Confusión y censura

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Que un periodista aparentemente serio pueda en una misma nota celebrar “la decisión del IFE de no censurar los anuncios del PAN que […] hacen referencia al presidente de la República” y condenar la presencia de la artista mexicana Teresa Margolles en la Bienal de Venecia; es decir, que un profesional de la información pueda declararse a un tiempo en contra y a favor de la censura, no es simplemente un resbalón ni alguien haciendo gala de un razonamiento, digamos, inconstante. En este caso, las palabras del señor Sergio Sarmiento1 señalan algo un poco más grave,2 por común: la tendencia, cada vez más extendida y más ciega, a desechar el arte contemporáneo, por principio, y a granel. Está bien inquietarse (y claro que lo está) porque “cuatro de los nueve consejeros del IFE” votaran a favor de la censura, mientras se deplora que “el INBA, la SRE, Conaculta y la UNAM” dejaran pasar una exposición “que es un espacio vacío con desechos de cadáveres y sangre de narcoejecuciones”. Está bien desear que el IFE permita “algo tan natural, tan común en cualquier democracia real, como que unos anuncios políticos hagan referencia al presidente postulado por ese partido”, a la vez que se hace un llamado a repudiar algo tan natural, tan común en cualquier democracia real, como el arte contemporáneo. “¿Para qué queremos gastar dinero en Vive México, cuando tenemos Muere México?”, se pregunta el informador.

Desde luego, no importa que la muestra ¿De qué otra cosa podríamos hablar? haya sido seleccionada, de entre muchas otras, por un comité curatorial; ni que Margolles sea una artista de peso (que importa, pues); ni que exista una razón para que la exposición en efecto involucre, sólo en parte, sangre de narcoejecuciones (que no desechos de cadáveres); ni que, así como “el espíritu democrático del IFE” se tambalea cuando la censura está a sólo un voto de distancia, la insinuación de que el trabajo de una artista (y una de a de veras) podría ser prescindible nos ponga en un lugar que difícilmente definiríamos como civilizado y democrático. E insisto, lo grave es que este periodista no es el único que piensa que efectivamente podríamos, y deberíamos, hablar de otra cosa. “Habiendo tantas cosas buenas que presumir de México”, se lamentaba recientemente un lector del Reforma, “justo escogen llevar algo cuya finalidad es dar una pésima imagen de México y gritar a los espectadores: ‘¡No vengas a México porque aquí te matan! ¡Y la próxima manta con sangre exhibida puede ser la tuya!’”. Una y otra vez el mismo ruego: que el arte sea otro (quién sabe cuál, pero definitivamente no el que es).

Alguna vez Arthur Danto aseguró que “a nadie sorprende que después de recorrer tan largo camino la pintura haya sido atacada”. Cómo se equivocó el gran teórico: sorprendió a muchos, y a tal punto que incluso cincuenta años después del embate, hay quien permanece en el asombro; y eso que la pintura no se murió ni nada, sólo dejó de ocupar el anhelado centro. De hecho, los artistas de los años sesenta ni siquiera se oponían realmente a la pintura como tal (muchos de ellos la usaban de muy distintas maneras); su batalla era contra la idea, que se quería universal, de que el arte debe necesariamente ocupar el espacio (del museo, de preferencia) de un modo único e incuestionable: como lo haría un cuadro3 o, en su defecto, una escultura tradicional (esto es, moldeada o tallada). (El tema verdaderamente no ha sido nunca la cuestión.) De ahí que, por ejemplo, el artista Lawrence Weiner se dedicara a elaborar un amplio cuerpo de frases que, desplegadas holgadamente sobre algún muro, dicen la escultura: “muchos objetos de colores colocados uno al lado de otro para formar una hilera de muchos objetos de colores”, por ejemplo. Y, por cierto, nadie ha conseguido demostrar que una hilera de muchos objetos de colores real sea escultóricamente más certera que un letrero cuya lectura provoca que una hilera de muchos objetos de colores se forme, por así decirlo: en el aire.

En esa tradición (que entre otras cosas asume que el objeto, como observó el propio Weiner, “no necesita ser construido”) podemos inscribir, aun con sus reticencias, el trabajo de Teresa Margolles; una artista que, en efecto, se ocupa (y desde hace casi veinte años) de lo que ella misma define como “la vida del cadáver”, de un modo cada vez más sutil (no discreto, ni pudoroso: finamente tejido, como sugiere el origen de la palabra). Atrás quedan las piezas más desafiantes y, sin duda, estremecedoras, como Entierro: una escultura sarcásticamente minimal (lo que vemos es un pulcro bloque de cemento blanco) que sin embargo acoge en su interior los restos de un aborto involuntario, o Lengua,4 en la que la artista literalmente nos muestra la lengua, con arete y todo, de un joven cantante de punk asesinado (que, nos dice la artista: “sigue hablando más allá de la muerte”). Detrás de la provocación (que la hay, en alguna medida) estaba el intento de Margolles (ella misma técnica forense) de mostrar que la acumulación, irrefrenable, de cadáveres en los depósitos públicos es una respuesta directa a la violencia política y social. Esa sigue siendo su preocupación mayor; sin embargo, su obra reciente hace un uso mucho más silencioso, aunque igualmente brutal, de los restos humanos (sí, demasiado humanos). Más que cuerpos, lo que ahora exhibe –por ejemplo, en Venecia– son sobre todo las marcas que deja la violencia cotidiana (cuando cotidiano en algunas zonas del país puede ser una ráfaga de ametralladoras): sangre en el pavimento, vidrios estrellados, mensajes amenazantes. En la Bienal, Margolles puntualmente aborda el asunto de violencia ligada a la actividad del tráfico de sustancias y su represión. Una bandera empapada con sangre y lodo en la escena de una ejecución; joyas decoradas con pequeños fragmentos de vidrio tomados del parabrisas de algunos coches involucrados en un tiroteo; una grabación de los sonidos de un paisaje en el que se han dado cita toda clase de episodios violentos; narcomensajes bordados en oro sobre telas ensangrentadas y, en efecto, lo que más llamó la atención del señor Sarmiento: tarjetas para picar cocaína con fotografías de ejecutados. Todo ello, nos dice el curador de la muestra, Cuauhtémoc Medina, le sirve a Margolles para establecer “la cartografía de un territorio marcado por la acumulación de cadáveres”. Lo cual, desde luego, no es la imagen de nuestro país que al lector le gustaría mostrarle al mundo. Y tiene razón en esto: claro que hay otras imágenes del país mucho más pacíficas y dulces (menos mal), pero no son esas las que inquietan a Margolles.

Pero no se preocupen los periodistas, los lectores: no hay, como creían los artistas de los sesenta, un espacio entre la vida y el arte5 en el cual es posible actuar. No hay tal hueco. Lo único que hay, en todo caso, es la vida y la muerte. El arte es sólo una noción. Y hay mucha gente que lo entiende así, y a la que incluso el trabajo de Margolles la deja fría. De verdad; hace unos años, un crítico neoyorquino se refirió a las obras presentes en una exposición colectiva de arte mexicano (en donde estaba representada Margolles) en los siguientes términos: “No es descabellado pensar que de un país de tantos extremos –de belleza y miseria, riqueza y escasez, crimen y castigo, tradicionalismo y revolución– saldría un arte mucho más impredecible y arriesgado que el anodino conceptualismo internacionalista que abulta la exposición Made in Mexico.6 Pero claramente no es una cuestión de gustos. El trabajo filoso de Teresa Margolles puede no gustarles a muchos, pero de ahí a pedir que se lo censure hay un peligroso abismo. Se debe mostrar, como cualquier otra cosa. Y aunque haya confusión. ~

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1. “Sin censura”, Reforma, 3 de junio de 2009.

2. Y parecen, además, darle la razón al autor del epígrafe con que el articulista abre su texto: el general William C. Westmoreland, que atinó a decir alguna vez que “sin censura, el público se puede confundir enormemente”.

3. En el sentido que le daba el pintor Maurice Denis: “Recordemos que una pintura, antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es esencialmente una superficie plana cubierta de colores dispuestos en un cierto orden.”

4. Que, por cierto, es el primer trabajo que Margolles realizó en solitario, después de haber formado parte, durante más de diez años, del colectivo semefo, que fundó junto a Arturo Angulo Gallardo y Carlos López Orozco.

5. Como dijo alguna vez Robert Rauschenberg: “La pintura se relaciona tanto con el arte como con la vida. Yo trato de actuar en el espacio que hay entre la vida y el arte.”

6. Ken Johnson, “Mexican Conceptualists, None Especially Mexican”, The New York Times, 20 de febrero de 2004. Made in Mexico es el nombre de la muestra que organizó el Instituto de Arte Contemporáneo de Boston.

 

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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