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Ayer visité, en su último día, la 41ª edición de la Feria del Libro de Buenos Aires. Llevaba unos cuantos años sin asistir. La vi como se ve a los viejos conocidos: igual pero distinta, distinta pero igual. Había pensado que por ser lunes, pese a ser el día de la clausura, no habría tanta gente. Me equivoqué: había un montón. Caminar por los pasillos, acercarse a hojear libros, todo era una lucha. Sobre todo en las mesas de saldos y rebajas. Imagino que en los días anteriores habrá sido igual o peor. Di unas vueltas y enseguida me fui.
Una vez un profesor de literatura me dijo que la feria le parecía una “librería grande”. Esta sensación podría acrecentarse, según señala un artículo del periodista y escritor Jaime Correas, debido a las dificultades actuales para importar libros en la Argentina, que reducen la presencia de novedades provenientes del extranjero y hace que en la feria se pueda encontrar casi lo mismo que en cualquier librería. Y si no se buscan novedades sino ofertas, siguen siendo más convenientes los reductos de la calle Corrientes o el parque Rivadavia.
Quedan, eso sí, las charlas y visitas de autores foráneos. En esta ocasión se pudo ver y escuchar en directo a escritores como John Banville, Arturo Pérez-Reverte, Rosa Montero, Javier Cercas, Jorge Franco y Paco Ignacio Taibo II, entre otros.
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En el mismo artículo, Correas se pregunta por qué la feria es “un imán masivo extraordinario de cultura” (según los organizadores, hubo 1,25 millones de visitantes), a diferencia de las librerías tradicionales, que parecen “haberse transformado en un templo para unos iniciados que inhibe al público masivo, lo expulsa, lo deja fuera”. “La gran presencia de lectores en la feria —agrega el autor— debería hacer pensar en estrategias para seducir a esos buscadores de obras de todos los géneros a fin de que vayan a las librerías, que suelen estar semi vacías”.
La idea de Correas coincide con ese propósito siempre repetido por los gobernantes y políticamente correcto de “promover la lectura”. Sin embargo, creo que parte de una premisa errónea. En mi opinión, quienes atiborran la feria no son lectores ni “buscadores de obras de todos los géneros” sino, simplemente, visitantes de la Feria del Libro. La feria es un lugar al que hay que ir. La mayoría de los que asisten a ella no van porque se sientan atraídos por los libros. Es al revés: se arriman a los libros, los hojean y a veces hasta los compran por la sencilla razón de que están en la feria.
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¿Qué es un lector? ¿Alguien que lee dos libros al año es un lector? ¿Alguien que lee cinco? ¿Diez? ¿Cuánto hay que leer para ser un lector? ¿Y cuántos libros al año compra un lector?
Me hago esas preguntas, y me pregunto también si, como dice Correas, las librerías inhiben al público masivo, lo expulsan y lo dejan afuera, o si solo carecen de atractivo para ese público. No es lo mismo. Me digo, entonces, que un lector es alguien que sí percibe un atractivo en ellas. Una vez leí un chiste atribuido a Alberto Manguel: “¿Para qué vamos a perder el tiempo leyendo libros si podemos aprovecharlo recorriendo librerías?”.
Algunos números. Según la última Encuesta nacional de hábitos y prácticas de lectura, realizada en 2011 por la Secretaría de Cultura del gobierno argentino, la población (mayor de 12 años) que lee más de diez libros al año representa el 5% del total. Los que leen entre cinco y diez libros por año son el 16% de las personas, mientras que quienes leen entre uno y cuatro libros al año son el 41%. El restante 38% de la población no lee libros.
No cuento con datos al respecto, desde luego, pero me permito sospechar que el grueso de los visitantes de la feria está compuesto por ese 41% que lee hasta cuatro libros, ayudado por el 16% que lee hasta diez. Los que yo llamo lectores serían una parte del 5% que lee más de diez libros al año.
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La literatura “siempre ha sido una actividad minoritaria” y a la gente que no lee ni quiere leer literatura “no hay que reprocharle nada, por supuesto; sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere practicar caza submarina”. Lo dice Cesár Aira en un muy lúcido artículo sobre los best sellers. Añade que el best seller es “un entretenimiento masivo que usa como ‘soporte’ a la literatura” y que constituye “material de lectura para gente que, si no existiese ese material, no leería nada”.
Y enfatiza: “Creer que alguien pueda dejar de leer a Henry James para leer a Harold Robbins es una ingenuidad; si no existiera Harold Robbins, sus lectores vacantes no leerían a Henry James; no leerían nada, simplemente”.
Veo algo de esa misma ingenuidad en el pedido de estrategias para acercar a las librerías al público masivo de la Feria del Libro. La feria es un acontecimiento masivo que usa como “soporte” a los libros. Si no existiera la feria, sus visitantes vacantes no buscarían libros en las librerías: no buscarían libros, simplemente. Para eso está la feria: no para crear lectores, sino para vender libros. Y no hay nada que reprochar. Está bien que sea así.
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“Esto no es una librería grande: esto es una feria”, contradice un artículo de la revista Ñ a mi profesor de literatura. Y describe: “Hay algo de querer amontonarse, de aguantarse ocho cuadras de fila, de correr a la sala o el stand en el que —no sabemos qué pasa— hay muchedumbre. Hay estatuas vivientes, niños perdidos, anuncios por altoparlantes, música a los gritos que interrumpe actos culturales. Una feria”.
De eso se trata: todo eso es lo que atrae a los visitantes de la Feria del Libro y lo que inhibe y expulsa a los lectores, que se sienten mejor en las librerías. Por eso di unas vueltas por ahí y me fui enseguida, aunque no sin haber aprovechado una de las ofertas de fin de feria: cuatro libros (Postales tumberas, de Jorge Larrosa, Vagos, desertores y malentretenidos, de Facundo Gómez Romero, Nocilla Experience y Nocilla Lab, de Agustín Fernández Mallo) por 100 pesos (unos 11 dólares). Libros más baratos que un café en Las Violetas, el parámetro que comentábamos semanas atrás. ¿Para qué vamos a aprovechar el tiempo paseando por la feria si podemos perderlo leyendo en casa?
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.