Los amos del fuego

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Llevo una careta de Frankenstein. Es de papel acartonado, sencilla, troquelada con unos colores baratos. La sujeta una goma que me aprieta el pelo y en un rato, si no me la quito, me hará un corte en las orejas. Tengo diez años. Papá me la ha comprado en el quiosco Sánchez y más tarde, en el garaje de casa, hemos practicado la forma de caminar del monstruo, con el cuerpo tenso, los pasos largos y rígidos y los brazos extendidos hacia delante. Las manos abiertas y con los dedos doblados como si fueran zarpas. Sé quién es Frankenstein porque en el techo de mi habitación, encima de mi cama, cuelga un móvil con viejos actores de Hollywood, de la época del cine mudo y eso. Son fotos en blanco y negro y con la figura recortada. El móvil no me da miedo. Antes de dormirme, tumbado bajo las sábanas, soplo con fuerza y veo moverse la silueta de Charlot con su bastón, de Harold Lloyd colgado de la aguja del reloj, de Groucho Marx fumando su puro, de Frankenstein (en realidad sería el padre de la familia Munster, pienso ahora), de la mula Francis, del Gordo y el Flaco montados en un coche descapotable. La careta de Frankenstein tiene dos agujeros para los ojos, una rendija para meter la nariz y respirar y otro agujero para la boca. Cuando doy unos pasos con ese aire fantasmagórico, primero grito “¡uuuuuuhhhh!” para asustar a la gente y luego, no sé por qué, saco la punta de la lengua por el agujero. Tras la máscara sonrío.

Como los dos agujeros para los ojos son muy pequeños, siempre tengo que fijar mucho la vista. No quiero tropezar y darme un porrazo que sería humillante. Me encanta este juego de ponerme una máscara e imaginar que la gente no me reconoce. Por eso a través de esos ojos recortados observo ahora, una vez más, la realidad de aquellos años. La visión es parcial, reducida, pero enfoco las imágenes con esa proximidad falsa que da un catalejo. O una mirilla.

A veces los recuerdos se mantienen nítidos y se dejan fijar porque una arbitrariedad los ha conservado intactos a lo largo del tiempo. Su carácter absurdo es precisamente lo que no les deja caducar. He aquí un ejemplo: en verano los niños catalanes de mi pueblo íbamos a la piscina por la mañana; los castellanos, por la tarde. Era como si unos y otros hubiéramos decidido repartirnos el territorio acuático, aunque no siempre respetáramos el acuerdo tácito y de vez en cuando se produjeran incursiones a destiempo.

Las piscinas de mi pueblo tenían un aire moderno para la época, como de diorama californiano. El verde del césped parecía irreal, de tan intenso y tan bien recortado; el agua era muy transparente y, cuando alguien saltaba, las salpicaduras brillaban al sol como peces voladores, con una incandescencia que ahora reconozco en las pinturas pop. Una radio musical repetía cien veces al día la canción del verano y las chicas enviaban postales a la emisora para dedicar canciones románticas al socorrista. No lo puedo asegurar, pero me gusta creer que en esas piscinas, un domingo a la hora del vermú, bebí la primera Coca-Cola de mi vida.

La piscina de los niños tenía esa forma ovalada que en los catálogos llaman “de riñón”. La piscina grande observaba las medidas reglamentarias y se alzaba frente a unas gradas para el público, aunque solo se celebraran allí competiciones de tipo local una vez al año, durante la fiesta mayor. Construidas durante el franquismo lozano de mediados de los setenta, las había inaugurado Juan Antonio Samaranch, que entonces ya era Delegado Nacional de Deportes o algo así… Tendría que buscar en alguna hemeroteca para afinar el dato y la verdad es que ahora me da pereza. Da igual: la cuestión es que Samaranch llegó en un coche oficial, repeinado, con ese gesto amable, discreto y a la vez distante que años después vimos tantas veces. Acompañado del alcalde franquista y algunos cargos de la comarca, y seguro que un sacerdote orondo, inauguró las piscinas y se fue por donde había llegado. Entonces yo aún no había nacido, faltaba menos de un año, pero he visto fotos del evento. Los municipales llevaban el vestido de gala y el casco con plumas. Era un mediodía de julio, debía de hacer mucho calor y todos sudaban bajo sus uniformes. En algún lugar de los jardines pusieron un monolito que conmemoraba la ocasión.

El caso es que los catalanes llegábamos a la piscina hacia las diez y media y la disfrutábamos toda la mañana. Un feudo inexpugnable. Tres horas más tarde, a eso de las dos, cuando apurábamos los últimos minutos de baño antes de ir a comer, aparecían ya los primeros niños castellanos. Ellos se bañaban por la tarde porque por la mañana habían trabajado en algún taller, fábrica o tienda, como aprendices de verano. En lugar de ir acompañados de sus madres, que estarían también trabajando, les vigilaban una hermana mayor, una prima, y siempre eran más permisivas. Como mínimo durante ese raro tiempo en que coincidíamos, los castellanos dejaban las toallas en las gradas, buscando el sol lejos de las nuestras, y ponían un radiocasete donde sonaban canciones españolas, rumbas veraniegas de Peret, los Amaya o los Chichos:

Le llaman el niño fino

en la calle donde vive,

pero se ha cruzado en su vida

un amor que le destruye.

Se ha metido a la bebida

y ahora ya nadie lo quiere.

El amor, el amor, el amor

es como una ruleta…

El amor es como una ruleta:

unos ganan y otros pierden.

Entretanto, durante los primeros minutos, se sentaban en círculo y se comían unos bocadillos como los que soñaba Carpanta. Luego se tiraban al agua sin esperar a hacer la digestión. Nosotros lo contábamos a nuestras madres con un dejo de envidia y ellas les censuraban con la mirada. Aunque ya estábamos a punto de marcharnos, otra cosa que los castellanos hacían enseguida era tomar posesión de los trampolines. Había dos, uno muy cerca del agua para los gallinas (como yo) y otro más alto, muy alto, de unos tres metros, para los estetas del salto del ángel. Teníamos diez, once años y subir al trampolín alto –aventurarse hasta el extremo cimbreante– nos agitaba los sentidos con una sensación de riesgo y de poder. Nos acercábamos a la punta dando unos pasitos cortos, por miedo a resbalar, y una vez en el extremo, cuando notábamos que la palanca se doblegaba un poco, mirábamos a un lado y al otro buscando la admiración de las madres, de los amigos, y luego dábamos un salto hacia delante, con el cuerpo encogido, como si pidiéramos permiso al mundo para agitar brevemente la superficie del agua.

Los castellanos, en cambio, subían con un desparpajo que nos dejaba en ridículo. Entonces empezaba su festival diario de saltos. Unos y otros ensayaban posturitas imposibles, mirándonos de reojo, entrando y saliendo todo el rato del agua, ajustándose con un gesto mecánico los bañadores de mercado, sencillos, mientras sus hermanas mayores –maquilladas, fumadoras, escandalosas– desde la tribuna les reían las gracias y les vitoreaban. Saltaban como si bailaran las canciones que se oían en el radiocasete; saltaban de dos en dos, uno encima del otro; saltaban de espaldas, cayendo entre convulsiones porque alguien les había disparado una bala imaginaria.

És que són com micos–murmurábamos nosotros buscando una excusa.

Són uns esverats–les criticaban nuestras madres.

Només tenen ganes de fer el merda.

Desde el otro extremo de la piscina, mientras nos vestíamos, les observábamos con enojo. ¡Esa chulería innata! Cuando nos íbamos, al pasar a su lado, nuestras madres comentaban:

¡Quina sort! Es posen morenos con si res. Negres. Són com els gitanos.

Por la tarde, durante el mes de julio, después de comer, íbamos a clases de repaso con un profesor particular que estaba aburrido de la vida. Mientras escribíamos dictados o nos mandaba aprender de memoria las capitales de los países africanos, nos cogía la modorra esa, tan del verano, y poco a poco nos quedábamos quietos, parados en el tiempo, como reptiles que toman el sol. Entonces, quizá para evitar el sopor y el berrinche del profesor, que ya añoraba las clases de verdad, nuestro pensamiento volaba hacia el espectáculo de los castellanos en los trampolines. En esa hora los imaginábamos a solas, los amos de la piscina, practicando los saltos y las monerías que al día siguiente nos pasarían por la cara. Mentalmente imitábamos sus movimientos, su desfachatez y vulgaridad simpáticas, y de repente nos cogían todos los males porque nosotros no estábamos, también, a esa hora, en la piscina. El gusto del cloro nos retornaba con el recuerdo y nos hacía la boca agua. Soplábamos de tanto calor.

Las dos horas de repaso, con una pausa de cinco minutos en la mitad para beber agua fresca de un cántaro, se sufrían con la lentitud y la condena de una gota malaya. Cuando volvíamos a casa en bici, teníamos que pasar quieras o no frente a las piscinas. El recinto estaba protegido por un muro blanco –lo habían decorado con el eslogan deportivo “Contamos contigo”–, pero el trampolín más alto quedaba casi a la misma altura. En más de una ocasión, justo cuando pasábamos por allí, veíamos surgir por encima del muro la figura de uno de los castellanos que conocíamos, a punto de saltar, la cabeza y el torso bronceados, suspendido en el aire medio segundo, despreocupado y ligero como si un golpe de viento fuera a llevárselo cielo arriba. Aparecía y desaparecía dos o tres veces, según el impulso que quisiera tomar, y acto seguido oíamos el ¡patachaf! en el agua y a continuación una algarabía de la marimorena.

Ahora me alejo del agua y me acerco al fuego. Salgo a la calle con la careta de Frankenstein y vuelvo al paisaje de aquellos años. Me paseo por el descampado que nos atraía a todos, catalanes y castellanos, quizá porque era una tierra de nadie. Está oscureciendo. Los cohetes silban por el aire como balas perdidas.

Hacía una semana que habían terminado las clases. Con la llegada del buen tiempo y las vacaciones se renovaba la rivalidad con los castellanos en el campo de batalla. Como cada año, una de las primeras ocasiones para comprobarlo era la noche de Sant Joan. Los días anteriores, los de nuestra pandilla nos repartíamos las calles del barrio, llamábamos casa por casa y preguntábamos a la gente si no tendría algún trasto para quemar en la hoguera. Muchos vecinos lo aprovechaban para deshacerse de cachivaches, cartones, periódicos y revistas, muebles rotos. Si tenían botellas de champán, también nos las llevábamos y las vendíamos al trapero, a peseta la botella. Con el dinero comprábamos más petardos. Cuando los trastos hacían mucho bulto o eran pesados, los mayores nos ayudaban a llevarlos hasta el descampado donde ardería la hoguera. Poco a poco, la montaña de miserias iba cogiendo personalidad –levantándose como el nido de algún insecto gigante– y nosotros nos sentíamos orgullosos de esa presencia. Contábamos las horas que faltaban para que oscureciera y llegara el momento de prenderle fuego.

Los castellanos también encendían una hoguera cerca de nuestro campo de batalla, frente a los bloques de pisos, pero era más una distracción de los mayores. Cuando nosotros hacíamos la ronda para recoger trastos, siempre coincidíamos con sus hijos en alguna parte. Patrullaban en bicicleta y, si veían que íbamos cargados, pasaban a nuestro lado, haciendo eses con la bici para marearnos, toreándonos con chulería.

–Ay, ay, ¡qué ganas tenemos de encender vuestra hoguera! –nos amenazaba el que llevaba la voz cantante.

Los otros se reían al unísono, con unas carcajadas forzadas, y como aviso se alejaban unos metros y nos tiraban algunos petardos: nada, una serie de piulas, un par de chinos como máximo, pues los de más calidad los guardaban para el día siguiente. El miedo a que cumplieran su promesa nos inflamaba de rabia y no nos íbamos del descampado hasta que había oscurecido y no se veía un alma. Esa noche teníamos pesadillas. Al día siguiente, 23 de junio, desde buena mañana nos turnábamos, de dos en dos, para vigilar la hoguera y acabar de adornarla con las últimas adquisiciones.

Al atardecer, a esa hora en que parecía que el sol no se pondría nunca, nuestras familias y otros vecinos que nos habían dado trastos se reunían junto a la hoguera. Los chicos de la pandilla escogíamos un lugar alrededor del montón de trastos y encendíamos el fuego, todos a la una. Luego comíamos coca, bebíamos champán y mientras se hacía de noche contemplábamos hipnotizados el baile de las llamas. Desde algún jardín cercano nos llegaba una música de verbena, amplificada por el aire cálido y sereno del día más largo del año, y nuestros padres bailaban cuatro compases como en broma. Nosotros los chicos gastábamos los petardos demasiado rápido, a lo loco, sin control, y cuando se nos terminaban buscábamos otras formas de distracción. Si los mayores no estaban al acecho, cogíamos un palo y atizábamos la hoguera para que se derrumbara alguna parte y así saltaran chispas. Con la excusa de que se estaba apagando, también tirábamos periódicos y cartones que alguien había traído tarde, escondiendo dentro algún petardo de última hora. El mazo de papeles volaba y se encendía nada más caer sobre el fuego, como si de repente brotara de él un ramo de flores amarillas y rojas. Unos segundos después el petardo estallaba por sorpresa y las mujeres gritaban del susto. Los perros se alejaban con el rabo entre las piernas.

Quizá porque estaban nuestros padres y de alguna forma se sentían protegidos –en su presencia ni unos ni otros nos atreveríamos a hacernos nada–, al cabo de un rato los chicos castellanos surgían de la oscuridad y también se situaban alrededor de nuestra hoguera. Primero se acercaban con timidez, haciendo el gesto absurdo de calentarse las manos, y poco a poco cogían confianza y se entretenían con los petardos que todavía les quedaban. Sus bolsas de plástico parecían no tener fondo y por ese detalle les envidábamos. Era cuando más cerca estábamos los unos de los otros –y no pasaba nada. Solo de vez en cuando, como un movimiento mal calculado, un petardo que ellos tiraban estallaba muy cerca de nuestros pies, demasiado cerca, o una chispa del fuego que atizábamos con fuerza saltaba hasta su ropa y la apagaban entre gritos. Las llamas licuaban nuestras miradas. La piel nos quemaba por haber pasado tantas horas junto al fuego. Las sombras nos perseguían.

Este es un buen momento para quitarme la máscara de Frankenstein y tirarla a las brasas, buscar una última llamarada que desfigure aún más ese rostro…

Cuando ya solo quedaba el rescoldo de las cenizas y muchos se habían ido a la cama, siempre salía algún padre que nos animaba a saltar por encima de la hoguera. Nos poníamos todos en fila india, también los castellanos, y uno a uno cogíamos impulso y cruzábamos la lumbre de un salto. Los más miedicas disimulaban saltando por un lado y los más indomables ensayaban una figurita en el aire, como tocarse la punta de los zapatos o dar una vuelta sobre sí mismos. Siempre había quien en el último momento no saltaba y nos sorprendía caminando por encima muy deprisa, levantando una polvareda de cenizas al rojo vivo. Tras esos instantes de emoción, nos quedábamos todos pensativos alrededor del fuego. Alguien agitaba la brasa con un palo. Se escuchaban cohetes lejanos, el canto de un grillo, una canción melódica en una verbena que agonizaba. Nuestros padres nos mandaban ir a casa con ellos y, a última hora, los chicos castellanos se quedaban a solas con los restos del fuego.

Ya en la cama, muerto de sueño, me dormía entre dudas: no sabía decidir si los amos de la hoguera éramos nosotros, que la habíamos encendido, o los castellanos, que la verían apagarse. ~

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