Por estos días se cumplen cuatro años de que Martin Scorsese presentara la conferencia David Lean, en la sede de la BAFTA, la Academia Británica de Cine y Televisión. Es una charla emocionante y emotiva, en la que Scorsese hace un repaso técnico pero también poético de su carrera y su vida, desde que creció en las calles de Nueva York hasta que filmó El irlandés en compañía de su viejo amigo y colaborador Robert DeNiro. La plática en su totalidad no tiene desperdicio, pero hay un momento que llevo conmigo desde que la vi. En los primeros minutos, al hablar de la edición como pilar de lo que llamamos cine y recordarle al auditorio que, antes de dirigir Doctor Zhivago y El puente sobre el río Kwai, David Lean fue editor, Scorsese apunta un concepto intrigante:
De alguna manera, siempre espero esa sensación de asombro y entusiasmo que tengo cada que entro a la sala de edición y veo y siento qué sucede cuando tomas una imagen y la pones junto a otra, creando esta sensación parecida a una chispa. Estas dos imágenes, distintas y empalmadas, engendran lo que yo llamo “una imagen fantasma”, que existe solo en el ojo de la mente: emocional, psicológica, políticamente. Se hace un punto a través de ese corte, en cierto modo. Dicho eso, podrías remover un cuadro al final de la primera toma y añadir dos cuadros al final de la segunda toma y sería por completo otra sensación: una imagen fantasma totalmente distinta se formaría en la mente. Y ese es el misterio, la belleza y, para mí, el corazón del cine.
Este concepto scorsesiano de imagen fantasma se quedó conmigo. Si el efecto Kuleshov explica lo que el espectador aporta a la película cuando ve dos cuadros juntos, la imagen fantasma propone lo que el cineasta provoca en la mente de la audiencia al colocar esos dos cuadros. No solo eso: para Scorsese es precisamente esa deliberación, el proceso de elegir qué cuadro va junto a qué cuadro y por qué, lo que palpita con vitalidad en el centro del arte cinematográfico.
Recordé el concepto hace cuatro meses, cuando se lanzó el primer tráiler de Los asesinos de la Luna, la más reciente película de Scorsese. Comienza con una narración de Leonardo DiCaprio como Ernest Burkhart, el cocinero de guerra apenas alfabeta que arriba al condado Osage en Oklahoma. Ernest lee un libro educativo sobre la nación osage que le da su tío, William Hale, también conocido como “Reverendo” o como “El rey de las colinas Osage”, quien desea que su sobrino se sume cuanto antes a la empresa familiar: sacar el máximo partido posible de la bonanza petrolera osage. En algún pasaje dedicado a las interacciones de los nativos con los lobos de la tierra que habitan, el libro le pregunta al lector, pero también al espectador: “¿puedes encontrar los lobos en esta imagen?”. La frase, colocada al final del clip, sobre un encuadre donde un grupo de personas de la sociedad blanca del condado miran directamente a la cámara, parece una invitación, casi un reto.
En cierta forma, el tono de esa pregunta hace eco del estupendo libro homónimo en el que está basada la película. Escrito por David Grann, es una investigación periodística que toma forma de thriller detectivesco. El lector termina con los dedos adheridos a las páginas, incapaz de soltarlas porque necesita saber quién o quiénes están asesinando en serie al pueblo osage. El libro es notable porque, aunque está escrito con rigor de investigación y abundantes fuentes documentales, tiene también un agudo sentido de la narrativa, el drama y el suspenso, cualidades no siempre presentes en la escritura periodística.
La película, no obstante, se aleja de este tono de intriga. Antes de que pase media hora, el espectador sabe que los nativos americanos están siendo asesinados, que estos asesinatos están relacionados de forma directa con su auge económico y que los asesinos son, sobre todo, personas blancas, algunas de las cuales resienten la bonanza de los osage. Esta verdad, que en el libro se cuece a fuego lento, en la película es apenas la base sobre la que se construye la historia. La pregunta “¿puedes encontrar los lobos en esta imagen?”, colocada al principio de Los asesinos de la Luna, está en busca de respuestas menos superficiales que las del documental genérico de true crime.
En la conferencia de prensa que ofreció en México, Scorsese apuntó que, durante su convivencia con la nación osage, descubrió que, pese a estar cruzada por la traición y la muerte y la codicia, el matrimonio de Ernest Burkhart con su esposa, Mollie Kyle, fue también una relación de amor, deseo y atracción mutua. “Esa era la película”, dijo Scorsese que pensó al tomar conciencia de esa pesada realidad. Hay una analogía posible ahí: así como el western narra una relación idealizada de la construcción del oeste norteamericano, Los asesinos de la luna es un antiwestern que se mete hasta la cintura en las contradicciones y violencias de ese supuesto romance.
Ahí hay una razón probable para que la cinta se concentre no tanto en la investigación, el descubrimiento de los culpables o en el personaje de Thomas White, cowboy devenido agente pionero del FBI e interpretado puntualmente por Jesse Plemons, sino en un misterio más profundo: el de las mentes de los hombres y mujeres que fueron víctimas y victimarios de una conspiración infame en la que murieron ejecutadas –envenenadas, apuñaladas, a tiros en la nuca, voladas en mil pedazos por una inmisericorde explosión de dinamita– decenas si no es que cientos de personas de la nación osage.
Desde un arranque trepidante en el que se narra la historia del apogeo petrolero del condado, Los asesinos de la Luna evoca imágenes fantasma que se quedan largo tiempo en la mente de la audiencia: un prólogo exaltado y celebratorio es súbitamente cortado por la edición de la gran Telma Schoonmaker, dando paso a un nativo osage agonizante en sus últimos estertores. Una mujer vieja mira a su familia, cierra los ojos y al abrirlos contempla a sus ancestros que la invitan a caminar con ellos; una voz que no hemos escuchado empieza a narrar sus acciones para ganarse la confianza de un osage al que terminará matando. La potencia de las imágenes que vemos es de alguna forma rebasada por la potencia de las imágenes que no vemos y las ideas que las acompañan.
Y las preguntas que se desprenden de esas imágenes fantasma son inquietantes. ¿Qué se puede deducir de un hombre que envenena a su esposa un poco sin saber y otro poco a sabiendas, pero que parece profesarle un amor verdadero y cuidadoso? ¿Qué habita en la mente de una mujer cuyo fiel y amoroso marido la inyecta a diario con una medicina que parece acercarla a la muerte? ¿Qué se colige de un pueblo en el que una larga lista de personas colaboran, voluntaria o involuntariamente, en el asesinato de cientos de osages pertenecientes a su comunidad, o peor, qué se colige del país donde se asienta ese pueblo? ¿Qué se desprende de un público que consume acríticamente estos relatos, modificados para beneficio de unos cuantos, y que se permite olvidar los hechos reales y sus causas? Los lobos, que parecían tan nítidos al principio, se van complejizando y desdibujando, adquiriendo contorno de fantasmas.
Scorsese, poco afecto al panfletismo, nunca regala las respuestas. Lo que sí nos entrega son cuadros deliberados, capturados por la calibrada lente de Rodrigo Prieto: un jefe osage visto desde abajo, con el sol en su cenit sobre su cabeza; una conversación ilícita registrada desde un espejo mugriento; un campo incendiado, visto tras el cristal de una ventana, con hombres apagando el fuego o quizá siendo consumidos por sus llamas. Sus actores también están en todo momento al filo de la emoción: por supuesto, De Niro que ensambla un villano inicuo, un Bill Hale de una condescendencia dizque benévola pero tan retorcida y repugnante que encarna a la de una nación entera. Ahí está también DiCaprio, cuyo Ernest pendula entre el patetismo y la arrogancia, tan susceptible como una veleta al viento y que ama y sufre como cualquier otro y tal vez más y peor; uno de los mejores si no es que el mejor y más complejo papel de su carrera entera, yendo de las pinceladas de humor que se dejan ver en la primera hora a ese hondo existencialismo que exhala hacia la tercera. Junto a ellos centellea también Lily Gladstone, cuya Mollie Kyle ve a su vida marital convertirse en un nodo de una red homicida y que encarna con aplomo la lenta pero irreversible aceptación de un esposo cobarde y, sí, asesino. Si un pecado comete esta película es, tal vez, no acercarse un poco más a Mollie, aunque la decisión es comprensible: de lo contrario, se correría el riesgo de victimizarla o, peor aún, melodramatizarla. Por supuesto, hay voces osage que han expresado críticas y opiniones valiosas respecto a la película y su perspectiva, pero parece haber una especie de consenso en que, al menos en términos representación, Scorsese y su equipo hicieron un trabajo minucioso con un resultado fidedigno a la cultura osage.
Es posible que haya algunas quejas respecto a la duración de Los asesinos de la luna. Son insignificantes. Lo demuestra el desplante final, que no quiero arruinarle al lector pero que incluye una aparición inesperada, y que solo tiene sentido tras las tres horas y media de película. Una experiencia fílmica requiere de tiempo para construirse y, aunque la brevedad es virtud, tampoco es sinónimo de excelencia. Las épicas recientes de Scorsese, cada una más monumental que la anterior, son obra de un cineasta que se permite –porque quiere, porque puede y sobre todo, porque se lo ha ganado– rebasar la hitchcockiana medida de la vejiga del espectador a fin de edificar una experiencia monumental y significativa, incluso trascendental. Buen ejemplo de esto es la decisión deliberada de no subtitular muchos de los diálogos en osage: Scorsese afirma que tras intentarlo, se dio cuenta de que la emoción se transmitía con la sola interpretación. Los subtítulos, dice, distraerían de las imágenes en pantalla. Por eso las escenas en osage son tan potentes: con la musicalidad de las lenguas ajenas como acompañamiento, le exigen al espectador una concentración plena y minuciosa en el cuadro.
Es la nuestra una época de imágenes volátiles. Vivimos inmersos en pantallas, asfixiados de digitalidad, acorralados por encuadres generados por algoritmos. A contracorriente de sus tiempos, el viejo maestro que exhibe el doble de la bravura y la vitalidad del joven aprendiz ha entregado una colección de cuadros cuidadosamente pensados, ingeniosamente colocados uno tras otro, capaces de invocar imágenes fantasma que acechan a la audiencia más allá de sus tres horas y media de duración. Acaso sea esa una señal de que toda gran película está poblada por espectros. ~
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.