Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es un poeta, ensayista, traductor y aforista prodigioso. Destaca por la belleza de su escritura, la profundidad de pensamiento, la fertilidad creativa y la variedad de saberes que maneja. Distinguido con el Premio Nacional de Ensayo 2021 por su obra Filosofía y consuelo de la música (Acantilado) y el Premio de la Crítica 2020 con el poemario Los árboles que nos quedan (Hiperión), no son los primeros galardones que recibe, ni serán los últimos. Desde que cambió Barcelona por el valle de Baztán, su vida experimenta una lenta y continuada transformación que se aprecia en su trabajo. Causa de esa metamorfosis es sin duda su vuelta a los orígenes y su cotidiano escuchar la naturaleza. Un escuchar que, tal y como escribe en su último ensayo, “remite instintivamente a cuanto fuimos, es un modo de oír a los antepasados, la manera de tenerlos por unos iguales, el medio de retornarlos”. Esta monumental obra pone en relación oído e intelecto para ofrecernos un fascinante viaje a las fuentes del saber de Europa, a nuestra condición humana: del grito al mito, de los fundamentos de la filosofía al Humanismo, y de este a una razón que necesita liberarse del corsé de la lógica y de la tiranía de las certezas. Ramón Andrés pone al descubierto un poso de memoria fundamental, un conocimiento esencial para no perder el hilo de la tradición.
Empecemos por el final de ese recorrido. Cerrar con Goethe y Novalis es toda una declaración de intenciones.
En cierto modo es así porque son, digamos, los faros de una Europa que terminó con ellos. Luego vino la forja de grandes utopías. Creo que las utopías son un cepo, una coacción, siempre implican pensar en el futuro y eso conlleva la fragua del nihilismo porque el futuro, el futuro ideal, nunca se alcanza. Además, vivir en la idea de futuro supone un menosprecio del presente, la fragua de una visión trágica como es valorar el mundo como insuficiente, ya que “se va a algo mejor”, que está más allá. Este es un pensamiento de naturaleza cristiana, ese impulso que nos lleva a avanzar hacia aquello que nos saque de este bíblico “valle de lágrimas” y nos conduzca a uno mejor. Goethe y Novalis representan unas últimas luces previas a esa explosión de idealismos y utopías que definieron el devenir de los siglos XX y XXI.
¡Cuántas lecturas hay detrás de este libro!
Aprender ha sido un modo de vida para mí, y no solo por el tópico de que la curiosidad te lleva a buscar sin tregua. Para mí, más que la curiosidad, es el asombro, como decía Aristóteles, lo que me mantiene despierto. En este sentido vivo asombrado y por eso he dedicado toda mi vida al estudio y la lectura. En el fondo es una vida activa, no tengo un día igual a otro porque cada día aprendo algo, y entonces, la visión de las cosas me cambia un grado con respecto a la posición que estaba el día anterior. Vivo así, en una entrega absoluta.
¿Has elegido tú la cubierta del libro?
Sí, siempre lo hago, de todos los libros.
¿Y de entre todas las láminas que en él aparecen, algunas de ellas de una belleza finísima, te has quedado con la del músico achacoso que carga a la espalda su instrumento?
Las láminas están muy escogidas, soy un empedernido rastreador, siempre me ha gustado muchísimo la pintura, el grabado y el dibujo, también la escultura. He elegido esta imagen para la cubierta porque, en cierto modo, me representa, “es yo”. Arrastro también el cansancio de mi intensísima dedicación, una actividad, desde luego, que nunca me ha salvado de una vida de mucho sacrificio y obligada austeridad.
En él da cuenta de un Humanismo que sentó las bases de Europa, pero que se está perdiendo.
Se está perdiendo el Humanismo entre otras cosas porque en los últimos decenios Europa se ha concebido a sí misma como un cuerpo económico. La propia idea de Europa impulsada por los europeístas es la que ha desestimado el Humanismo, porque Europa se ha convertido en unos grandes almacenes ideológicos donde solo se venden ideas de bienestar, de seguridad, de consumo sin fin…. Jan Patočka señaló que Europa nació de la búsqueda del alma, ¡y es verdad! En la filosofía griega, Platón busca el alma, Aristóteles la investiga, y es esa Europa que nace de la búsqueda del alma la que se ha extinguido. La idea actual de Europa está cimentada en lo puramente económico, por lo que el pensamiento humanista se ha perdido en una cierta inopia.
¿Qué restos nos quedan, qué jardín aún podemos cultivar?
Pues jardines muy exiguos, a veces reducidos a lo individual o, en el mejor de los casos, a las corrientes que cuestionan un sistema totalitario, sin apenas matices, y que acaban siendo absorbidas por la gran máquina que no ha cesado de fabricar absurdos desde hace demasiado tiempo. Sin embargo, nos queda una herramienta que juega mucho a nuestro favor, y es la memoria. Una memoria que, hay que reconocerlo, apenas recuerda el pasado lejano, dado que está afectada por los dos suicidios de Europa, que son las dos guerras mundiales, sin olvidar la guerra de los Siete Años, que fue terrible –Europa es también muy cainita, este es un hecho que la pierde–. Nos quedan pequeños reductos, pero los tenemos al alcance de esa memoria reciente. Considero que los que dedican al trabajo a pensar, a la escritura, si lo hacen con honestidad, son también focos de resistencia. Europa está en esos focos. ¡Y en las artes y la música! Me atrevería a decir que la música es lo que más cohesiona Europa, me refiero a su lenguaje abarcador y malavenido con las fronteras. El modo de pensar la música occidental, empezando por el canto gregoriano, que es una base sobre la que se han ido construyendo las voces, una polifonía que ha explicado nuestra historia espiritual y más tarde una armonía que nos ha dibujado como seres modernos, es decir, embargados por los deseos.
Arranca con una cita de Canetti: “La música es el mayor consuelo ya por el hecho de que no crea palabras nuevas”; y acaba, más de mil páginas después: “En todo arte, en toda filosofía, en toda ciencia suena una música de fondo, a veces, de tan tenue, imperceptible, una lengua donde acaban las lenguas. Por eso nos hace libres al pensar que deja de nombrarnos”.
La palabra no llega donde lo hace la música. Pese a que es un lenguaje abstracto, muy abstracto, el de la música es muy poderoso, por ejemplo, por la cualidad de su inmediatez sobre nuestro estado de ánimo; esa rapidez no la logra la palabra. Yo, que soy un enamorado de la poesía, que he leído muchísima poesía, que la escribo y vivo en ella, tengo que reconocer que de pronto una vibración, una sonoridad armónica que llega a nuestros oídos tiene una capacidad de translación, de llevarnos no sé a dónde, que no posee ningún otro arte, no lo tiene la poesía ni la novela. Acaso provocan más pensamientos, pero son menos instintivos e incisivos que los surgidos de la música.
La música es antes que lo humano.
¡Claro! En el principio no fue el verbo, sino el sonido. La música nace de entender el sonido que se da en la naturaleza: un salto de agua, el trueno, el grito, los pájaros, los vientos, las lluvias… La música es una condensación y ordenación de todo este mundo acústico, que es destilado y trasladado al lenguaje de la música, de ahí nace: de transferir el mundo en su acontecer natural.
Tiene algo de divino.
Sí, en cierto sentido, porque tiene un lenguaje propio y crea su propio mundo. No hay mundo sin lenguaje, y el de la música crea su propio mundo paralelo a este. En este sentido podemos decir que está fuera de la tierra, y si quieres llamarlo así, cerca de lo divino. Aunque, ¡vete tú a saber qué es lo divino!
En este libro me he encontrado con un ateo con muchas ganas de creer.
(Gran silencio). Muchas veces he pensado… no, no creo en nada, nunca he necesitado identificarme con la idea de un más allá. No, no soy nada, ni siquiera ateo, me refiero a los ateos que militan y se enfurecen y esfuerzan para negar lo divino. Es cierto que, quizá por comodidad, me gustaría tener una creencia firme, no por temor, pues con los años el miedo a la muerte se desvanece, es una cosa extraña. A medida que el tiempo pasa, menos se teme a la muerte. No soy metafísico, por tanto. Buscar un orden en el mundo, un orden que no encuentro en los movimientos políticos ni en las ideologías de ningún signo, donde no encuentro nada, sería el verdadero cometido. Un orden instituido por el silencio, por la austeridad, por el respeto al prójimo, sería el aceptable.
Apunta a cuestiones básicas de la mística: los límites del lenguaje humano, el desacuerdo con el mundo y la necesidad de orden.
Sí, sí, es así. Somos muchos los que vemos la necesidad de orden y austeridad y respeto, algo primordial si quieres darte cuenta de que estás en el mundo, de que vives en él y asumes su complejidad.
Decía que se está reconciliando con la idea de la muerte.
Morir pone tan en entredicho la identidad… ¡La identidad es una estafa!, una estafa en toda regla. Cuando era un niño de cuatro o cinco años oí hablar mucho de la muerte, de forma terrible: la de mis tíos, por ejemplo, uno de ellos fue a parar a un campo de concentración, y su hija de dos años y medio muere en ese campo de tuberculosis porque nadie la atendió; la muerte de amigos de mis tíos muertos en la contienda, la de mi abuelo, con 45 años, a quien no conocí, y poco después la de mi abuela con 40 años, de tifus, dejando huérfanos cinco hijos en plena posguerra. ¡Tanta muerte de la que oí hablar siendo niño!, por eso la he tenido presente en todo lo que escribo.
La música consuela, acoge y da refugio.
Cuando nos rompemos moralmente, cuando entramos en una profunda tristeza, nos alejamos de la razón. La música interviene sobre nuestra parte irracional de manera asombrosa, y de ahí nace una connivencia con lo que está más allá del lenguaje, que es determinista, y eso nos cubre, nos arropa y alivia el ánimo. En Egipto, en Grecia, en China siempre encontramos inmemoriales ejemplos de alguien que toca un instrumento o lo escucha para consolarse, porque apela a nuestro mundo emocional e íntimo. No somos razón únicamente, no es cierta esa afirmación. Somos irracionales también en buena medida, y la música, como digo, nos ofrece consuelo porque apela a una zona nuestra en la cual la razón no cabe y no puede intervenir. Si estás muy triste y yo te doy unos sabios consejos seguirás triste; pero una buena música llama a algo tuyo que no es expresable con el lenguaje oral.
También en la catástrofe.
En los momentos de catástrofe, la música es un perro de rescate y una fuente de consuelo y también de creación. A partir de la música del Romanticismo y del Posromanticismo surge la necesidad de describir musicalmente los acontecimientos traumáticos, como la guerra, y, más tarde, la tortura mental y física padecida en los campos de exterminio. A partir de la música romántica las partituras empiezan a expresar la desventura humana, ya sea la propia, ya sea la de un prójimo castigado.
Es pues un arte aliado del exiliado.
La música es un modo de enraizarse al pasado, de vivir en él. Es un medio de rememoración, una voluntad de lo que no debe desaparecer. Está en la memoria. Creo que lo mejor del ser humano está en la música, no necesariamente en quien la compone o toca, sino también, y, sobre todo, en quien la escucha. El oído es el órgano de la revelación. Escuchar es asumir el pasado, aceptar que toda voz proviene de lo más lejano que hay en nosotros, que somos continuos exiliados.
En el libro se hace evidente que a medida que el ser humano avanza hacia la razón lo hace también hacia la discordia.
Es verdad, es así. Heidegger, un filósofo controvertido pero capital, decía que una de las causas del deterioro del pensamiento occidental es que la razón solo ha sabido expresarse en la lógica. Es importante darse cuenta de esto. Se ha circunscrito a la lógica, y esto nos ha llevado al determinismo. Desde la razón pueden abordarse otras formas de conocimiento, que todavía ignoramos.
La música ofrece consuelo, pero no logra la conciliación.
No la logra, y eso que en este viaje humano vamos juntos y descendemos en la misma estación. Sin embargo, hay una pasión humana que es la de dividir, continuamente y a ultranza. El afán de formar bandos. Hay división incluso entre los que piensan igual. Esta pasión por dividir entorpece toda posibilidad de una vida medianamente en concordia.
El desarrollo de la música va de la mano del desarrollo de las ideas.
Sí, desde luego, música y pensamiento corren paralelos. La idea de la belleza de San Agustín, el esplendor del orden, el splendor ordinis, es lo que la música busca desde sus inicios. Un orden originario. Esta idea es la que llega a la música del Renacimiento, que debe fluir con sosiego y mesura, tener las proporciones de la más sublime de las arquitecturas.
¿Supuso realmente un “renacimiento” dejar atrás la Edad Media?
Esta es una visión que surge de los historiadores del siglo XIX, que calificaron la Edad Media de oscura, a la que le sigue el “luminoso” Renacimiento, el “fuego” del Barroco y después el Siglo de las Luces. La Edad Media fue extraordinaria, apasionante, tanto culturalmente como políticamente. Los grandes edificios abaciales y civiles, las catedrales, la música, la poesía, el arte, en fin, una enorme rueda de conocimientos que resultaron determinantes para Occidente. La Edad Media es apasionante como lo serán asimismo los siglos XVI y XVII. También el siglo XV, cuando el cepo del individualismo, del ego, empieza a cobrarse muchas piezas, las de un yo desatado que nos ha traído hasta aquí. Pensemos que el retrato y el autorretrato nacen en el Renacimiento. A Giotto no se le hubiera ocurrido dedicarse a retratar y mucho menos a autorretratarse, por más que aparezca en sesgo en una de sus obras. La sociedad de su época tampoco lo pedía. Pero en el momento en que la biografía ya tiene una textura, digamos, una constitución llena de sentido de lo individual, la biografía entendida como trayecto, entonces nace el retrato. Es una manera, inocente si se quiere, de permanecer, de creer que vamos a quedarnos aquí o en un cuadro. La estructura mental del ser humano es refractaria al hecho de la desaparición, de la muerte, que no asimila.
Ese individualismo desemboca en el actual narcisismo.
Un narcisismo radical que ha sobrepasado la biografía, una biografía cada vez con más melladuras, porque ahora ya no tenemos más que currículo. Nuestro tiempo vive este paso de la biografía al currículo. Es el salvaje triunfo de la subjetividad y de la autorreferencialidad. “El mundo es como yo lo veo y entiendo.” No se hable más. Esta subjetividad, este ensimismamiento, es la fuente de un narcisismo tragicómico.
El Siglo de las Luces también tuvo sus sombras. Dura vida la de Mozart.
Una existencia triste, estaba siempre enfermo, con dolores en todo el cuerpo, probablemente reumatismo, y dolor de cabeza. Tanto viaje, ya desde niño, lo debilitó. Mozart padece un momento inaugural de la Ilustración, que es el del descubrimiento del “niño”, pero sobre todo del “niño prodigio”. El padre o madre se proyectan en el hijo, que debe ser alguien superior a ellos y de provecho: está conminado a tener éxito. Mozart es el resultado de estas ideas. A Beethoven, por cierto, su padre también lo exhibía. Mozart fue la víctima de una ambición ilustrada que ha acabado fomentando un individualismo inmoral, atroz, solo pendiente de distinguirse del resto, al que ve como una realidad de contrincantes.
Muy diferente de su predecesor Johan Sebastian Bach.
¡Bach no sabía que era Bach! Era un artesano y un asalariado que cada semana tenía que componer una cantata. La mayoría de estas cantatas maravillosas se tocaban una vez, se guardaba la partitura en un armario del ayuntamiento o de la iglesia y allí se quedaba. Él oyó la Pasión según san Mateo una única vez, y seguramente de forma fragmentaria, al igual que la Misa en si menor. ¡Era otro mundo! Después, con la Ilustración, ese mundo silencioso del artesano se pierde. Surge el artista, es decir, alguien que se diferencia de lo común. El propio Mozart ya no quiere estar en Salzburgo, sino que quiere ir a Viena. Desea a toda costa abrirse al mundo y tener éxito, le lleva la ambición y el anhelo de la fama.
Toda la familia se sacrificó por esa ambición.
Sí, también su hermana, que era una gran clavecinista. Su madre murió en París del peor de los modos, mientras acompañaba a su hijo en un largo viaje. Su propia vida, la de Mozart, no fue más que una adversidad. Ni siquiera sabemos dónde está enterrado, porque debido a las epidemias desatadas entonces se le enterró en una fosa y se le echó cal viva. Sabemos que está en el cementerio de St. Marx, en Viena, pero no en qué parte.
¿Qué le parece la película Amadeus?
Es una broma de mal gusto muy bien hecha. Pero Mozart no era así –aun siendo un personaje muy particular, esto es verdad, tenía a veces salidas de pusilánime–, y es mentira todo lo que dice de Salieri, quien, por otro lado, ayudó a los dos hijos cuando quedaron huérfanos, y a la viuda, Costanza. La película viene del drama que se inventa Pushkin y le toca pagar el pato a Salieri, que no solo no se comportó mal, sino que, además, por otro lado, tenía muchísimo éxito entonces con sus óperas. Todo está muy falseado.
¿Qué ha aprendido de Bach?
Yo he aprendido de Bach todo, no solo la música. ¡Todo! Era una persona que no se movió en un radio de 150 kilómetros y que se adaptaba, no sin dolor y rebeldía, a cuanto le iba sucediendo, y mira todo lo que fue capaz de crear. Compuso, aparte de la música vocal, una enorme cantidad de repertorio instrumental, pero que tiene el mismo espíritu y la misma elevación que sus composiciones religiosas.
¿Espíritu o estilo?
Espíritu. Bach es un hombre que piensa a través de la música, pero que también lee. Estaba muy atento a las ideas de su tiempo. Era un luterano cada vez más cómodo en el pietismo. El pietismo tiene algo de desnudez, de originario, está más cerca de la mística, lo que comporta austeridad, silencio, retiro. Bach está ahí, en ese estado trascendente, al que llamo espiritual: la culminación de ser sin ambición, de desapegarse y ofrecer tu trabajo a los demás.
Un espíritu que puede conmover nuestro estado de ánimo.
Sí, de manera rápida y determinante. Ese estado de ánimo lo alcanzamos, en un momento, con un aria preciosa de la Pasión según san Mateo, o con una fuga de El clave bien temperado, esto es lo extraordinario. Por eso te he dicho que hay espíritu en la música instrumental de Bach, pero no porque sea un hombre religioso, no, sino porque hay algo en él que lo distingue. Compone desde no sabemos qué lugar, desde qué estado. Ocurre igual con Rilke, que no sabemos “desde dónde” escribe. No conozco un parangón, en ninguna de las artes, que pueda equipararse a Bach. No hay un pintor o un arquitecto, o un poeta que tenga la enormidad de Bach. Su nivel de excelencia es además tan alto siempre, ¡es tan bueno en las pequeñas formas y tan bueno en las grandes! ¡Y Bach no sabía que era Bach!
Hablemos de Spinoza, otro de sus mayores. ¿Por qué recuperarlo en estos tiempos?
Es un filósofo no determinista, que no señala a nadie. Es un filósofo del perdón, y entiende muy bien el horror que significa el sentimiento de culpa. Tenía una potencia y una inteligencia que lo hacían estar por encima de las circunstancias. La contingencia no pesa tanto en él. Las personas que lo conocieron hablan de un hombre tolerante, a quien le gustaba jugar a las cartas. Era cercano y vivía un mundo propio. Admitía las debilidades humanas, sabedor de que la vida es compleja y contradictoria. No era un alma rígida. Spinoza es la tolerancia, pero no esa tolerancia “progre” que se puso de moda hace décadas, sino una tolerancia del que sabe mirar, y del que conoce muy bien nuestra condición humana. Su panteísmo tiene pleno sentido, y desplaza a Dios sin ofenderlo.
Leyendo su libro de poesías diría que le ha cambiado este paisaje. Dejar la ciudad por esta vida en el valle le ha reconciliado con muchas cosas.
Me ha cambiado mucho, sí. Me ha dado también mucha paz con respecto a lo que comentábamos antes acerca de la muerte. En mis caminatas paso prácticamente cada día por delante del cementerio. Es muy pequeñito, allí donde no sucede nada y ha sucedido todo; pero nada se mueve, nunca hay visitantes. En la ciudad todo es movimiento, un continuo ir y venir sin demasiado sentido, una realidad que tiene algo de mecánico y ficticio. En muchos momentos lo detenido me reconcilia. Aquí hay una soledad profunda, ves el fondo de lo imperturbable.
Qué bellísimo es su poema dedicado a Bach, ¿pasar un día con él para ti sería un sueño?
Sí, sería un sueño. ¿Quieres que te lo lea?
(Un ruego a J. S. Bach, Los árboles que nos quedan)
Iremos a ver la lápida de Reinken, si quieres recordar;
iremos a Lübeck, a Dornheim. Pasaré a limpio
lo que has escrito, no habrá ni un borrón
en tu sonido predestinado. Limpiaré el teclado,
la casa, si quieres. Traeré las mejores cuerdas,
pero no te vayas. Hablaré con Ernesti; callará.
Llevaré a la escuela a Regina Susanna, de la mano,
sin soltarla. Ordenaré tus papeles, compraré leña
y vino, revisaré las estufas, los bajantes, la puerta,
el puente de la viola de gamba, pero no te vayas.
Ser tu criado, no me importa. No me importa
ir a por tinta, oscura como los muelles de Hamburgo,
preparar las partituras, hacerte llegar la música
del violoncelo de mi hija desde la costa de Holanda,
pero no te vayas. En la alemanda, quédate.
«Ich habe genug», no lo digas, espera a que yo llegue,
Beberemos, hablaremos a la luz de una vela,
cuando parece que el mundo renuncia a su contorno,
y nosotros aquí, renunciados también, lo escuchamos.
Hay noches que no es posible iluminar, no se rehacen
con el fuego, no vuelven en sí con las luces, se pierden,
pero no te vayas. Buscaré a los cantantes, vendrán
con las arias aprendidas, cantarán lo que ignoran
y aquello que, de tan lejano, ya está decidido
a nuestras espaldas. ¿Qué coro podrá decir «Nunca»?
Revisaré las ventanas, que el invierno no entre
y las nieves que tientan el Elster no las sepas,
pero no te vayas, Johann Sebastian, no te vayas.