No conocí a Victoria Amelina. A veces viajo al frente y a áreas inmediatas con los escritores y escritoras, hoy activistas, de PEN Ucrania, organización a la que ella pertenecía. Entregan ayuda, dan voz a la sociedad civil local, llevan libros para niños a escuelas devastadas y siguen concienciando a intelectuales y escritores extranjeros de las atrocidades rusas. Estuve con ellos el año pasado en Bucha e Irpin, Járkiv y áreas rurales castigadas por la guerra. Amelina, “Vika”, participaba en estas iniciativas. No llegamos a coincidir, aunque teníamos amigos comunes. En marzo estuve en un kvartyrnyk (son veladas poéticas y musicales) en la sede de PEN en Kyiv, abarrotada de gente. Los kvartyrnyki son una fotografía de la generación actual de escritores ucranios. Creo que me crucé con Amelina, pero andaba en otras conversaciones y me fui pronto a la estación. Tenía ganas de conocerla, la veía también en Twitter, pero bastantes amigos y amigas mías ucranias son así: personas extraordinarias de una generación magnífica, en peligro. Pensé que habría otra oportunidad.
Fue accidental que Amelina estuviera en Kramatorsk con los colombianos Héctor Abad Faciolince, Sergio Jaramillo y Catalina Gómez. Abad y Jaramillo forman parte de la campaña “Aguanta Ucrania”, de solidaridad latinoamericana con el pueblo ucranio. No es un proyecto superfluo. Hace poco Lula, el presidente brasileño, no respondió a una pregunta de El País sobre si habría que dejar solo al pueblo ucranio a merced de los bombardeos de Putin. La ambigüedad y equiparación entre agresor, ya con cargos de crímenes de guerra sistemáticos y contra la humanidad en Ucrania, y víctima, es habitual en el lenguaje político de la izquierda latinoamericana (el chileno Boric, honorable excepción) y del relato allí y sus fans aquí. El caso es que Amelina decidió irse con ellos al este. En la efervescencia ucrania, las cosas funcionan así.
También, supongo, fue accidental que la explosión hiriera mortalmente a Amelina y no a sus compañeros de viaje sentados con ella. Es una tómbola. Los que vamos mucho por allí lo pensamos a menudo y estos días intercambiábamos wasaps sobre ello. En una guerra en la que la población civil ucrania es objetivo central del liderazgo ruso, la regla de a más cerca del frente, más peligro, es incompleta. Quiero decir, uno puede irse a la cama con su familia el 28 de abril en Uman, en el centro del país más grande de Europa, a cientos de kilómetros de la línea del frente, o en Dnipró, el 14 de enero, y no despertarse: tu bloque de viviendas destruido de forma dantesca por un misil diseñado para hundir portaviones, otra pauta rusa. O estar una noche en Járkiv y que exploten cerca misiles s300 rusos que a esa distancia de la frontera, la defensa aérea no puede interceptar. Mis amigos de Odesa creían que su ciudad se salvaba algo de la suerte de Kyiv, Járkiv o las ciudades y pueblos del Donbás; los rusos piden en Telegram que no se bombardee “mucho” Odesa pues tienen propiedades allí, me contaban en mayo. Pero los bombardeos de junio han diluido esta regla también. En esta guerra, dejar un cráter en el suelo o quedar vegetal de por vida es en parte contingente a la defensa aérea (y que no triunfen las tesis de los que quieren que la dejemos de proporcionársela a los ucranios) y una cuestión de probabilidades. Hace unos días, Daniel y Julia, una bella pareja de Kyiv, tenían pocas de que les cayeran, mientras dormían, los restos de un misil ruso.
Cada vez es, sin embargo, menos accidental que esta oscura lotería toque o no a amigos y seres queridos. Un estudio reciente muestra que una gran mayoría de ucranios ya tiene heridos o muertos cercanos. Jen, una amiga escocesa que conocí en esos viajes con PEN Ucrania y que trabajó con Amelina, me confesaba que “sabes los riesgos, pero piensas que los tuyos estarán OK… lógica infantil, supongo”. Suelo escribir a amigos y conocidos tras los bombardeos nocturnos. Supongo que un día alguno no responderá, el cerco se estrecha.
No fue desde luego accidental que tanta gente estuviera ese martes 27 de junio en la pizzería Ria, popular entre locales y extranjeros de paso en Kramatorsk. Era uno de los pocos sitios que quedaban abiertos, con wifi, comida buena y rápida, café y todas esas pequeñas cosas de nuestra vida ordinaria que buscamos aún en guerra. No es accidental que junto a Amelina y las hermanas adolescentes Anna y Yulia, gran parte de las víctimas mortales sean chicos del personal. Los jóvenes ucranios no tienen hoy grandes oportunidades de ganarse la vida y sacan punta a las que tienen.
No fue accidental que Rusia atacara la pizzería a esa hora punta antes del toque de queda y con un misil de precisión Iskander, probablemente con componentes tecnológicos occidentales en él (una investigación de Newsweek y la Kyiv School of Economics muestra cómo Rusia está logrando evadir las sanciones e importar componentes tecnológicos occidentales clave para su maquinaria militar).
Tampoco fue accidental –ni novedoso– que Lavrov justificara el bombardeo, verbalizando las manidas mentiras del oficialismo ruso que Prigozhin desmontó en su asonada. No lo fue que en la TV pública rusa otro de sus generales, cito, dijera quitarse “el sombrero por los que planearon y ejecutaron (el bombardeo), mi viejo corazón militar se alegra al ver cómo sacan muchos de esos cuerpos jóvenes”. Son así, poco más que decir.
Solo queda llamarles por su nombre: criminales de guerra. Y trabajar al máximo para que las muertes de Vika y tantas otras personas extraordinarias no sean en vano, que se haga justicia y su memoria perdure.
Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).