Los acomodadores nos guiaron a nuestros lugares, aún faltaban unos minutos para que comenzara el show. Mis acompañantes, Adrián Marcelo e Iván Fematt –el dúo de comediantes conocido como Hermanos de Leche–, tomaron asiento. Perdí la cuenta de los días que llevábamos en Estado Unidos. Estábamos en Las Vegas por motivo de trabajo, al siguiente día presentaríamos nuestro show en House of Blues.
Pero aquella noche le pertenecía a David Copperfield. Adrián Marcelo no es fanático de la magia y, sin embargo, fue quien me convenció de asistir. Y aunque Iván Fematt –quien tiene su propio personaje parodia de ilusionista, El Mago Miau– había visto el show antes, quiso acompañarnos y volver a vivirlo.
David Copperfield es el mejor ilusionista del planeta. Quizá, de la historia. El único con quien podríamos compararlo es Harry Houdini, escapista, que falleció tras calcular mal uno de sus trucos (por cierto, Copperfield ha adquirido muchos de sus objetos personales, incluida su mesa de billar).
Desde antes de que yo naciera, Copperfield era ya una leyenda. No conocí un mundo antes de su magia. Debo ser claro: su cúspide profesional sucedió hace décadas. Su alcance era brutal: desapareció la Estatua de la Libertad, escapó de cadenas antes de caer por las Cataratas del Niágara, y además obtuvo once récords Guinness. Pero todos esos logros los obtuvo hace muchos, muchos años. Al tiempo de escribir esto, Copperfield se presenta casi todos los días en Las Vegas, en un elegante teatro del hotel MGM Grand que lleva su nombre.
Frente al escenario vacío, recordé la presentación de David Copperfield en Monterrey donde, por cierto, el ilusionista dijo querer desaparecer el Cerro de la Silla. Han pasado ya muchos años, yo era apenas un niño. Mi tía Suzy nos consiguió boletos a mis primos y a mí.
De aquella tarde, lo que más recuerdo es precisamente el escenario vacío antes del show. La expectativa antes de la magia. Tengo presente, sobre todo, a mi tía Suzy, quién tenía preparado su propio truco.
–Mira esto. –me dijo.
En solitario, Suzy empezó a aplaudir. Y de pronto, cambió la atmósfera. Otro aplauso, luego otro. Y muy pronto, miles juntos. El júbilo es contagioso. A su forma, mágico. Ante las risas de mi tía, el teatro entero aplaudía:”Co-pper-field. Co-pper-field.
David Copperfield es un gran ilusionista, pero hasta él necesita de aparatos y tecnología para hacer lo suyo. Mi tía Suzy apareció aplausos de la nada. Ese show fue extraordinario, y aquel aplauso, inolvidable.
De vuelta en Las Vegas, la obra estaba por iniciar. Nos pidieron que guardáramos los celulares en una caja de madera frente a nosotros. La verdadera razón, seguramente, era evitar que grabáramos los trucos o activáramos luces que arruinaran los juegos de iluminación. Pero el personal se encarga de que esto sume al misticismo, propician que te sientas especial antes de presenciar lo imposible.
Copperfield toma el escenario acompañado de una luz dramática y música orquestal, que de forma inevitable llevan al aplauso.
Por si la magia no fuera suficiente, el show de ilusionismo está lleno de toques personales y de narrativa. Me atrevo a escribir que el objetivo entero no solo del show, sino de todo lo que hace Copperfield, es la reconexión con la niñez.
Antes de que comience el ilusionismo, un video en pantalla dramatiza una anécdota de la infancia de Copperfield. A los 12 años, tras ser objeto de burla de sus amigos, el niño mago tiró a la basura todos sus trucos. It is impossible. Su sueño era imposible, le repitieron. Al día siguiente, encontró sus trucos intactos sobre su cama, su padre los había rescatado y le había dejado una nota. Live the impossible.
¿Anécdota real o inventada? En el fondo, eso es lo de menos. Hay pocas máximas en el arte de contar historias, y una de ellas es ésta: una historia no tiene que haber sucedido para contar una verdad. Y las de Copperfield lo hacen: honra a quienes defendieron tus sueños, en especial a quienes lo hicieron antes de que tú mismo pudieras defenderlos.
El show entero está intercalado por chistes que Copperfield hace con su público. El mago viste una camisa celeste entallada, muy en línea con su imagen romántica –incluso, seductora. Su cabello es demasiado poblado, y de un tono negro tan oscuro que levanta la sospecha de ser un peluquín. Me sorprendió la acidez de sus chistes –en ocasiones, incluso de tinte racial–, supongo que Copperfield sabe que su carisma le permite salir intacto de aquellos intercambios.
Su dominio del escenario es una fortaleza equiparable con la del ilusionismo. Y aunque por momentos llega a percibirse mecanizado, es porque su mente viaja más rápido que su voz: el control de audiencia, de tecnología involucrada en sus trucos, y hasta de miembros de staff plantados entre el público. El mago orquesta todo, y deja en claro por qué el teatro lleva su nombre.
David Copperfield –dueño de un museo de ilusionismo, de una isla privada valuada en más de cien millones de dólares donde dice tener la Fuente de la Juventud, entre otros activos– proviene de una familia pobre. Su acta de nacimiento no dice David Copperfield –ese seudónimo lo tomó de una novela de Charles Dickens–, pero es el nombre que adoptó para relacionarse con el infinito. Su nombre legal podrá ser otro, pero el verdadero es David Copperfield.
No todo es luz en la vida del ilusionista. Hace años, se filtraron documentos donde le indicaba a su staff que, como parte del show, escogieran a mujeres bonitas como participantes y después las invitaran al camerino. También se daban instrucciones para preguntarles, de forma casual, sus edades y estatus marital. Y aunque quedó absuelto, Copperfield fue demandado por una de estas mujeres, y el FBI llegó a confiscar una de sus bodegas en una investigación.
Copperfield concluyó uno de sus trucos con música épica y el sonido de un majestuoso trueno. Adrián, Iván y yo soltamos una carcajada involuntaria. ¿Demasiado drama? Quizá.
Más bien, creo que el show pertenece a otra época. Una que Copperfield se encarga de mantener viva en su microcosmos. Su verdadera ilusión no es un truco específico, sino la creación de una atmósfera que ya no debería de pertenecer a este planeta. Una realidad que vuelve a existir durante un par de horas en aquel teatro que –insistamos– lleva su nombre.
Al terminar una de sus ilusiones, Copperfield corre por un costado del escenario. Esa era su segunda función del día, y aunque su carisma y energía en el escenario estaban intactos, su forma de correr hizo notorio el paso de los años por su cuerpo. La temática de su show entero parece ideada por un niño. Uno de sus trucos involucra un alien cuyo mensaje es el amor, otro una carta donde su propio padre le otorga su bendición, y la ilusión final se trata de reaparecer su juguete favorito de cuando era niño: un tiranosaurio llamado Frank.
Mi truco favorito de Copperfield es uno donde cuenta que su abuelo compraba boletos de lotería con el deseo de tener un automóvil de lujo. Dice que, incluso, consiguió las placas que le pondría a aquel auto que añoraba. Su abuelo compró boletos toda la vida, y nunca ganó la lotería: aquel auto quedó en sus sueños.
El mago terminó la historia. Agradeció a su abuelo enseñarle a jamás perder la esperanza, al tiempo que apuntó al cielo.
–En caso de que nos esté mirando.
Le pidió a la audiencia que dijeran números al azar, que él adivinaría por teledigitación.
Pensé en mi propio abuelo, Rafael. Recordé una ocasión en que, cuando yo tenía cinco años, intenté hacerle un truco de magia que salió mal. Las esposas se atoraron y, al buscar la llave en mi bolsillo, me di cuenta de que la había perdido. Me invadió el miedo: había dejado a mi abuelito amarrado de las manos. Lo miré, invadido por un sentimiento de culpa, y en lugar de encontrarlo enojado, él soltó una carcajada y así, atado de las manos, me abrazó.
En el teatro, Copperfield terminó su truco y reveló los números que adivinó. Eran los de un boleto de lotería. Y claro –no podía ser de otra forma– el auto de los sueños de su abuelo apareció sobre el escenario. El motor rugió, y en caso de que Copperfield tuviera razón, su abuelo pudo mirar a su nieto al volante.
No hay duda de que Copperfield es un gran vendedor. Pero pienso que la emotividad del show no responde a maximizar ingresos ni a una estrategia de marketing. Me parece que detrás de su magia se esconde algo más simple: cicatrices.
Lo dijo Jean-Paul Sartre y en su propia forma también Eduardo Galeano: somos lo que hacemos con lo que nos sucede. Considero que en el lenguaje de Copperfield –el de la magia–, él lo dice también.
Para quien lo sabe ver, entre cada truco se asoma una herida. Una pérdida, un perdón, un sueño roto e, incluso, el sacrificio que conlleva el éxito. Y también, se deja entrever en lo que Copperfield ha transformado cada herida: la posibilidad de sanar. El ilusionista esconde sus trucos, pero no sus cicatrices. Al contrario: las reconoce como una parte vital de su carácter.
Al terminar el show, el teatro se llenó de aplausos. La reacción de Copperfield es una que nunca voy a olvidar. El aplauso no le fue suficiente, y el mago le pidió al público levantarse. De una forma educada, ordenó la ovación. Acostumbrado a recibir esta muestra de admiración por décadas, el mago se aferra a ella, aunque se vea obligado a pedirla.
Los años han pasado no solo por Copperfield, también por el mundo. Lo que presenciamos esa noche fue un mago, pero también un guardián. Uno que ejerce la disciplina de la magia que, debido a la comunicación masiva y a que los secretos de sus trucos están al alcance de cualquier teléfono, parece destinada a morir.
En el escenario, Copperfield sonríe. Disfruta su ovación. Por un par de horas, estuvimos en su mundo. Y ahí el tiempo pasa diferente. La magia existe, y la posibilidad de reconectar con tu niñez también.
Al encender la luz, tomamos nuestros celulares, y regresamos al mundo real. Salimos del teatro Copperfield, platicamos lo sobredramatizado de la música y nos reímos.
Pasaron los días y terminamos la gira por Estados Unidos. Al visitar la casa de mis papás, busqué el antiguo boleto de cuando Copperfield estuvo en Monterrey, sabía exactamente dónde lo tenía guardado.
Contemplé el ticket de entrada, y de inmediato me di cuenta de que algo no tenía sentido.
La fecha del boleto.
Me quedé helado, sabiendo que lo que indicaba ese documento era innegable: el año revelaba que aquel día yo ya no era un niño, sino un adolescente que estaba por entrar a la preparatoria.
Mi recuerdo de ser un niño sentado junto a mi tía Suzy era, sin duda, falso. La tinta es más fuerte que la memoria. Pero el corazón es más fuerte que la mente. Y a su forma, ese era el truco más grande de Copperfield. No importa la fecha que el boleto dijera, porque cuando David Copperfield está en escenario, el tiempo funciona diferente. Más allá de lo que marcara el calendario, quien disfrutó de sus trucos sentado junto a la tía Suzy no fue un adolescente, sino un niño.
Quiero ser claro: no debemos de ser niños eternos, pero sí respetar siempre al niño que llevamos dentro. Y de todas las cualidades que poseemos cuando somos pequeños, la más importante es la capacidad de maravillarse. Cuando reconectamos con esa parte, lo hacemos también con tiempos que quizá no fueron mejores, pero sí más sencillos. Quienes tuvimos el privilegio de ser amados de niños, reconectamos con la fuerza de nuestros padres, e incluso con la de los abuelos que extrañamos.
En eso también hay algo de magia, y no está nada mal que nos encuentre sonriendo. Sobre todo, en caso de que nos estén mirando.
Me asomé por la ventana para asegurarme de que el Cerro de la Silla no hubiera desaparecido. Sonreí al verlo en su lugar. ~
Fernando Suarezserna (Monterrey, 1989) es escritor, conductor del podcast Conversaciones y productor de Hermanos de Leche.