El humor es un recurso que mejora la salud personal y social y pone a prueba una serie de estándares lógicos, parámetros éticos y normas colectivas. Con el humor, el reflejo de la risa adquiere un significado, a menudo revelador y liberador, al señalar las paradojas, los dobles discursos, la inversión de valores y otras distorsiones y fracturas de la realidad. Desde luego, no es fácil cultivar el humor y su práctica requiere un trabajo serio de observación y expresión, así como de combate a la rigidez y los prejuicios.
La escritura ensayística en Hispanoamérica (que a diferencia de, por ejemplo, la tradición inglesa nació con tareas muy serias como forjar patria e inflamar conciencias) padece una alarmante solemnidad y escasea de humor. Por eso, vale la pena justipreciar los raros especímenes, como Guillermo Sheridan, que cultivan la sonrisa. Este autor gusta, como diría Schopenhauer, de “coger en falta a la razón” y tiene un ojo adiestrado para detectar lo ridículo, lo incongruente o lo grotesco. En su prosa se funden diversos tipos de humor y practica desde la sátira de tono clásico hasta la crónica de costumbres, la comicidad escabrosa o el más logrado pastiche. Igualmente, ejercita con la misma destreza el humor erudito que la penetrante chanza con aire callejero. Con esa variedad de recursos, Sheridan despoja de investiduras todo lo que le rodea y atestigua las inconsistencias, las irracionalidades y los móviles asombrosamente banales y pedestres del comportamiento humano. La realidad carnavalizada de Sheridan es horrorosa, pero divertida, y se observa con mucho provecho, pues, frente a un orden ilusorio, revela las tercas raíces del caos.
En El hablador y el cojo, Sheridan hace un paseo por los más diversos temas y modalidades escriturales. En sus siete secciones, el libro contiene ejercicios de estilo, crónicas urbanas, reseñas de libros, retratos de escritores, piezas de crítica de arte y hasta una sección de curiosidades sicalípticas. Se trata de escritos casuales que desfilan guiados por el capricho o el azar y patrocinados por la curiosidad y la observación alerta. Sus “Botellas al mar”, por ejemplo, ofrecen textos (fábulas, reflexiones intempestivas, reminiscencias) regidos por el humor extravagante, el juego de palabras o el realismo más cruel (la regocijada crónica de una “iniciación” al espectáculo del burlesque y la desventura de un titiritero que es repudiado por el ardiente público). En “Pasiones chilangas”, el autor hace un recuento de escenas y costumbres urbanas que comprenden una suerte de fenomenología de los sismos, consideraciones sobre la profusión de tamales y la fascinación mexicana por las formas desbordadas; disquisiciones sobre los nombres propios; reflexiones sobre la adicción al ruido o meditaciones sobre el gentilicio idóneo para el capitalino. En estas crónicas el autor devuelve el prodigio a lo cotidiano gracias a una operación poética muy velardeana, el asombro infantil y el adjetivo insólito. En sus “Lecturas accidentales” pueden encontrarse varias rarezas, como las reseñas sobre la presencia de México en la obra de diversos artistas europeos (Antonio Vivaldi, Heinrich Heine, Julio Verne, D. H. Lawrence).
Los textos de “El sonido y la feria” tienen, como rasgo común, una mirada profana hacia todo lo que navega con el prestigio de lo correcto y progresista, ya sea la visión redentora de la poesía (la entrevista hechiza al poeta Pichardo es magistralmente reveladora de la petulancia y cursilería de parte del gremio poético); las ínfulas del arte experimental; las farsas de la literatura comprometida; la impostura y vaciedad de la jerga filosófica posmoderna (blanco de legendarias bromas y remedos), o la agresividad y, a veces, humor involuntario de esos enfoques teóricos que Harold Bloom denominó como “escuelas del resentimiento”. En “Santos y pecadores” hay una inmersión al universo de las creencias y lo sagrado, que incluyen deliciosos relatos (el de una mosca que el poeta romano Virgilio reconoció como su mascota amada y enterró con todos los honores para burlar una ley que expropiaba todos los palacios, excepto aquellos que tuvieran un cementerio) y repasos casi heréticos a la teología e iconografía católicas (tunde a san Francisco de Asís y se pregunta, con cierta razón, por qué no buscó atenuar la pobreza antes de erigirla como regla de vida y prédica virtuosa). “Gente normal” agrupa remembranzas y retratos de varios de sus escritores y artistas dilectos (Ramón Xirau, Gabriel Zaid, Juan José Gurrola, Fernando del Paso, Gerardo Deniz, Pedro Friedeberg, Graciela Iturbide), que combinan la exactitud del trazo humano y crítico con la malicia y la picardía, escapando siempre al protocolo del halago. Finalmente, su “Teoría y práctica del conflicto sexual” brinda una deslumbrante muestra de erudición lúbrica y una desternillante sucesión de lucubraciones escabrosas.
Libro de jocosa observación, de alborozada prosa y de irredenta ironía, El hablador y el cojo ostenta un amplio repertorio de recursos literarios y retrata una realidad aciaga con mucho retozo y gracia. De estas visiones tan afables como oscuras, tan festivas como amargas, el lector puede elegir una interpretación apocalíptica, o bien, optar por una visión menos rígida y perfeccionista del mundo y refrescar la sonrisa cada vez que sale a la calle y encuentra la presencia, casi fraternal y tranquilizadora, de lo absurdo y lo inesperado. ~
(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).