2004 en Bagdad. Una cuadrilla del ejército estadounidense tiene a su cargo desactivar explosivos sembrados por los iraquíes. Puede que estén debajo de la tierra, en la cajuela de un auto, atados al torso de un hombre, dentro del cadáver de un niño. Los soldados están relativamente protegidos por protocolos, estrategias y tecnología, cuyo propósito es mantenerlos lo más alejados posible de las bombas y, por lo tanto, de la muerte. Al sargento William James (Jeremy Renner) ese propósito lo tiene sin cuidado: él toma, literalmente, el asunto entre las manos. En cada caso de posible bomba, James emprende el camino a pie, lleva consigo llaves y pinzas, y se toma el tiempo necesario (muchas veces, más del necesario) para, entre una maraña de cables, encontrar el fusible que detonaría el explosivo. Luego lo corta y se lo lleva con él. Formará parte de su colección de cosas que, explica, pusieron en peligro su vida (junto con los detonadores de bombas, su anillo de matrimonio). El sargento James guarda el registro de 873 bombas desactivadas. O, diría él, 873 recuerdos de momentos en los que supo exactamente cómo fue que no murió.
Zona de miedo es una película excepcional. Quizá la peor manera de empezar a enumerar sus virtudes sea diciendo que está dirigida por una mujer. Una precisión sexista, condescendiente e inútil, pero que, si se pasa por alto, equivale a no mencionar el elefante en la habitación. El caso de Kathryn Bigelow, de 58 años, es atípico y casi único. Desde el principio de su carrera la directora ha explorados géneros considerados como masculinos –todo lo que involucre armas, catástrofe y riesgo–, provocando un desconcierto que acaba siendo, él mismo, tema de conversación. (Ya no se diga actualmente, después de que Zona de miedo obtuviera nueve nominaciones al Óscar y más de veinte otros premios, casi todos en la categoría de Mejor Dirección.) Que el caso de Kathryn Bigelow sea, en efecto, raro, es menos un problema de Bigelow que de todos los demás –de la industria, la crítica y el público (así como de otros directores y directoras) que asumen como regla que el cine dirigido por mujeres es, necesariamente, un cine sobre mujeres (o para mujeres, desde una sensibilidad femenina, ya sea porque afirma o niega una tradición).
La cosa no termina ahí. Decenas de notas dedicadas a Zona de miedo pintan a Bigelow como una G.I. Jane que desconoce su propia condición (fuerte pero elegante, decidida pero tímida, etcétera). Un texto aparecido en Newsweek narra cómo, durante el rodaje, algunos “machos” del crew se desmayaron y/o vomitaron camino a la colina que Bigelow escogió para emplazar su cámara. ¿El punchline? Cuando los hombres llegaron, la directora ya estaba ahí. Exhausto durante el rodaje, el actor Jeremy Renner cuenta cómo, en cambio, “a ella se le veía dando saltitos como niña de escuela, llevándole manzanas a los camellos”. Se entiende que son halagos, pero el mensaje está ahí. Lo propio era que se desmayara o no tuviera la constitución de un buldózer. O que el calor y la arena la hicieran muy infeliz.
¿Por qué tantas notas –esta incluida– gastarían la mitad de su espacio en describir la “paradoja Bigelow”? Quizá porque se sospecha que una vez empezado el análisis de Zona de miedo ya no habrá lugar para una lectura de género. Pero eso no es sólo un problema sino el centro de la cuestión: si en algo se espejean la directora y su película, es en el hecho de que sus respectivos géneros (el femenino, el bélico) no imponen directrices ni fijan su identidad.
Así, en Zona de miedo la guerra es circunstancial. A diferencia de otras películas de guerra (ya no se diga sobre la guerra de Iraq), no hace apologías ni actos de contrición; la tensión que genera es mayor en los momentos de espera, y aunque ninguna de las acciones es cercana al espectador –desactivar una bomba sólo puede compararse a desactivar una bomba–, lo que lleva al soldado James a jugarse la vida en volados es uno de los motivos más antiguos de la humanidad: adicción a la guerra, a la adrenalina o al nombre que se le quiera dar. El roce con la muerte y el gusto de acercarse, sin cruzarlo, al umbral. Las definiciones de bienestar que funcionan para la mayoría no tienen significado para individuos como el sargento James. Según muchos un nihilista psicótico, lo suyo es buscar sentido donde sabe que lo va a encontrar. Si esa búsqueda es sensata o no, es cosa que en su vida ha dejado de importar. Aunque parezca lo opuesto, sus actos obedecen a un impulso vital.
Desinteresada en tomar partido, renuente a pontificar, Zona de miedo logra tener al espectador en sus manos haciéndolo pasar segundos de angustia ante el terrorista suicida y el soldado que se le enfrenta. El mérito es de Bigelow y de su método de dirección: uno que privilegia la experiencia sobre la teoría. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.