Entonces Hipias, que lo escuchó, dijo como riéndose de él:
“¿Es que todavía andas diciendo, Sócrates, las mismas cosas que te oí decir tiempo atrás?”
Y Sócrates le contestó: “Sí, Hipias; y, lo que resulta más sorprendente,
no solo digo siempre las mismas cosas, sino también sobre los mismos temas.”
Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV.4.6
[Trad. José Antonio Caballero López]
En la plenitud de desalientos que es la historia contemporánea, quizá el que más me escuece es que cada vez tengo menos esperanza en la posibilidad de persuadir. ¿Quién cambia ya de opinión? ¿Cuál es la diferencia entre una sociedad abierta pero intelectualmente petrificada y una sociedad cerrada? En una sociedad democrática, que se rige por intercambios y tabulaciones de opiniones, el primer requisito de una ciudadanía significativa es la receptividad. La irreflexión es una traición a la democracia. John Stuart Mill dijo que la democracia es “gobierno a través del debate”. El propósito del debate es demostrar el mérito de las opiniones, bajo la presunción de que uno puede convencer a otros, o ser convencido por otros, de nuevos puntos de vista. Una de las experiencias fundamentales de la vida democrática es admitir que uno está equivocado. En los debates sobre grandes principios y grandes programas, no todo el mundo puede tener razón, y a veces ni siquiera un poco de razón; y en un orden liberal la adjudicación de las contradicciones no se lleva a cabo con pistolas sino con argumentos. O eso nos gusta decirnos a nosotros mismos. Pero el degradante espectáculo de lo que pasa por debate público en Estados Unidos ha hecho tambalearse mi vetusta fe en la fiabilidad de los argumentos. ¿Son las redes sociales un debate? ¿Es un grito un argumento? ¿Dónde está la deliberación razonada que Milton, Madison y Mill consideraban la base de una entidad política decente? Ellos intuían que el camino de la sinrazón a la indecencia no es largo, y nosotros estamos confirmando diabólicamente su intuición. Hemos convertido la “razón pública” en un oxímoron. Nos ahogamos en la basura discursiva. Incluso las personas que creen en la persuasión parecen persuadirse solo entre sí. No son más que otra comunidad estadounidense de elegidos: la secta meliflua y elocuente de los argumentadores.
El deber intelectual
Muchos observadores han detectado esta catástrofe intelectual. Sugieren una serie de soluciones. Debemos mantener la mente abierta. Debemos escuchar con más atención. Debemos respetarnos. Debemos ser razonables e incluso racionales. Debemos identificar nuestros prejuicios y corregirlos. Debemos aportar pruebas. Debemos bajar la temperatura. Debemos aumentar nuestra capacidad de empatía. Debemos conectar con los demás y con el Otro. Debemos practicar la humildad epistémica. Estas homilías están por todas partes, y todas las prédicas son ciertas. En efecto, debemos hacer todas estas cosas nobles y necesarias. Son los rasgos de un individuo democrático. Pero ¿no ha llegado el momento de señalar la inutilidad de esta sabiduría en los Estados Unidos de hoy día? Nadie parece escuchar que deberíamos escuchar. Esas exhortaciones casi no dejan huella en nuestra vida pública, que se vuelve cada vez más tonta y desagradable. Se han convertido en un triste y encantador género propio, un contrapunto periodístico de perogrulladas urgentes pero tranquilizadoras. Puede que no consigan más que proporcionar consuelo y compañía a quienes las pronuncian. Yo mismo he pronunciado muchas de ellas, y las mantengo. Son las únicas respuestas. Pero empiezo a sentirme un poco tonto, desconectado y marginal; no me siento lo bastante útil.
Hasta cierto punto, por supuesto, siempre fue así. Nunca hubo una época en la que la cortesía madisoniana gobernara nuestra política. ¿Hubo alguna vez un medio de comunicación renuente al fanatismo o que diera la espalda a la mentira? ¿Los fanáticos y los extremistas se han quedado alguna vez sin instrumentos de influencia? Supongo que esta larga historia de lo que nos aqueja puede servirnos de consuelo. No somos los primeros en no estar a la altura de nuestros ideales discursivos.
Además, es bueno que la gente defienda aquello en lo que cree. La obstinación intelectual es, a su manera, una señal de madurez intelectual. Con demasiada frecuencia se confunde lo maleable con lo razonable. Es bueno que la gente tenga convicciones firmes y que confiera a las creencias un papel destacado en su identidad. Pero la fuerza de una convicción no tiene nada que ver con su mérito. Las creencias no son como los alimentos que saben mejor calientes. Demasiadas personas sostienen sus creencias por malas razones, o sin ninguna razón en absoluto, simplemente porque otras personas como ellas las sostienen, en las “cascadas” y los “contagios” que han examinado los científicos sociales en su estudio de nuestra era de conformidad. En la articulación de nuestras creencias, el sustituto más común de las razones son las pasiones. La idolatría de los sentimientos que caracteriza a nuestra cultura desde hace muchas décadas se ha extendido ahora a nuestra política. Pero ¿qué tiene que ver la pasión con la persuasión? Persuadir por medio de la pasión es una bonita definición de demagogia.
Esta vez nos hemos quedado muy cortos. El colapso es especialmente doloroso para alguien como yo, que ha pasado años en el negocio de la argumentación. Era, y sigue siendo, una vocación idealista. Venía acompañada de muchos escrúpulos sobre la integridad de la argumentación. Nos esforzábamos mucho cuando discutíamos e intentábamos no hacerlo nunca de manera personal. (Casi nadie tiene un historial perfecto a la hora de convertir una discusión en una pelea. Yo, desde luego, no lo tengo. A veces la hostilidad surge de forma natural tras haber comprendido las peligrosas tonterías que tu interlocutor vende.) Había una atmósfera de regocijo que rodeaba la seriedad. Por supuesto, también existían formas degradadas de la práctica: el tipo gladiatorio, donde el debate es una especie de deporte, una exhibición de virtuosismo dialéctico, un concurso de astucia; y el tipo académico, en el que el debate consiste en hacer “movimientos” y “giros” y combinaciones de los mismos, como en un juego profesional; y el tipo del festival de ideas, en el que el pensamiento se presenta alegremente como una “parada obligatoria” para el entretenimiento de los clientes y de los ricos. Pero aún quedaban, aún quedan, intelectuales con sentido del honor, para quienes la verdad y el método son lo más importante, y que consideran su actividad, con razón, como una contribución significativa a su sociedad. Uno pensaría que estas personas nunca son más valiosas que en una crisis, pero me temo que están aprendiendo que es precisamente en una crisis cuando pueden ser menos valiosas y más fácilmente anuladas. En 2016, por ejemplo, casi todos los columnistas conservadores que tendían a la reflexión en Estados Unidos se opusieron valientemente a Trump, y fue como si nunca hubieran existido. Ahora mismo, el argumento de la persuasión, un argumento estadounidense donde los haya, parece estar experimentando la misma indiferencia.
Contra el pesimismo paralizante
Sin embargo, hay otra forma de considerar este problema, y otros, para eludir la desesperación y encontrar fuerzas. Se trata de considerarlo no como un problema, sino como una lucha.
El éxito con el que afrontamos las dificultades que se nos presentan depende, en primer lugar, de una descripción precisa de las mismas. Nada destruye tan rápidamente la esperanza como plantear una pregunta de manera que resulte imposible responderla. Una pregunta así nos deja con la impresión paralizante de que el mundo es finalmente irresoluble, de que no hay nada que hacer. Es uno de los mejores trucos del pesimismo. Hay situaciones, por supuesto, en las que no se puede hacer nada, pero son raras, incluso en la adversidad, y también hay que caracterizarlas con precisión, si queremos estar seguros de que la realidad es la que nos está frustrando y no nosotros mismos.
Hay problemas y hay luchas. Los problemas tienen soluciones; las luchas tienen resultados. Los problemas son técnicos; las luchas son históricas. Los problemas se repiten; las luchas persisten. Los problemas enseñan impaciencia; las luchas, paciencia. Los problemas se solucionan; en las luchas se combate. Los problemas exigen habilidad; las luchas, carácter. Los problemas exigen conocimientos; las luchas, sabiduría. Los problemas pueden acabar; las luchas no. Un problema que no termina es una derrota o un fracaso; una lucha que no termina es una responsabilidad y un legado. No se nos da a elegir entre un mundo de problemas y un mundo de luchas, por lo que debemos ser diestros. Los distintos temperamentos se inclinan hacia uno u otro, o se sienten especialmente acosados por ellos; y lo mismo puede ocurrir con las comunidades y las sociedades. La afinidad estadounidense por los problemas frente a las luchas es bien conocida: la gran epopeya estadounidense del sentido práctico y sus recompensas. Nos importa tanto lo práctico que con el tiempo se elevó a filosofía, según la cual las satisfacciones probadas de un martillo y un clavo eran lo suficientemente poderosas como para librarnos nada menos que de la metafísica. William James, que perversamente consideraba el pragmatismo un régimen espiritual, definió una vez la realidad como “una jungla perfecta de conveniencias concretas”. Sea o no así la realidad, la realidad estadounidense lo es. El desenfreno de la religiosidad estadounidense puede entenderse como la respuesta a ese entorno de utilidades desenfrenadas. (Silicon Valley es un hervidero de basura new age.) Sin embargo, la obsesión estadounidense por el funcionamiento de las cosas ha producido muchos resultados admirables, entre ellos la tecnocracia que ahora inspira la ira de los populistas. Pero a la larga las luchas también tienen un lugar para la política, pero es mejor que no la hagan los visionarios.
Los pensadores, desde Agustín hasta Heidegger, han menospreciado los usos de las cosas. Según el segundo, lo “listo para usar”, debido a su “utilidad”, es ontológicamente superficial y está demasiado alejado del Ser. Según el primero, el uti, el uso de algo por el bien de otra cosa, es igualmente secundario y extrínseco a los significados más elevados, y se pregunta si “los hombres deben disfrutar, usar o hacer ambas cosas”. La experiencia estadounidense del disfrute en el uso, del placer en la función, está más allá de su imaginación. Una visita a una ferretería estadounidense echaría por tierra semejante jerarquía de valores. A los antipragmáticos les inquieta el amor por lo extrínseco, igual que a los pragmáticos les inquieta el amor por lo intrínseco. La respuesta a la pregunta de Agustín, obviamente, es que debemos hacer ambas cosas.
Además, hay gloria, y no solo necesidad, en nuestros logros prácticos (igual que, por ejemplo, hay belleza, y no solo necesidad, en la arquitectura). El homo faber, si ha de hacer cosas y construirlas, debe incluir entre sus talentos un sentido de la forma y un concepto del diseño, así como una capacidad para elaborar los propósitos de un objeto además de sus propiedades materiales. El abismo entre la instrumentalidad y el arte no es tan grande como nos quieren hacer creer los estetas y los platónicos. Aprendí esa lección en Kensington, Maryland, donde había una tienda que vendía herramientas antiguas –herramientas de carpintería, de construcción, de cocina, para la chimenea–, un paraíso de la practicidad; y cuando entré por primera vez en la tienda me sorprendió no el espectáculo de la utilidad, sino el de la imaginación. Las formas y los metales eran preciosos. Todavía conservo la pesada olla de hierro de finales del siglo XIX, con sus delicadas asas y su tapa bellamente picada, que adquirí allí. Es un lastre bienvenido para mis aspiraciones elevadas.
Una solución a cada problema
He aquí un pasaje de uno de los muchos libros estadounidenses sobre (este es su subtítulo) “cómo perfeccionar el fino arte de la resolución de problemas”:
La resolución de problemas es una habilidad fundamental para la supervivencia porque las cosas nos salen mal todo el tiempo. Resolver problemas es crucial para la productividad, los beneficios y la paz. Sin embargo, nuestro mundo complicado y dependiente de la tecnología ha cortocircuitado nuestra capacidad para resolver problemas. ¿Por qué aprender a arreglar algo cuando Google puede hacerlo? Por desgracia, la calamidad no siempre cabe en una barra de búsqueda. Y cada vez más en nuestro mundo moderno y peligroso, los problemas que surgen son sutiles, están cargados de subtexto o se tambalean en la punta de una pendiente resbaladiza: todos los atributos que requieren un toque humano para resolverlos. Como tales seres humanos, no solo debemos ser capaces de abordar los problemas que surgen en todas las profesiones y ámbitos de la vida, sino también de resolverlos. Antes de que nos ahoguen, nos condenen o nos destruyan. Afortunadamente, la resolución de problemas es una habilidad que puede aprenderse.
Prácticamente puedo oír el himno nacional de fondo. Pero todas las palabras son irreprochables, excepto quizá la referencia a la paz, que pertenece de forma más realista al ámbito de la lucha. La confianza inquebrantable en la capacidad humana, el respeto por lo concreto, el elogio de lo artesanal y lo colaborativo, la fe en la educación y la transmisión de habilidades: son elementos de la mentalidad que construyó ciudades y creó revoluciones tecnológicas, y sus deslumbrantes beneficios sociales y económicos. Los inventores, los manitas, los chapuzas, los reparadores, los retocadores: son pilares de la existencia cotidiana, que desafían nuestro sentimiento de impotencia y nos liberan de muchas de las opresiones de nuestro entorno material. Hacen que la vida sea más digna, porque hay dignidad en la seguridad y la comodidad y en la conquista de la ansiedad.
La misma mentalidad, por desgracia, estos mismos elementos son también la fuente de nuestros peligros icarianos. A veces, nuestra capacidad de hacer cosas supera nuestra capacidad de comprender lo que estamos haciendo, y desplegamos nuestros inventos antes de comprender adecuadamente sus propósitos y sus efectos. La “resolución de problemas” no tiene contenido ético; sirve a muchas causas y a muchos códigos. El mal, como la bondad, busca apoyo técnico, razón por la cual “pragmático”, en el uso ordinario, también tiene una connotación peyorativa. (Al igual que “solucionador”.) La cuestión de cómo funcionan las cosas nunca es la pregunta más fundamental que uno puede hacerse sobre los asuntos humanos. Pero las preguntas fundamentales no son las únicas que estamos obligados a hacernos. Somos, incluso los de alma más grande, criaturas vulgares que viven frágilmente en un mundo de grietas y apaños. Nos fortifican más las reformas que las revoluciones. Así que benditos sean los solucionadores, especialmente aquellos que reconocen los límites del apaño como modelo para todas las soluciones humanas.
No todas las dificultades que nos atormentan pueden calificarse de problemas solucionables. Algunos de ellos son más profundos, más espesos y más duraderos y, por tanto, más inmunes a nuestra brillantez práctica y a nuestros talentos utilitarios. Son condiciones, estados de cosas heredados, sistemas y estructuras, tradiciones y lealtades, disposiciones internas en el individuo y la comunidad, premisas culturales santificadas por generaciones, concepciones abstractas e ideales reificados. Impregnan todo lo que hacemos, pero no podemos darles con un martillo. (Excepto sin querer, claro: la violencia en una sociedad que soluciona problemas se debe en parte a la frustración especial que generan los problemas que no pueden solucionarse. La frustración, y la incapacidad de vivir con ella, es uno de los peligros característicos de la visión del mundo del “sí se puede”.) De hecho, la ubicuidad de sus efectos, su saturación de todos los ámbitos privados y públicos, contribuye a su perdurabilidad. Y, sin embargo, hay que luchar contra ellos.
Ahí está la diferencia: arreglar no es exactamente luchar, aunque sea duro. No es necesario luchar cuando la satisfacción puede lograrse técnica y eficazmente, y no hay primeros principios en juego. Una solución a un problema puede ser errónea sin ser mala. El ensayo-error es una guerra benigna contra el error; una corrección de errores, no de pecados. La cuestión de cuál es la mejor manera de luchar contra la inflación, o cuál es la mejor manera de reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles, o cuál es la mejor manera de detener la proliferación nuclear… estas cuestiones pueden provocar debates virulentos, pero la virulencia no suele ser filosófica. Son preguntas sobre el “cómo”, y no todas las preguntas sobre el “cómo” deben convertirse en preguntas sobre el “porqué”. Un debate sobre los medios cuando hay consenso sobre los fines es mucho más fácil de resolver que un debate sobre los fines. Por el contrario, una forma tradicional de echar por tierra un debate sobre los medios es convertirlo en un debate sobre los fines: hacer de cada dificultad una cuestión de principios, transformar los problemas en luchas. La transformación de un problema en una lucha es una buena estrategia para los enemigos de una solución.
El tiempo
Quizá la diferencia fundamental entre un problema y una lucha sea el tiempo. Los horizontes temporales de la lucha son largos, a veces muy largos, incluso más largos que una vida. A veces legamos una lucha a nuestros hijos. El luchador, como el amante, está dispuesto a esperar. Un problema, por el contrario, no tolera tanta duración. Necesita resolverse pronto, si queremos funcionar; mientras que las luchas no son la condición de nuestro funcionamiento, sino de nuestro funcionamiento justo y adecuado. Uno de los hechos más mezquinos de la vida humana es que las sociedades injustas pueden funcionar. (Hacer que una sociedad funcione es una de las excusas más antiguas de la injusticia.) Pero también hay cierto consuelo en ese hecho, ya que nunca ha existido una sociedad justa. Nuestras únicas alternativas pueden ser la imperfección o la extinción.
Fiat justitia et pereat mundus: la vieja máxima latina capta la tensa relación entre perfección y realidad. ¡Que se haga justicia aunque perezca el mundo! Esa fue la lectura habitual de la máxima, entre otros por Kant, que la describió como “un sólido principio de derecho […] que debe considerarse como una obligación de quienes detentan el poder de no negar ni menoscabar los derechos de nadie por desdén o simpatía hacia los demás”. Pero ¿qué clase de justicia es la destrucción del mundo? ¿Dónde está la virtud en la nada? (Kant esquivó esta objeción éticamente complicada con una extraña paráfrasis del significado de la máxima: “que reine la justicia aunque tengan que perecer todos los pícaros del mundo”.) Podemos leer la máxima de otra manera, menos como un mandato de celo: podemos leerla como una advertencia de que la insistencia en la justicia perfecta puede destruirlo todo, como una advertencia sobre el absolutismo en una lucha justa. ¡Ten cuidado de no destruir el mundo cuando busques la justicia! Y he visto una inflexión peculiarmente americana del adagio. En el Tribunal Supremo cuelga un retrato de John Marshall pintado por Rembrandt Peale en 1834. El jurista está colocado heroicamente en un óvalo de piedra con ornamentación romana, y debajo de él hay una piedra en la que están grabadas las grandes palabras fiat justitia. El resto de la máxima, la preocupación por las consecuencias de la rectitud, ha desaparecido. Solo una sociedad consagrada a la novedad, una sociedad que se consideraba a sí misma como un comienzo en lo que es justo, podía haber desterrado tan alegremente las sombras del antiguo mandamiento.
Una lucha no permite tal inocencia, aunque solo sea por su riqueza de experiencia aleccionadora. Si has luchado contra una injusticia, entonces la has conocido, has sido testigo de ella y has existido con ella. Has aprendido demasiado sobre el mundo como para creer que el pragmatismo es todo lo que necesitarás para enfrentarte a él. Hay otros recursos interiores que debes preparar: firmeza, paciencia, tenacidad, resistencia, valor. Cuanto menos necesite tu vida de esas cualidades, más feliz (y afortunada) será. Una vida de problemas no es como una vida de luchas. Las pruebas de arreglar son reales, pero difieren de las pruebas de luchar: las pruebas del arreglador son más bien exasperaciones. Pero la exasperación ante la historia, en particular ante una historia de sufrimiento, no es mera exasperación: es un sentimiento de tragedia. Aborda la cuestión más difícil de todas, que es la de la justificación de la esperanza.
Una vida en lucha es una vida en esperanza, y la esperanza se hace más fuerte a medida que su base en la realidad se debilita, hasta que finalmente flota libre de la experiencia y proclama una pura afirmación de la voluntad de existir. Cuanto más empírica es la esperanza, menos necesaria es. Pero la esperanza no empírica, o la esperanza después de la catástrofe, es, por eso mismo, invencible; y sería una ofensa a todas las comunidades de lucha, a todos los pueblos destrozados pero intactos, desechar esa esperanza como ilusión, cuando es la prueba más pura de una vitalidad intacta. En un hermoso estudio sobre la perdurabilidad espiritual de la Nación Crow, Jonathan Lear ha llamado a este fenómeno “esperanza radical”, que entiende como una independencia interior de la historia que permite albergar “la posibilidad de nuevas posibilidades”. Por esta razón, quien participe en una lucha no considerará un mal día la última palabra, porque vive esperándolo y está acostumbrado a un ritmo diferente de progreso, a la inestabilidad del movimiento hacia delante, a los retrasos y retrocesos y a las pérdidas. Cuanto más grande es la meta, más accidentado es el camino hacia ella.
Si preferimos vernos como una nación de solucionadores de problemas, puede que sea en parte porque preferimos apartar la vista de los luchadores que hay entre nosotros. Una vez completadas sus tareas, los solucionadores de problemas proceden a la actividad estadounidense más típica de todas: pasan a otra cosa. Pero los luchadores no pueden seguir adelante. Son prisioneros de las circunstancias, y del poder que con sus prejuicios dispuso sus circunstancias. Su libertad interior es una medida de la necesidad exterior. Nuestros siglos de innovaciones y avances fueron también siglos de opresión y discriminación. Nuestro país ha albergado muchas comunidades de lucha: los nativos americanos, por ejemplo. Durante unos cien años, el movimiento obrero representó una comunidad de lucha, y puede que vuelva a hacerlo. Pero ningún estadounidense tiene una comprensión más natural de la lucha que los estadounidenses de raza negra. Su emancipación, que tratamos como un acontecimiento histórico discreto hacia 1863, fue (en palabras de un historiador) “la larga emancipación”.
La historia de la cultura afroamericana es una historia de melancolía y su dominio. Hay alegría en el blues, lo que no ocurre con muchas otras tradiciones de canción triste. Las canciones de esclavos y el góspel conocen íntimamente los “problemas del mundo”, pero nunca he oído que ninguna recomiende la rendición. “Todavía no estoy cansado, todavía no estoy cansado, tengo un testigo en mi corazón, todavía no estoy cansado.” Los esclavos cantaban: “Señor, hazme más paciente”; cantaban: “Resiste hasta el fin.” Y muchas décadas después, los poetas expresaron el mismo compromiso extremo con la resistencia. He aquí a Sterling A. Brown, dirigiéndose a una “pareja sin nombre” sureña que ha sufrido muchas penurias:
Incluso vosotros dijisteis
lo que necesitamos
ahora en nuestro tiempo de miedo,
incrustado en su propia miseria profunda y temor,
murmurando, bajo un cielo hostil:
“Supongo que lo intentaremos una vez más,
supongo que lo intentaremos una vez más.”
Y aquí está “La torre oscura” de Countee Cullen, cuyo título hace referencia a un lugar en la calle 136 de Harlem donde se reunían los poetas, como si el poema, en su primera persona del plural, pudiera hablar por todos ellos.
No siempre plantaremos mientras otros cosechan
el dorado incremento de la fruta que estalla,
no siempre el semblante, abyecto y mudo,
que hombres inferiores dediquen a hermanos que desprecian;
ni eternamente mientras otros duermen
seduciremos sus miembros con una flauta melosa,
no nos doblegaremos siempre ante algún bruto más sutil;
no estamos hechos para llorar por siempre.La noche cuyo pecho azabache alivian crudas
y blancas estrellas no es menos hermosa por ser oscura,
y hay capullos que no pueden florecer en absoluto
en la luz, sino que se arrugan, lastimeros, y caen;
así que en la oscuridad escondemos el corazón que sangra,
y esperamos, y cuidamos nuestras semillas agonizantes.
Ahí está el temperamento de la lucha: esperar y cuidar las semillas agonizantes, que un día, debido precisamente al dolor de su cultivo, crecerán.
Pesimistas o desengañados
¿Siguen siendo capaces los estadounidenses, en particular los liberales, de ese temperamento? ¿Hemos perdido, en la velocidad interior de nuestro presente digital y consumista, la disposición mental para el futuro ampliado, o la hemos malgastado en futurismo? Llegué a esta distinción amplia e imprecisa entre problemas y luchas para comprender la desesperación que veo a mi alrededor. Atribuyo esa desesperación a una confusión entre esos órdenes de dificultad. Tiene sentido desesperarse por resolver un problema –al fin y al cabo, algunas cosas no tienen arreglo–; pero no tiene sentido desesperarse en una lucha, porque la decepción es una característica habitual de la lucha, y la perseverancia precede al éxito. La injusticia es mucho más que un problema. Cualquiera que combata la injusticia sin la sabiduría de la lucha fracasará en el esfuerzo por evitar que se convierta en un destino. Hay casos concretos de injusticia, por supuesto, que pueden abordarse con remedios jurídicos o políticos. Pero no hay políticas para el corazón humano. Una desgravación fiscal por ingresos no puede curar las heridas psíquicas y culturales. Se puede acabar con la discriminación por medios prácticos, pero no con el racismo. La discriminación es un problema, pero el racismo es una lucha. El racismo y todos los demás pánicos a la diferencia nunca desaparecerán. Son tan antiguos como la civilización, y la mayor afrenta a la misma. Lo único que se puede hacer es elevar los costes jurídicos, políticos y sociales de una determinada expresión de un prejuicio, y luego, tras haberle infligido una derrota, esperar su resurgimiento, que nunca debe sorprendernos aunque nos escandalice. El luchador no es un pesimista, pero sí un desengañado. La aparición del antisemitismo en Estados Unidos no refuta la promesa revolucionaria de Estados Unidos para los judíos, porque ¿qué estudioso de la historia judía, qué estudioso de la historia cristiana, qué estudioso del mal en la historia humana, creyó alguna vez que de una vez por todas el antisemitismo acabaría? El antisemitismo nunca fue ilegítimo en la tradición política europea ni en la rusa, pero es ilegítimo en Estados Unidos según los términos de nuestra fundación. (Mientras que la supremacía blanca estaba inscrita en algunos de ellos.)
Cuando mis amigos me dicen, como consecuencia de Trump y el ascenso de la derecha radical estadounidense, que Estados Unidos se ha acabado, o cuando me dicen, como consecuencia de Netanyahu y el ascenso de la derecha israelí, que Israel se ha acabado, los fustigo por no estar dispuestos a luchar. (Tengo tres patrias: Estados Unidos, Israel y mi biblioteca.) Cuando me dicen, mientras dan vueltas al mundo, que la democracia se ha acabado, les respondo que el ascenso del autoritarismo no es un acontecimiento, sino una época; y que llevará mucho tiempo, una generación o más, hacer retroceder a los autoritarios y restaurar el prestigio de la sociedad abierta; y que no debemos medir la crisis en ciclos electorales, porque es más profunda que la política; y que la incapacidad de la democracia para defenderse ha sido siempre su mayor defecto histórico; y que su rechazo no la refuta: en resumen, que estamos en una lucha histórica. La negativa a reconocerla como tal hace más probable su fracaso. Es, además, un privilegio servir. La lucha por la democracia, como la lucha por la justicia, hace que la vida sea menos trivial. Camus creía que Sísifo era feliz.
Pero como se dice en política exterior, ¿tenemos la capacidad de seguir, el staying power? La analogía con la política exterior es bastante útil. Ya se oye y se lee en Estados Unidos sobre la “fatiga de Ucrania”. ¿Nos cansamos de su lucha por la supervivencia? ¡Qué vanidad! Si la guerra de Ucrania es justa, entonces es justa aunque nos cansemos de ella. La administración Biden ha respondido más o menos espléndidamente a la agresión de Putin, pero se necesitará más, porque no es un problema, es una lucha. (Los ucranianos han creado “centros de resistencia” contra la destrucción de las infraestructuras del país y el frío invernal.) Era justo ahora cuando esperaba que la determinación de la administración chocara con la falta de determinación del país. Ya ha pasado todo un año. Muy pronto tendremos otra “guerra eterna” entre manos.
No hay prueba más condenatoria de que la disposición para la lucha está menguando en Estados Unidos que nuestra estúpida retirada de Afganistán. Veinte años no es ni siquiera cerca de una eternidad, excepto para las personas que no entienden el tiempo histórico y han sido dañadas por la velocidad warp de la vida estadounidense. Había sólidas razones morales y estratégicas para nuestra presencia en Afganistán; y esto se concede sin querer cada vez que las mismas páginas de opinión que pedían estridentemente el fin de la “guerra eterna” publican conmovedores artículos sobre la difícil situación de las mujeres afganas y los escolares afganos en el reino de los talibanes. ¿Qué pensaban que iba a pasar? Al mundo entero se le enseñó que podía esperar a Estados Unidos, que tenemos una competencia limitada para comprometernos. A diferencia de nosotros, nuestros enemigos saben practicar el arte de la espera. No se sienten intimidados, ni aburridos, por la longue durée. En su rivalidad global con nosotros, se preparan para la lucha.
Apatía y apocalipsis
La psicología de la lucha es un freno también contra otro peligro que tenemos de frente. Debido a la magnitud y la multiplicidad de las crisis que afrontamos, el espíritu apocalíptico ha cobrado nueva vida. La histeria se acepta cada vez más como inteligente, como respuesta condigna a un análisis adecuado de las cosas. En nuestra cultura nos fascinan los finales, sobre todo cuando son espectaculares. Hay una nueva moda del fin de la historia, que es tan ciego como el antiguo. A diferencia del antiguo, a este no lo anima una sensación de triunfo, sino de hastío, de desánimo. La historia puede contarse ahora entre las causas de la depresión. Las profecías de decadencia y destrucción son abrumadoras. En política, la creencia de que el tiempo se acaba, de que es demasiado tarde para cambiar de rumbo, de que todo lo que nos espera es un cataclismo, tiene dos consecuencias antitéticas: la apatía y el apocalipsis.
Un apocalíptico es alguien que decide tratar una lucha como un problema, y acabar de una vez. Quiere una solución escatológica rápida; su visión está distorsionada por su desesperación. El abatimiento ha minado su voluntad y su energía, o, mejor dicho, le ha dejado solo la cantidad de voluntad y energía suficientes para la vía menos exigente del radicalismo, que (como sabemos por el pasado radical) o hará estallar las cosas o se agotará. La lucha, en otras palabras, incluso la lucha que dura generaciones, es la vía antiapocalíptica por excelencia. No se dejará esperar, ni se verá permanentemente entorpecida por el pesimismo. En su decisión de burlar la desesperación, en su solemne promesa de que su resolución será invulnerable a la fortuna, el espíritu de lucha nos arma no solo contra la injusticia que combatimos, sino también contra nuestras propias fragilidades. Podemos reflexionar, y estar tranquilos, y mantenernos unidos, en la tormenta, porque somos más sabios que la tormenta. Como el caballero de Durero podemos avanzar, pero a diferencia del caballero de Durero no estamos solos. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Liberties.
(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.