Ella es una enfermera que trabaja turnos largos; se ve cansada, irritable y sin ánimos de bromear. Él trabaja como pintor de casas que empieza a beber cerveza a las ocho de la mañana y se conforma con pasar los días jugando con su hija pequeña. Cindy y Dean no pasan de los treinta, pero apenas y se parecen a los jóvenes que se casaron cuando ella quedó embarazada. Atractiva a pesar de todo, ya solo usa ropa guanga del tipo “funcional”. El caso de Dean es peor: de ser un chico ágil y aseado, pasó a ser un tipo con panza, semicalvo pero despeinado, vestido para horrorizar y siempre con un cigarro colgándole de la boca.
Triste San Valentín narra el derrumbe del matrimonio de Cindy (Michelle Williams) y Dean (Ryan Gosling), intercalando escenas de su periodo de enamoramiento. Ni la incompatibilidad entre romance y rutina ni la yuxtaposición de planos temporales son el hilo negro del cine. Triste San Valentín, sin embargo, es especialmente desgarradora, insoportablemente realista, y notable por no impartir enseñanzas o señalar como villano a un miembro de la relación. Recomendable desde cualquier ángulo, evita sentimentalismos y encuentra resonancia en la experiencia del espectador.
Los porqués de este efecto punzante tienen que ver con un trazo cuidado en el retrato de los personajes. Cada palabra y cada gesto sugieren un mar de conflictos, que contiene la semilla del fracaso de su relación. Abandonado de niño, Dean deja la preparatoria y vive de cualquier trabajo. En sus comentarios se asoma un sentimiento de inferioridad; las mujeres, dice, prefieren al hombre con el mejor trabajo y no al que las va a cuidar. Cree que los hombres son más románticos. “Tal vez he visto demasiadas películas”, comenta, a propósito del amor fulminante que siente por la chica que recién conoció. Ella es más bien arisca. Estudia medicina, pero a su padre le complace más aterrorizar a su madre que apreciar sus calificaciones. Su novio, por otro lado, la trata como receptáculo. Cindy solo habla con su abuela, que le aconseja compartir su vida con quien la admire. Para desgracia de la futura pareja, esa persona es Dean.
El director Derek Cianfrance filmó primero las escenas del romance idealizado. Luego detuvo el rodaje y pidió que sus actores vivieran en una casa modesta y sin asistentes y cubrieran sus gastos con el dinero que ganarían sus personajes. La petición no era ingenua: se decía que Gosling y Williams eran pareja en la vida real. Al reanudar la filmación les dijo que improvisaran todo: bastaba con que Gosling insistiera en acercarse a Williams, y que ella evitara todo tipo de intimidad.
Sin diálogos aforísticos –no son personajes de Bergman o de Woody Allen– Cianfrance ilumina el lado más cruel del desencanto amoroso: la intolerancia a todo aquello del otro que, al principio de una relación, nos parece encantador. El “espíritu libre” de Dean se le revela a Cindy como pura mediocridad, el impulso de casarse con ella se explica desde su desarraigo, y su inseguridad (ahora mezclada con alcohol) causa un ciclo eterno de celos y arrepentimiento. De ella va quedando claro que el maltrato le resulta cómodo, y la devoción de su marido tiene el efecto de un veneno lento.
En el cuarto de un motel temático, Dean busca reavivar la llama de su relación. Una escena de sexo alcoholizado muestra la barrera entre ellos. Solo se ven sus caras, y aun así le ganó a la película la clasificación (luego revocada) de solo para adultos. Gosling dijo que su filmación se había sentido “demasiado real”, que había causado incomodidad al punto de la censura. Tiene mucha razón: su película aplasta la fantasía del amor que lo supera todo, y que Hollywood ha convertido en un género millonario y odioso. Desde otra definición del cine, Triste San Valentín es una historia verdadera de amor. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.