidad psicológica y escenas vívidas y potentes. Quizá el mejor ejemplo es el brillante capítulo “Los soliloquios de la bisabuela Vicenta”, que recuerda en ocasiones al Chirbes o al Landero más verborreicos (en el buen sentido). La bisabuela Vicenta, que sufre de demencia, va contando cuántos hijos le quedan, de los diez que parió, y lo hace a través de la canción “Diez negritos”: “No he tenido suerte en la vida, susurró Vicenta. No la tienen la mayoría de las mujeres. Tantos hijos, tantas penas. No la tienen tampoco la mayor parte de los hombres. Tantos hijos, tantas guerras.” Se mezclan en su soliloquio otras voces, de su hija, de sus nietos, y la narración es febril y emocionante.
La voz de entonces es un prodigio tonal y estructural. Tiene además un trasfondo muy interesante sobre el pasado colonial español. En cambio otras historias del libro resultan demasiado trilladas: la posguerra, la represión de la enseñanza católica. Sin embargo, incluso cuando los personajes no resultan muy interesantes (el cura siniestro y sobón y demasiado obsesionado con las faldas, por ejemplo, es un tropo quizá demasiado torpe), la historia se salva. Es la gran virtud de esta gran novela: en las poquísimas ocasiones en que no funciona, realmente no importa. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).