Ilustración: Amadou Idrissa / dall e

Rascando el cielo

De las pirámides a los rascacielos, las construcciones de gran altura definen el horizonte en las ciudades. A la vez, generan toda clase de problemas que amenazan el futuro.
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Dado que vivía en el Greenwich Village, a principios de los años setenta, pude ver cómo terminaban de construir los que serían los edificios más altos del mundo, las Torres Gemelas. La Torre Uno se inauguró un mes antes de que yo me mudara a Westbeth; la Torre Dos, seis meses después. Con sus ciento diez pisos de metal y vidrio resplandeciente, eran todo lo contrario de donde yo vivía con mi familia, ese viejo edificio industrial de apenas trece pisos que ahora casi literalmente quedaba a la sombra de los nuevos rascacielos.

El hecho de que se construyeran dos rascacielos como parte de lo que bautizaron como World Trade Center, justo cuando la ciudad de Nueva York estaba en bancarrota y sufriendo por el desinterés y abandono del gobierno federal, parecía el colmo del cinismo. Tampoco ayudaba que las torres fueran tan feas y representaban un asalto a la arquitectura tradicional de la ciudad, sobre todo al downtown, que había conservado una altura humana hasta entonces.

Lewis Mumford, el gran urbanista nacido en Queens, cerca de donde vivía mi familia justo antes de mudarnos a Westbeth, y graduado como yo en el Stuyvesant High School y luego en el City College, llamó a las torres “archivos verticales de vidrio y metal”, siendo una arquitectura de oficinas, tanto en su diseño interior como exterior. Otros bromearon que las Torres Gemelas eran las cajas de cartón donde venían empaquetados el Empire State Building y el edificio Chrysler.

Las Torres Gemelas eran feas no solo por su forma fálica y su tamaño monstruoso, que ensombrecía al downtown de Manhattan, sino también porque se llenaban entresemana con una población flotante de corredores de bolsa, ejecutivos y abogados corporativos, una ola de blancos privilegiados, responsables de la gentrificación que iba a cambiar radicalmente la ciudad y responsables también de la globalización que vendría a transformar el mundo.

Aquellas torres eran como grandes estacas clavadas en el corazón de lo que había sido una de las mayores concentraciones de personas de clase trabajadora e inmigrantes a nivel mundial. A su alrededor se empezaron a construir miles de condominios de lujo para ejecutivos de altos ingresos, lo que elevó las rentas en el downtown. Además, cada noche, cuando cerraban las oficinas, había una invasión de jóvenes profesionales urbanos en trajes en los bares y restaurantes de los barrios aledaños, y su consumismo obsesivo y sus sueldos ridículamente altos impactaron a la demografía local.

Debido a los niveles de violencia, delincuencia y pobreza de los años setenta, tanto turistas como gringos habían evitado el downtown de Manhattan, pero con el WTC sirviendo como ancla, los barrios que durante tantas décadas habían pertenecido a inmigrantes pobres y a artistas bohemios se convirtieron en un inmenso destino turístico trendy. Windows on the World, el restaurante ubicado en el último piso de una de las Torres Gemelas, no solo era un patio de recreo para yuppies y ejecutivos corporativos, sino que también atraía a hordas de turistas adinerados de todo el mundo (de hecho, fue el restaurante más rentable de Estados Unidos durante muchos años). Las Torres Gemelas también se convirtieron en un icono mediático, un símbolo de aquella renovada Nueva York, apareciendo como fondo y a veces como protagonistas de un sinnúmero de películas y programas de televisión.

Como sugiere su nombre, el World Trade Center era un núcleo del comercio mundial: una concentración de capital que ayudaba a la economía estadounidense a dominar el mundo. Aquellas torres mandaron una clara señal a todo el planeta de que el imperio capitalista había llegado a su cima.

Cuando a principios de los años setenta me mudé a México y le contaba a la gente de dónde era, casi inevitablemente su primera respuesta fue lo hermosa que era la ciudad de Nueva York. Y cuando les preguntaba por qué amaban a mi ex ciudad, la gran mayoría me respondía qué por sus altos edificios, como las Torres Gemelas. Veían a Nueva York, que tenía una población de apenas siete millones de habitantes, comparada con la ciudad de México que ya tenía alrededor de 15 millones de habitantes, como la ciudad más grande del mundo.

En honor a los doscientos años de la independencia del dominio español, que se celebraba en 2010, en la Ciudad de México se planeó construir dos torres para competir por el título del edificio más alto de México (y de América Latina). Los dos proyectos eran completamente independientes pero ambos querían poner el mismo nombre a su rascacielos: la Torre Bicentenario. Con una altura de menos de trescientos metros y solo setenta pisos, estas torres ni se iban a acercar a los mayores rascacielos del mundo (con ciento diez pisos, las Torres Gemelas alcanzaban los cuatrocientos diecisiete metros de altura), pero iban a ser mucho más imponentes dentro de su ciudad.

Una de las torres formaba parte de un paquete que incluía una nueva línea de Metro y una carretera elevada, así como puentes para unir el edificio a muchas de las principales avenidas de la ciudad y a otras áreas corporativas. La otra torre, todavía en busca de un terreno, después de que el sitio original fuera vetado debido a la oposición de los vecinos, iba a ser un proyecto de Rem Koolhaas, un arquitecto estrella con fama mundial.

Según Koolhass, la forma del edificio era el resultado de sobreponer una pirámide mexicana encima de otra (lo que suena a albur). Sin embargo, lejos de reflejar la sensibilidad a la cultura local, los guiños que ambos rascacielos hacían a las construcciones indígenas o a la Independencia no eran sino un truco barato de mercadotecnia, para rascacielos que servirían como sedes de corporaciones globalizadoras que solo existen para extraer ganancias de México.

Sin preocuparse en nada de ocultar su postura de macho europeo, Koolhaas afirmaba que erigir su gigantesca construcción ayudaría a México a compensar su “déficit de rascacielos” (que también suena como albur). Sin embargo, el diseño del edificio de Koolhaas, un cubo alargado con un bulto en la sección media inferior, se parecía más a una barriga de un señor chelero que a una verga parada.

Si el tamaño fuera tan importante para la ciudad como pensaba Koolhaas, entonces se puede argumentar que la Torre Latinoamericana, construida en los años cincuenta, se extiende más arriba en la atmósfera terrestre que casi cualquier otro edificio en el mundo, ya que está construida en una ciudad ubicada a dos mil metros de altura.

Los historiadores tienden a citar edificios de finales del siglo XIX en la ciudad de Nueva York como los primeros rascacielos, pero se puede afirmar que los primeros en América fueron las pirámides construidas en la Ciudad de México. Aunque estas pirámides eran de cima plana, inspiradas en las montañas volcánicas que rodean la Ciudad de México, aún eran lo bastante altas como para dominar por completo el paisaje celeste y convertirse en el centro de todas las principales civilizaciones prehispánicas.

Las pirámides fueron el mayor logro cultural de las civilizaciones prehispánicas, pero también se construyeron gracias a la esclavitud y muerte de miles de personas y provocaron la destrucción masiva del medio ambiente. Un gran porcentaje de la población masculina de la ciudad y los pueblos aledaños se vieron obligados a trabajar en la construcción de las pirámides, por lo que tuvieron que abandonar sus cultivos. La deforestación masiva llevada a cabo para dar cabida a las pirámides, así como para proporcionar madera para los incendios utilizados para mezclar los materiales de construcción, ahuyentó a los animales de su hábitat natural y provocó un agotamiento de las fuentes de alimentos. Esto, a su vez, condujo a una mayor dependencia de los tributos forzosos de los pueblos colonizados circundantes, lo que a su vez acrecentó el malestar social y finalmente condujo a las guerras e invasiones que derrocaron a estas grandes civilizaciones borrando todo, menos sus pirámides, de la faz de la tierra.

Los primeros conquistadores españoles que llegaron a la Ciudad de México quedaron profundamente impresionados por las muchas pirámides que se elevaban sobre la ciudad imperial azteca. Sin embargo, esto no les impidió -ni a ellos ni a las tribus conquistadas por los aztecas, muchos de ellos forzados a construir las pirámides-, destruirlas. Los españoles construyeron su ciudad capital sobre las ruinas del gran imperio azteca y alzaron su catedral principal justo encima del Templo Mayor, con piedras robadas de sus pirámides.

A diferencia de la mayoría de las principales ciudades del mundo, durante mucho tiempo la Ciudad de México no se sintió obligada a participar en la carrera espacial arquitectónica, una competición donde cada nueva construcción está diseñada para desplazar a la anterior de los libros de récords. En parte, esto obedecía al miedo a un desplome: el inestable lecho del lago de la ciudad y su ubicación a lo largo de una falla tectónica evitaban que la mayoría de los arquitectos se sintieran tentados a desafiar a la tierra misma.

Miles de edificios colapsaron cuando, en 1985, la Ciudad de México fue sacudida por el peor terremoto en la historia registrada del país. La Torre Latinoamericana, el edificio más alto de la ciudad en aquel momento, sobrevivió, aun estando en uno de los barrios más afectados, lo que demostró que los rascacielos que tentaban la ira de los dioses podían resistir lo peor que estos pudieran arrojarles.

Sin embargo, años después del terremoto la Ciudad de México siguió creciendo por los lados y no hacia arriba. Un mar de concreto se extendía por todo el valle, con apenas un puñado de estructuras de metal y vidrio que osaban elevarse por encima del resto, la mayoría de ellas apiñadas en nuevas ciudades corporativas a las afueras de la ciudad. Esta timidez se desvaneció en el siglo XXI. Para las grandes ciudades del pasado, los rascacielos representan el futuro. Debido a la falta de terreno para edificar, la mayoría de las grandes ciudades no tienen más remedio que alcanzar los cielos y así los rascacielos establecen la línea del horizonte de la ciudad del mañana.

Los rascacielos a la vez empeoran el número de problemas urbanos que amenazan el futuro de la ciudad. El hacinamiento, la pesadilla del tráfico, los niveles peligrosamente altos de contaminación y una grave falta de agua y energía acompañan a los avances de la modernidad, sobre todo en los países subdesarrollados. Y los rascacielos solo agravan este panorama.

Los empresarios que trabajan en los últimos pisos de los rascacielos no son los que se llevan la peor parte del sufrimiento. Más bien, son los habitantes de clase baja de la ciudad -aquellos que no poseen vehículos que los ayuden a escapar a complejos suburbanos en carreteras elevadas subsidiadas por el gobierno local- los que sufren las secuelas de la construcción desenfrenada.

Poco a poco, un horizonte arquitectónico urbano cada vez más elevado comenzó a truncar la visibilidad dentro de las principales ciudades del mundo, pero en la Ciudad de México no fueron los rascacielos, sino el nivel de contaminación del aire lo que redujo la línea de visión en la ciudad. La misma modernidad que hizo del rascacielos su símbolo también es responsable de la proliferación de vehículos motorizados y de la industria pesada. Ambas amenazas llenan el aire de la ciudad de partículas tóxicas y ocultan bajo un manto de barro gris el mayor logro del rascacielos, una supuesta visibilidad ilimitada.

Además, la alta visibilidad de los rascacielos como símbolo de modernidad y capitalismo los convierten en blancos fáciles y simbólicos para todos aquellos que sufren los daños colaterales del capitalismo global. En La Torre Mayor, que fue el edificio más alto de América Latina por muchos años, hubo amenazas de coches bomba que obligaron a evacuar el edificio durante varios días seguidos.

Los niveles de amenaza aumentan a medida que los edificios se elevan más y más, sobre todo cuando se promocionan como monumentos y símbolos de la ciudad. En lugar de celebrar la independencia de México, su liberación de las potencias coloniales, estos rascacielos dan fe de la continua dependencia de la economía mexicana del capital extranjero, ya que no solo los arquitectos encargados de la obra, sino también la mayor parte del respaldo financiero para su construcción viene aún de Europa o Estados Unidos.

Al igual que la construcción de las grandes pirámides mexicanas en las ciudades imperiales aztecas, los rascacielos -incluso aquellos más “inteligentes” o “ecológicos”, diseñados por arquitectos con conciencia global- todavía representan una carga extremadamente pesada para los recursos naturales de la ciudad y un gran sacrificio para sus vecinos.

Desde el momento en que empezaron a opacarme las vistas, siempre había deseado vivir para ver el día en que se derrumbaran las Torres Gemelas. Aun así, me sorprendió mucho cuando mis hijos pequeños me despertaron un día y me dijeron que se habían caído. Ver aquellas imágenes de destrucción masiva en la televisión, desde mi casa, en la Ciudad de México, me resultó surrealista, ya que desde su construcción habían formado parte de mi mapa visual y conceptual de la ciudad de Nueva York y ahora dejaron un hueco muy grande.

Por desgracia, su caída llegó demasiado tarde para detener el daño que se había hecho a Nueva York y también a gran parte del mundo en desarrollo, la Ciudad de México incluida. La gentrificación y la globalización ya era una parte tan importante del presente que el mero hecho de derribar una torre o dos no iba a servir de nada.

Y, sin embargo, la caída de las torres tuvo un impacto enorme en otros aspectos. Cultural y políticamente, la ciudad de Nueva York se estaba escorando cada vez más hacia Estados Unidos (a diferencia de la cultura inmigrante) y después del 11-S la bandera gringa comenzó a aparecer en las calles y dentro de las ventanas de los edificios de toda la ciudad. El patriotismo, algo que rara vez se había visto en el downtown en mis tiempos, se convirtió en parte importante de la nueva forma de vida de la ciudad de Nueva York. Aunque habían disfrutado de su fama como las torres más altas del mundo durante varios años, al final la imagen que permanece en la mente de todos es la de las personas que saltaban al vacío desde la trampa mortal más elevada del mundo.

Las inmobiliarias y el gobierno local venden la idea que los nuevos rascacielos de la Ciudad de México elevarán la economía del país al Primer Mundo, un sueño que ha existido en México desde que el mundo y sus habitantes se habían dividido en números, pero es más probable que simplemente contribuyan a aumentar la desigualdad social, algo en lo que México no tiene nada que envidiar a casi ningún otro país del mundo. ~


Este texto forma parte de Desde las entrañas. Ensayos autobiográficos de dos ciudades NYC/CDMX, publicado por Turner, que incluye crónicas escritas en las últimas dos décadas.

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es escritor y fotógrafo. Originario de Nueva York, vivió más de 20 años en la Ciudad de México. Es autor de Desde las entrañas (Turner, 2023) y Maneras de morir en México (Trilce, 2015), entre otros libros. Es guionista y director del largometraje Carambola (México, 2005).


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