Una forma de ver y de leer

Ante el predominio de los grandes grupos editoriales, la edición independiente ha pasado a encarnar las virtudes de lo que, en el pasado, se consideraba simplemente “la edición”: un catálogo de lecturas bajo una mirada personal. En el heterogéneo contexto hispanoamericano, ¿para qué sirve editar?
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Quizá los objetivos de cualquier editorial literaria, sin importar su tamaño, lengua o alcance, sean muy similares: buenos catálogos para buenos lectores. Sin importar si el editor es joven o viejo, erudito o entusiasta, librero o matemático, taciturno o animoso, todos parecen compartir un impulso pragmático y una búsqueda estética que los lleva a poner ciertos textos en circulación, textos que puedan abrir o cerrar el mundo, darle complejidad o levedad; textos que nos hagan leer algo en nuestro interior, a veces desconocido por nosotros, o que nos permitan leer algo en el interior del otro. Es decir, libros que puedan funcionar como rostros o como espejos. Intentar analizar una región o una lengua con estas imágenes y variables tan subjetivas sería como tratar de describir a una sociedad a partir de su memoria onírica.

En el que posiblemente sea su mejor libro hasta ahora, Continuación de ideas diversas, César Aira se pregunta por la posibilidad –o la imposibilidad– de que la cantidad llegue a transformarse en calidad o en valor. Dice: “Si en un país hay diez mil escritores en actividad, las probabilidades de que haya uno bueno no son mayores que si hay solamente diez. Es más: el cálculo se invierte. En diez es más probable que en diez mil.” Me pregunto si podría decirse lo mismo de la cantidad de editores que conforman ese hipotético territorio de su reflexión, y me parece que no, que no es así. Tal vez podamos proponer una relación más inquietante, pero no por eso menos obvia: el número de buenos editores es proporcional al número de buenos lectores. La pregunta siguiente: ¿el número de lectores responde al número de editores, o es al revés? Y si se quisiera profundizar más en esta interrogante: ¿el número de escritores y de manuscritos literarios creados en un periodo delimitado responde al número de sus lectores, librerías y editoriales? ¿Cómo podríamos decir que se relacionan estas esferas? ¿Cómo comenzar a entenderlo? Si tomamos, por decir, a Argentina como ejemplo, lo primero que notamos es que parece un lugar fértil para el florecimiento de un número importante de sellos, especialmente aquellos situados al centro del espectro: editoriales de escala media que son dirigidas por un editor que podría llamarse literario, y que responde a una motivación personal o cultural antes que comercial. Junto con España, ambos países albergan una cantidad importante de editoriales, sobre todo si se analiza ese número en relación a la población. Aunque no hay datos fiables ni elaborados (algunas editoriales dejan de publicar sin disolverse, otras no están agremiadas, otras encajan ambiguamente en la definición, etcétera), y las estadísticas son difíciles de cuantificar por estas imprecisiones, podemos observar algunas tendencias. En Argentina hay una editorial literaria (activa, registrada) más o menos por cada cien mil habitantes; en México hay una por cada dos millones. En España hay casi el mismo número de sellos editoriales que en todos los países de habla hispana del continente americano juntos. Y si pensamos en librerías, la información que arrojaría el cálculo sería aún más dramática. Si pensamos por un momento en estos comparativos, podríamos llegar a preguntarnos: ¿cuáles son los recursos con los que contamos, y qué es lo que eso dice de nosotros? No solo nuestros recursos per cápita, aparecidos en los anuarios económicos, sino aquellos menos cuantificables como los recursos del tiempo o de la lectura –o, si queremos más allá, los recursos intelectuales o de placer.

Mario Muchnik dejó escrito en uno de sus libros de memorias que una de las consecuencias de las consolidaciones editoriales en las últimas décadas –en donde el mayor porcentaje de publicación en una lengua recae en una o dos grandes empresas– era que “renace el editor independiente y la librería entra en auge”. Aparece esa figura editorial y personal –en oposición a una cultura impositiva y masificada–, con motivaciones estéticas y éticas que dan vida a propuestas de lectura en donde encontramos algunos de los rasgos humanistas que han sido borrados de los planes de estudio escolares y de los planes editoriales de los consorcios. Estas propuestas no solo son leídas por el público al que quizás estén originalmente dirigidas, lectores que se oponen a tendencias y demagogias, sino también, acaso, por un lector más “técnico” y menos visible, que encuentra en esos textos un placer desconocido, pues de su educación –académica, urbana, familiar– parecen haber sido excluidas las letras. En el escenario actual, en donde los conceptos de libroescritorliteraturaeditoreditorial se han devaluado bajo las fuerzas mediáticas y económicas –que no favorecen el decir o el pensar fuera de lo establecido–, es el impulso artístico o creativo, en donde el editor comparte el mismo espacio que los escritores y los traductores, el que intenta, o logra, escapar de ese camino predeterminado.

La asociación de los medios electrónicos con el espíritu y los valores de la época –velocidad, consumo, omnipresencia, monopolio ideológico– hace que esta nueva generación de editores decida, en algunos casos, distanciarse de las plataformas relacionadas con aquello a lo que se oponen, y prefieran, entre otras formas de trabajo, un formato tradicional en papel. Lo que la edición impresa contemporánea representa no es solo el rescate simbólico de un objeto de un pasado idealizado, sino que da cuenta del tiempo y del esfuerzo de los procesos y las inversiones que se requieren para crear ese objeto destinado a la lectura, más llamativos hoy por ir en contra de los valores mencionados, y que se diluyen o pasan inadvertidos en una edición exclusiva para pantalla, en la que las decisiones se toman sin necesidad inmediata de recursos materiales, y en la que importa más el momento que la duración, pues sus variables creativas están configuradas más por métricas de alcance que por las posibilidades literarias o históricas de aquello que es publicado.

El modo impreso de transmisión escrita pone de manifiesto un esquema en el que la línea continua del texto representa la línea continua del pensamiento –líneas que podrían dar la sensación de confinamiento e infinitud–, que se extienden lo que sea necesario para construir un argumento. Aun con sus limitaciones, sobre todo de distribución, este formato, de pensamiento y de objeto, es una decisión editorial consciente, pues su materialidad final hace evidentes las distintas materialidades del proceso, mismas que dan peso a sus decisiones y a las decisiones del autor, al tiempo que frenan el apetito por lo contemporáneo, permitiendo contemplar su creación. La a veces sobrevaluada omnipresencia del libro a través de sus vehículos digitales parece estar menos destinada a un momento consciente, elegido por el lector, que a llenar los huecos pasivos de “improductividad” que van apareciendo a lo largo del día y que podrían ser ocupados por estímulos de naturaleza diversa. Las decisiones de un editor han sido siempre su campo de acción: intervenir en el mundo circundante mediante los textos y las formas con las que decide trabajar. Así, el editor independiente (independiente de pensamiento; libre para decidir y actuar) es aquel que vive y crea según sus convicciones, en un mundo incomprendido o incomprensible que, bajo su mirada, intenta ser puesto en orden por los títulos que edita y publica: en oposición a un presente incierto, carente de sentido, el catálogo como una narrativa coherente que podría dar sentido.

La importancia de este tipo de editoriales es doble: por un lado, la puesta en escena y circulación de textos que (por motivos económicos o temporales, o simplemente por desconocimiento o apatía) no interesan a los grandes grupos, y, por el otro, la construcción a largo plazo de un catálogo personal. El concepto de catálogo personal es importante pues es el único espacio con el que cuenta un editor para exponer y desarrollar una construcción intelectual y transmitir sus hallazgos. El libro y la obra son al autor lo que el catálogo y la lectura son al editor. El catálogo bien desarrollado es un corpus, un objeto de estudio que permite, en el mejor escenario, ampliar los límites de una lengua y de una sociedad más allá de lo simplemente dado. La generación de esos espacios de crecimiento y resistencia difícilmente aparecería de manera espontánea o siguiendo los esquemas previos de poder. Es necesario inventarlos, e imaginar también, a priori, a los ocupantes de ese espacio: cómo llegarán a él, cómo ingresarán; hacer evidente por qué esos intercambios tienen importancia individual y grupal.

Un buen catálogo editorial, entonces, no solo recoge, ordena, edita y pone en circulación textos, sino que puede ser también, excepcionalmente, un agente que promueva un pensamiento más complejo de un tiempo y un espacio a través de la escritura y la literatura. La creación de un catálogo así podría iniciar más como una exploración en la oscuridad que como una lista predeterminada, siguiendo más instintos que inteligencias. ¿Qué es lo que quiere probar o demostrar ese catálogo? Quizá lo sepamos hasta años después. Quizá ni el mismo editor lo sepa en los primeros años. Lo que sí queda claro es que ese tipo de catálogo, cuando el editor es perspicaz, se revela en cada uno de sus libros: busca contener en lugar de dispersar, excluir en lugar de incluir, usar los libros como “hipótesis” hacia una “tesis”. No se suma al caos contemporáneo, sino que trata de ordenarlo, o escapar de él. Y no es necesariamente una cuestión temática la que distingue a una editorial así: cualquier característica particular instituida con rigor puede distanciarla de otras propuestas y lograr que el sello se identifique. La improbabilidad de esta empresa es muy alta, pero cuando aparece es reconocible, y ya no podemos imaginar un panorama literario y lingüístico sin ella, pues el lector ha adquirido, a su vez, un criterio de lectura a su lado. Se le ha llamado también editorial “de autor”.

Lo que antes se conocía como editorial hoy se conoce como editorial independiente, no porque su definición o cometido hayan cambiado, sino porque a su lado ha aparecido una nueva entidad que también se hace llamar editorial, de modo que nuestro personaje debe identificarse ahora de otra manera que permita distinguirlo. Fenómeno similar al de la palabra orgánica, que ha tenido que usarse para designar no el futuro y el privilegio, sino el pasado y lo básico; lo no industrializado. Este editor “independiente”, antena de su tiempo, experto en cada uno de los textos de su catálogo, encuentra conexiones que nadie más ve, inventa una forma que a su vez inventa un catálogo, que visto en modo panorámico tiene rasgos muy particulares: puede funcionar como un sistema para iluminar y contrastar el pensamiento, y para complejizar la imaginación, a veces más que los mismos autores y textos. No solo los títulos pueden ser admirables por sí solos, sino que dicen algo en conjunto, y ese algo es la clave: es una forma de ver y de leer. Giorgio Agamben, refiriéndose al contemporáneo, dice que es alguien en quien recae la oscuridad de su tiempo: ese podría ser nuestro editor “independiente”, que responde no a un qué sino a un por qué, y que explora una emoción para llevarnos por lugares desconocidos –o inaccesibles de otra manera– a través de los libros publicados en su catálogo.

“Los libros pueden tener un valor independiente del valor literario de su contenido. […] El amor a la lectura, a la literatura, a los grandes escritores se derrama en forma natural y casi inevitable al libro como objeto físico. Este puede valer por su belleza, por su rareza, por su antigüedad. […] Hay muchos modos de hacer bello y raro un libro”, dice César Aira en otro momento de su Continuación de ideas diversas. Son los editores los que pueden hallar esos libros bellos o raros. O editarlos. O hacerlos de cero, en donde antes no había nada. ~

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(Guanajuato, 1976) es editor en Gris Tormenta, una editorial de ensayo literario y memoria.


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