Actriz y artista de performance, estudió la carrera de actuación en el Centro Universita-rio de Teatro. Ha colaborado, entre otros, con los directores Juan José Gurrola, Pablo Mandoki y David Hevia. Paralelamente, ha desarrollado desde hace veinte años una trayectoria en el arte contemporáneo, donde el cuerpo y la condición femenina son el signo principal de su discurso, que también incorpora elementos plásticos como el video, la fotografía y la instalación. Su trabajo se ha presentado en numerosos festivales en Alemania, Rusia, China y Estados Unidos.
¿Cómo descubriste el escenario?
La verdad es que fui muy precoz. Cuando estaba en tercero de primaria tomé un taller de teatro. Y el día de la presentación, antes de entrar a escena, me asomé y vi al público. Ese mar de ojos intimidantes me aterrorizó y tuve un segundo de duda que nunca se me va a olvidar. Yo hacía una mamá gatita, que cuidaba a sus gatitos. Y aunque no quería entrar a escena, tuve que negociar con mi pánico porque pensé que mis gatitos eran más importantes. Decidí que para cumplir con mi obligación, tenía que ponerme un disfraz. Pisé el escenario y me volví adicta a él para siempre. Ese juego de simulación, mentira, representación se volvió mi obsesión. Nunca me recuperé de esa experiencia.
Un llamado de vocación a los ocho años.
Sí, a mis papás eso los inquietaba mucho. Al poco tiempo me fui a Colombia con mi mamá y vi mucho teatro: las obras de Enrique Buenaventura, el Teatro La Can-delaria de Bogotá. Regresando a México, vi Lástima que sea puta en el Teatro Santa Catarina. Me pareció algo de otro planeta. Aunque era muy joven, empecé a ir a talleres: en el Chopo, con Hugo Hiriart. Tomé un taller con Gurrola, que culminó con el montaje de Los picassos de Picasso en el Museo Tamayo. Esa fue mi primera obra profesional. Tenía diecisiete años y, aun así, el teatro ya me producía emociones muy contradictorias.
Y entonces, ¿por qué entraste al cut?
El haber comenzado a actuar tan joven me hizo pensar, después de un tiempo, que tenía que sistematizar mi proceso de alguna forma. Yo me veía como actriz. Era lo lógico. Por un lado, estaba fascinada con el aprendizaje, pero no fue fácil. No sé cómo sea ahora. En aquel entonces, los maestros veían a los actores como instrumentos perfectos, subordinados perfectos. Era un espacio de jerarquías, de patriarcados, de sometimiento. Se trabajaba con una sola definición estética. No había espacio para más. Era un universo superficial, completamente mitificado, regido por poderes melodramáticos y miserables. En ese sentido, siempre preferí a Gurrola, ese sapo ondulante en el que abiertamente se reunían la belleza y el horror del mundo. Él no escondía nada. Era mucho más honesto.
¿Por qué te fuiste a Berlín?
Yo quería hacer teatro de grupo: desarrollar un entrenamiento común, riguroso, con compromisos de largo plazo. Vivía muy descontenta, presa de ese espejismo, buscando cómo trabajar así. A principios de los noventa me fui decepcionada a Berlín. Ya me interesaba el movimiento situacionista, sobre todo las ideas de Guy Debord. Aunque la verdad sea dicha, también el arte conceptual fue un espacio incómodo para mí. He sido extranjera en todos lados. Hay un lado del performance que encuentro oportunista, efectista, lujoso, burgués. De cualquier modo, fue un shock y un privilegio vivir ese Berlín de la caída del muro. Mis padres se conocieron en el partido comunista.
¿Cómo fue que comenzaste a hacer performance?
Mi trabajo siempre ha sido muy híbrido. Al principio, concebía mis piezas en términos más escénicos que plásticos. Seguía pensando en el simulacro y la representación. Como no hablaba alemán, pensé que tenía que prescindir de la palabra hablada. Decidí usar mi propia experiencia como mujer, actriz, mestiza, chilanga, tercermundista en el primer mundo como materia prima de mis acciones. Eso me fue llevando cada vez más hacia mi propio cuerpo. Me hice muy autónoma y logré presentarme con éxito en lugares muy importantes como la Kunsthaus Tacheles, que fue un espacio emblemático de la contracultura berlinesa de los noventa. Sin embargo, después de tres años, comencé a detectar un exotismo perturbador en el interés que yo suscitaba. Pensé que me iba volver la Mexican curious del performance de allá, la Gómez Peña de Alemania, y eso me repugnó. Decidí volver.
¿Y cómo fue el regreso?
Vine a un festival de performance en el Ex Teresa. Me sorprendió mucho descubrir una escena que no existía a finales de los ochenta. En el tiempo que estuve ausente, se abrieron muchos espacios para el trabajo performático. Se comenzaron a realizar acciones en galerías, museos tomados, plazas. La experiencia fue imponiéndose, ganándole terreno al objeto. Una experiencia abierta, aleatoria, viva. Había gente muy estimulante como César Martínez, Lorena Wolffer, Semefo, Hortensia Ramírez –que es una artista extraordinaria a la que no se le ha dado el lugar que merece. Yo venía con Día 28, una pieza sobre el control femenino de la vida, la píldora, la teoría queer y, sin proponérmelo demasiado, me incorporé a un circuito de performance muy activo. Al mismo tiempo, estaba trabajando en Los Ángeles con dos artistas muy importantes para mí: Annie Sprinkle, prostituta, actriz porno que comenzó a hacer performance después de estudiar artes visuales. Ella trabajaba con un lenguaje muy explícito que utilizaba como una herramienta de transgresión increíble. Me encantó su honestidad: una nacota gringa confrontando públicamente sus vacíos. Me hizo pensar que yo hacía lo mismo en Berlín. Y Ron Athey, un hombre muy provocador: protestante gay, preocupado por el sida. En esa época él estaba asociado a un grupo conocido como los modernos primitivos. Trabajaban con prácticas tribales y procesos industriales. Hubo varias coincidencias. Al igual que a mí, le interesaban los tatuajes, las perforaciones del cuerpo. Hicimos varias piezas juntos.
Háblanos sobre Elektro Time Machina.
Es un performance que hice hace dos años en el Museo Carrillo Gil. Hay estructura muy grande (de dos por seis metros) que evoca un reloj de arena. Y en realidad, la arena soy yo, es decir, mi cuerpo. Tiene un desarrollo muy escénico porque empieza, transcurre y al final caigo. Es electrónica porque ese descenso está documentado por dos cámaras de video, cuya imagen se proyecta en dos pantallas. Es una pieza sobre el secuestro del tiempo, que es el gran territorio de la libertad; el hecho de que el vínculo que nos une al instante es solo de tránsito, siempre subordinado a una condición devoradora. También explora la relación del yo con la alteridad.
El año pasado estrenaste Who Shot the Princess? en Austria.
También es un trabajo limítrofe, donde el performance y el video juegan un papel importante. Es una obra escrita y dirigida por Gin/i Müller, a quien conocí hace unos años en México. Tiene dos raíces: por un lado, el libro Dramas de princesas de Elfriede Jelinek, que explora varios arquetipos femeninos que incluyen, entre otras, a Blancanieves, Cenicienta, Ingeborg Bachmann y Sylvia Plath. Por otro lado, es una exploración de la telenovela, del melodrama como formato psicológico masivo. Y cómo eso se enfrenta a la rebelión, la subversión, la militancia. Esta parte se basa en la experiencia de Flor Eduarda Gurrola como actriz infantil de televisión. Ella actúa en el espectáculo y colaboró en muchos aspectos de su realización. Fue un proceso muy intenso que incluyó a dos dramaturgos, que constantemente criticaban y reescribían la pieza. La estrenamos en octubre del año pasado en el Brut Theater de Viena. Le fue muy bien, por lo que vamos a hacer una nueva temporada en unos meses. Me encantaría poder trabajar un proceso así en la escena mexicana. No creo que sea solo un problema de recursos. ~
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.