San Sebastián 2025: ecos y retornos

En San Sebastián, el cine y la política se cruzan. Las películas, las protestas y los discursos revelan una misma inquietud: cómo mirar sin volverse indiferente.
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Tras once años de ausencia regresé al Festival Internacional de Cine de San Sebastián. La mañana en que llegué escribí esto en X; apenas di “publicar” me sonó narcisista: como si importara a dónde viajo o dejo de viajar. Quería decir que ese festival fue crucial en mi formación como crítica. A diferencia de colegas puristas, entiendo el cine como algo que siempre dialoga con un entorno: no solo donde se produce, sino también donde se proyecta, distinto cada vez. Atribuyo esta disposición a que recién comenzaba mi carrera cuando, en 2003, fui aceptada para cubrir el SSIFF. Llevaba algunos años reseñando estrenos en textos que buscaban sonar importantes: análisis formal y mención de teóricos para ocultar inseguridad. Todo cambió con San Sebastián. Si bien cubrir un festival de cine es una forma sofisticada de privarse de la libertad –el crítico André Bazin los llamaba burlonamente “órdenes religiosas”–, en ellos un aspirante a crítico puede saber si está cortado para pasar un tramo de su vida viendo fotos en movimiento y otro frente a un teclado, buscando articular lo que vio. Un festival también puede moldear esa disposición. Que mi puerta de entrada haya sido el SSIFF resultó en la revelación de que el cine nunca existe en un vacío y que un crítico puede mostrar cómo cualquier película es capaz de resonar con cualquier público, de cualquier tiempo y lugar.

Situado en una de las ciudades más bellas del mundo, con un público involucrado y un trato a sus acreditados libre del esnobismo de otros festivales de categoría “A”, el SSIFF no levanta un muro entre el cine y la vida. Tampoco hace sentir que ver una película es un privilegio. Hoy entiendo lo decisivo de que un festival prestigioso acreditara a una desconocida, enviada por un medio pequeño y nuevo como era entonces Letras Libres, y cómo ese gesto influyó en lo que considero un trato justo a quienes se inician en la profesión.

Tener acceso a todo en un festival donde pasaba tanto me llevó a escribir crónicas que conectaban todos los aspectos de cada edición. Algunas asociaciones entre “adentro” y “afuera” eran obvias –la tensión que provocaban películas sobre ETA cuando el grupo aún seguía activo– y otras eran correspondencias que hallaba entre las películas y, por ejemplo, pláticas con taxistas quejosos. Esta crónica no será un mapa de conexiones, pero sería imposible no mencionar el marcado apoyo a Palestina, visible a diario en eventos oficiales y en calles cercanas a las sedes. En la inauguración, el director José Luis Rebordinos condenó lo que llamó un “genocidio en Gaza”, pidió un alto inmediato al fuego y la liberación de los rehenes secuestrados por Hamás –una denuncia tanto de la intervención militar de Israel como del terrorismo islamista–. De las protestas callejeras, la más impactante fue la del puente Zurriola, sobre el río: activistas colgados con arneses obligaron a los bomberos a usar grúas de rescate. La iluminación nocturna y la tormenta hicieron del operativo una escena de película de J. A. Bayona, presidente del jurado oficial. Puede que este ánimo colectivo llevara a la película francotunecina La voz de Hind Rajab, de Kaouther Ben Hania, a obtener el Premio del Público. Una emergencia dental me impidió verla, así que me abstengo de juzgar el premio más allá de su atractivo coyuntural.

El SSIFF es el festival de clase “A” que proyecta más películas en castellano, lenguas ibéricas y originarias de Latinoamérica. Para muchos directores iberoamericanos es la puerta al mercado europeo y la oportunidad de lograr distribución internacional. En honor a este rasgo del festival, comento algunas de las mejores películas iberoamericanas de esta edición exhibidas en la Sección Oficial, Horizontes Latinos y Perlak (películas premiadas en otros festivales).

Me entusiasmaba ver lo último de Alberto Rodríguez, director de La isla mínima, excepcional thriller que presentó en el SSIFF de 2014. Puse expectativas en Los tigres, su cinta reciente y una de las tres producciones españolas en competencia oficial. El título alude al apodo de los hermanos Antonio (Antonio de la Torre) y Estrella (Bárbara Lennie), buzos industriales, que pese a sus temperamentos opuestos son casi codependientes. Ante la amenaza de perder a sus hijas, Antonio convence a Estrella de traficar paquetes de cocaína escondidos en un casco de buque. Como era de esperar, se desata el caos. Aunque Los tigres retoma elementos de La isla mínima –personajes unidos a pesar suyo, motivaciones ocultas, pasar de observadores a observados– apenas transmite el sofoco existencial de sus protagonistas. La sensación de ahogo se transmite mejor gracias a la turbidez del agua en las escenas submarinas. Este acierto se reflejó en el premio a la Mejor Fotografía para Pau Esteve Birba.

La decepción de Los tigres quedó compensada con Maspalomas, segunda cinta española en competencia, dirigida por Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi. Recordaba su película La trinchera infinita (2019) por la actuación de Antonio de la Torre, pero no anticipé las virtudes de Maspalomas, que evita el sentimentalismo en un relato propenso a ello. El título alude a una comunidad canaria conocida por la libertad que ofrece a la comunidad gay. Ahí vive Vicente (José Ramón Soroiz), septuagenario que años antes asumió su homosexualidad y dejó atrás la vida en el clóset que llevaba en San Sebastián. Un accidente vascular lo obliga no solo a volver, sino a depender de la hija que también dejó. Peor aún, es internado en una residencia donde comparte cuarto con un amigo de juventud amable pero, como el resto ahí, conservador. Más que una historia de “yo contra ustedes”, Maspalomas es el retrato de un personaje que descubre ser él mismo su inquisidor más duro. La contención de Soroiz le valió un merecido premio al Mejor Actor de la competencia.

En un relato, la universalidad se logra atendiendo a lo particular. Prueba de ello es el documental Historias del buen valle, de José Luis Guerín, tercer largometraje español en concurso y ganador del Premio Especial del Jurado. Guerín retrata a los habitantes del barrio Vallbona, suburbio de Barcelona, quienes a pesar del aislamiento y la brecha generacional forman una comunidad arraigada. Esto se evidencia cuando el prospecto de construcción de un tren los une en un frente común que pone en aprietos a las autoridades. Habría sido fácil crear tensión planteando este conflicto desde el inicio, pero Guerín confía en que los testimonios de sus personajes –recuerdos y ocurrencias– son más poderosos que cualquier respuesta inducida sobre vivir en los márgenes. Esto suena amargo, pero el documental no lo es. Historias del buen valle reivindica la función salvadora de los vínculos.

Una de las películas más fascinantes de Horizontes Latinos vino de Ecuador: cinematografía poco robusta y con pocas probabilidades de llegar a pantallas latinoamericanas. Hiedra, de Ana Cristina Barragán, narra la historia de Azucena (Simone Bucio), que espía a los adolescentes de un orfanato hasta acercarse a Julio (Francis Eddú Llumiquinga), de dieciséis años. El aspecto juvenil de Azucena lleva al chico a creer que el interés de ella es romántico. En las primeras secuencias, sin embargo, se revela que Azucena dio a luz siendo casi niña y que volvió al orfanato a buscar a su hijo. Hiedra rehúye el melodrama o el tremendismo que llevarían esta premisa por el rumbo de la explotación. La mirada de Barragán comunica la rareza y ternura de un vínculo materno-filial reconstruido a destiempo.

Desenfadada y certera en su crítica a la explotación cultural, Un poeta, del colombiano Simón Mesa Soto, fue la ganadora de la sección latinoamericana. Situada en la periferia de Medellín, narra la historia de Óscar (Ubeimar Ríos), poeta fracasado que ve en Yurlady (Rebeca Andrade), su alumna adolescente, un talento innato para escribir versos. Asumiéndose su descubridor, la presiona para participar en un concurso patrocinado por fondos europeos que alienta a sus concursantes a escribir poemas de denuncia social. Óscar no acepta que a Yurlady no le interese la fama –ella prefiere ayudar a su familia y no postergar la maternidad–. Cuando el tren se descarrilla, nadie asume responsabilidad. Tanto la familia de Yurlady como la institución que explotó su condición marginal culpan a Óscar de abusar de ella. Un poeta se niega a romantizar a sus personajes. Mejor aún, su crítica a la exotización aplica a los cineastas que refuerzan estereotipos sobre su propio país para ser incluidos en festivales extranjeros.

Dos películas argentinas en Sección Oficial giraron en torno a mujeres en conflicto: Belén, de Dolores Fonzi, que recrea el caso real de una mujer acusada falsamente de aborto, y Las corrientes, de Milagros Mumenthaler, sobre Lisa (Isabel Aimé González Sola), estilista cuya depresión la aísla de un entorno que percibe alienante. La agenda feminista de la primera intenta inútilmente compensar un guion plano. La segunda, en cambio, envuelve al espectador en el enigma de su protagonista. Mumenthaler citó la influencia de Virginia Woolf en la creación de un punto de vista que funde lo real y lo imaginado (las ensoñaciones de Lisa dan lugar a secuencias hipnóticas). Woolf también se asoma en el título: no solo porque Lisa está a merced de corrientes anímicas, sino porque siente una atracción por hundirse en cuerpos de agua.

No podría terminar esta crónica sin mencionar otra estupenda película latinoamericana programada en Perlak: O agente secreto, del brasileño Kleber Mendonça Filho. El relato inicia cuando Marcelo (Wagner Moura), profesor, vuelve a Recife en busca del hijo que dejó atrás. Situada a fines de los setenta, la película muestra la alianza entre régimen militar y empresarios, uno de ellos decidido a aniquilar a Marcelo. Ninguna sinopsis haría justicia a lo que vuelve única a esta película: una narración que deambula del thriller al drama íntimo a la pregunta de si es válido olvidar el pasado en aras de la salud mental. Asistí a esta función al final de un día largo, desafiando un aguacero y con una muela infectada. La cinta compensó todo, milagro del cine que se me reveló en esos primeros años de San Sebastián: hay películas que alivian incluso las penurias físicas de cubrir un festival. ~


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