Ramón Xirau, primeros cien años

La fama de Xirau como ensayista y filósofo ha eclipsado el peso de su poesía, acaso el ámbito que mejor lo define. En el centenario de su nacimiento, este ensayo revela a un autor que pensó su prosa en castellano y sus versos en catalán, pero que también reivindicó el hecho poético como forma de conocimiento.
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Ramón Xirau (1924-2017) llegó a México a los quince años. Ni adulto que perdiera una vida formada, ni niño que pudiera olvidar su origen. Casi todos los transterrados mantuvieron junto a su nombre un asterisco: venían de España, con formación completa, derrotados por el mal del siglo, dispuestos a reanudar vidas con pleno sentido. Las humanidades en México tuvieron de pronto una inversión inmensa de capitales: Gaos, García Bacca, Nicol, Joaquín Xirau (padre de Ramón), Ímaz y muchos más, hallaron la interlocución desde Reyes y Cosío Villegas, hasta el joven Octavio Paz. De la confluencia quedaron obras señeras e instituciones que todavía presumimos: institutos en la unam, el Colmex, el Fondo de Cultura Económica… Xirau quedó justo en el fiel de la balanza. Pero no solamente.

El Xirau famoso es el filósofo, historiador de la filosofía, crítico literario, ensayista; el Xirau en prosa castellana, clara y llana, que ha dejado obras maestras en varios registros: la historia de la filosofía, la exploración y exégesis de la experiencia espiritual, la crítica literaria, los viajes y un grupo de libros breves e importantes de su filosofía propia y personal.

Con todo, el corazón y más profundo valor de la obra de Xirau está en sus poemas. Si su prosa lo coloca como parte del canon del pensamiento en nuestra lengua, su poesía lo destaca como caso único… su mayor impronta, su mayor altura es la del poeta. Lo que tiene que decir de sí, del mundo, del tiempo, en su filosofía personal (Sentido de la presencia, de 1953, o el breve y estupendo El tiempo vivido, de 1985) es inextricable del hecho poético. Fue un poco como Dante, que escribía su prosa en latín y sus poemas en toscano. Xirau solía rescatar De vulgari eloquentia, el elogio de Dante a la lengua en que cada uno piensa, sueña y ama, y la primera lengua que Xirau habló fue el catalán. No es dato de mera curiosidad: pensar es algo que sucede en una lengua. De modo común suponemos que se piensa con palabras, y es verdad, aunque no del todo exacto: es una forma de hablar; pensamos con el fraseo y con los ritmos de una lengua. Es un habla interior, antes que un acomodo sintáctico de puras palabras. Es un flujo y una forma de estar en el mundo. Es cierto que la lógica de cualquier idea o pensamiento es trasladable de una lengua a cualquier otra, pero no sucede lo mismo con los ritmos, tiempos, pausas y sonoridades que ocupan por dentro nuestras privadas vigilias y nuestros sueños. Sin embargo, aunque tendemos a separar sus géneros y recursos como si provinieran de distintos mundos, la separación entre el Xirau filósofo y el Ramón poeta es superflua y equivocada.

No fue siempre claro y Xirau requirió un proceso, que resultó fructífero: Palabra y silencio (1964)o De ideas y no ideas (1974) abordan cruces y diferencias entre ambos mundos del conocimiento. Todavía hacia finales de los años cincuenta, tenía conflictos para trabar una relación suficiente entre sus dos ritmos: su prosa en castellano, sus poemas en catalán. En El péndulo y la espiral (1959) concebía oposiciones entre la poesía y la filosofía. Casi veinte años después, esa relación asintótica entre sus dos géneros y sus dos lenguas halla su asiento definitivo en Poesía y conocimiento (1978). No es fácil decir qué es lo que atisba Xirau cuando se refiere a esa consustancial diferencia. Lo cierto es que se trata mucho más de una declaración de principios, o un modo de estar en el mundo, que de un mero tópico de interés o un asunto discursivo. De hecho, la relación de poesía y conocimiento que propone Xirau no resulta comprensible sin una contraparte filosófica igual de presente y añeja en su obra: esa versión mediterránea de un existencialismo de mediodía, no lóbrego, que se anuda en torno a un verbo: estar –o como también la llama: el “sentido de la presencia”, donde “estar” es un sustantivo que ha sustituido al verbo y, en tanto objetivación, se torna ente, asunto cognitivo, muy reacio al misterio–. Hoy estamos conminados no a reunir sino a divorciar el conocimiento y el saber. Cosa buena para armar buques, pero no para las barcas. Me explico: un buque es cosa ingenieril, ciencia aplicada, asunto de alta tecnología. Una barca, o las barcas, es aquello que vaiviene en los poemas de Xirau:

Escuchemos, ojos mortales, en el silencio,
concentrados, vivos, atentos en el
                                                  Silencio.
Hacia tu mar penetran lentas barcas,
penetran lentamente nuestras barcas.

Y aquí, otra clave de Xirau: el silencio. No callarse sino acceder al silencio, preñado de sentido, no de significado, como la profunda morada de los seres en el tiempo. Los filósofos leen Heidegger, la tradición espiritual dice Juan Evangelista y Dionisio Areopagita, la poesía sugiere al otro santo Juan. Algo que se canta, más que se discurre.

En Xirau resulta sorprendente esa… iba a decir erudición –y, sí, pero sin ese dejo de yerto que tiene la acumulación de datos; lo suyo es sabiduría–. Sabe cosas no solamente porque tiene la cabeza espaciosa y envidiablemente dotada sino porque lo incumbe el mundo. Basta leerlo glosar a Rudolf Otto o extenderse sobre Kierkegaard para percibir la diferencia, real, palpable, entre el temor y el miedo, entre la revelación de lo sagrado y el abismo que nos impide lo sagrado. Hay que leerlo abismarse en cada estrofa del Cántico espiritual o rescatar la llana brillantez de Lope de Vega. Por igual lo entusiasman las cimas, los abismos, las tierras llanas; las almas salvadas, los locos furiosos. Solamente dos cosas no hallo en su obra: la crueldad y la idolatría.

El hecho de que nada le sea ajeno no implica, ni mucho menos, que todo le resulta aceptable. Xirau tiene dos pleitos casados: uno, con los ídolos; el otro, con la suplantación del todo por la parte. Piénsese bien: no es un mal retrato hablado del diablo: ese ídolo empeñado en suplantar al Ser con una de sus criaturas. Y no es cualquier acepción del ídolo (porque Xirau no detesta ni a Demócrito, ni a Ficino, ni a Bruno) sino la idolatría; y tampoco es enemigo de la metonimia sino de la suplantación, de la impostura en los sistemas que impelen a creer que el hombre es un síntoma, que Dios es una estampa o que el universo es un reglamento de tránsito. Por eso vuelve tantas veces –he contado cuatro en sus libros– a ese momento portentoso y descorazonador del Fausto: “En el principio era la acción.” Ese es el corazón del alma fáustica. Está Fausto, ya solo, en su estudio, comido por un ansia de conocimiento (un ansia que Lulio llamó desconhort, mezcla de tristeza, cansancio, hartazgo y una enorme vacuidad), y lee el Evangelio de Juan. “En el principio era el Verbo” –es decir, el Logos, en griego–, y queda insatisfecho. Intenta una glosa, y otra, y otra, hasta que llega a esa fórmula: “En el principio era la acción.” En ese instante, el perro se transforma en Mefistófeles. El diablo sabe que ahí hay un alma en venta, a cambio de todo el conocimiento. Mal negocio: comprar una potencia del alma al precio del alma entera. Todo filósofo tiene la tentación de Fausto: esa vehemencia, esa bulimia. Es idolatría. Porque no es lo mismo el conocimiento –un sustantivo que pincha por su intuición de completud– que conocer. Y Xirau repite: “Conocer es, al mismo tiempo, percibir, sentir, nacer con el mundo, con los otros, con el otro. ¿No decía Claudel que el conocimiento es co-naissance?” De aquí su afinidad con ciertos poetas de la presencia: Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz… Pero con un giro: en sus poemas hay una luz distinta y una extraña vida contemplada en la quietud y el movimiento, en los objetos; y digo vida: algo real, sensible y perceptible en el tiempo y espacio con una animación que no depende de su movimiento sino de otras dos cosas: su presencia y su carácter de creatura.

Aquí comienza y termina el entuerto del filósofo y el poeta. De hecho, se trata de las dos tesis más persistentes y debatidas de Ramón Xirau: la más antigua, el sentido de la presencia, y la mas discutida: que la poesía es conocimiento. Y este, me parece, es fulcro de la poesía de Xirau. Casi toda la poesía que conocemos está escrita en la misma lengua con que el poeta va al mercado y pelea sus juicios. La coloquialidad es una compañía constante, o una elección, o un yerro simplón. En Xirau, la cosa cambia: el catalán no es lengua de comercio ni de cháchara. No trafica con el taxista, ni recibe su cambio, ni padece noticieros en catalán. Después de sesenta años, su lengua materna, sus poemas, acontecen en una lengua intocada por los trastes de la cotidianidad, pero sin desgaste, completa, con su historia y su potencia íntegras. Es una lengua, más antigua que el castellano, que solamente habla cuando habla consigo mismo.

Quien habla solo espera
hablar con Dios un día…

dice Machado. De todos modos es ese mismo afán, que quería Mallarmé, de “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Solamente que la tribu no se compone de semovientes deshonestos ni sobrelleva una economía de cosas mostrencas. De ese mundo hay que rescatar palabras y objetos, darles vida otra vez. Para eso, Xirau cuenta con el español y la prosa.

En resumen, y muy resumen, y tosco, digo que dos son las marcas de agua en las páginas de Xirau. Una, esa necesidad de arrancar el depósito del sentido al sustantivo, para devolverlo al verbo; dos, la espiritualidad mediterránea del catalán, en medio de tanto duro peñasco y llanos secos de la tradición del castellano. Para seguir abreviando, digamos que la lengua española trae instalada una querella profunda entre las palabras y las cosas, pero, más aún, entre la realidad y el deseo. En castellano, la verdad es un golpe y se llama desengaño. Y son Lope y Cervantes, Quevedo, Calderón y (el peor de todos) Gracián. Es notable que, salvo la mística española –y eso con pocos ejemplos: fray Luis de Granada y fray Luis de León, sobre todo–, el pensamiento y la creación poética del castellano están casi del todo intocados por la que acaso sea la noción motriz de la literatura catalana: el mundo como dádiva, don, creación en marcha; la armonía de las criaturas… En la tradición catalana ha sucedido todo lo contrario: la realidad es revelación, dádiva y regalo.

Sus poemas, sin embargo, dan nueva vida a la lengua de una tribu que coincide, además, con el tribunal de la conciencia: es la lengua de un prójimo elegido, un pueblo espiritual, sin las malas cuentas de las horas echadas a perder. Sus poemas cantan objetos con un estatuto propio; no son cosas coloquiales sino criaturas. Y hablamos aquí, justamente, de dos tradiciones que se suman en la poesía de Xirau. La primera le es común a él y a todo poeta moderno. Muy conocida y, por ello, la resumo. Dice Novalis: “Yo es igual al no-yo –principio supremo de toda ciencia y de todo arte–”; “son un yo”, dice Jean Paul; “yo soy el otro”, dice Nerval; “yo es otro”, Rimbaud. Esta tradición tiene dos vertientes principales: la que lee la otredad como tragedia y la otra, que percibe en ella una posibilidad de redención por el prójimo.

Xirau participa en esta segunda vertiente, mucho menos transitada que aquella, oscura y congestionada de espíritus contritos. Lo notable es constatar cómo esta veta moderna y filosa de la poesía, para Xirau se convierte en un puro agustinismo: sí, es el prójimo, el amor del prójimo, y la Gracia. Nadie se salva a sí mismo: la redención reside en la Gracia y en el otro:

Nuestro otro, todo es claro en el paisaje
las velas en el mar, los sauces en el campo,
el amor en los ojos, los soles hacia el sol,
claror del mundo, claror de nuestro sol,
olas, olas, ríos breves,
                          ah, playas:
el limonero todo verde
                          ilumina el espacio
y lentamente, enamoradamente, todo es belleza.
Todo es sencillo, todo claro.
Mirad:
el mundo es tal como se ve.

El mundo es tal como se ve; es decir, no es cartesiano: los sentidos engañarán a la razón cuando se pone de esculcona, pero dan puntual respuesta al alma. Esta es la otra tradición poética de Xirau, tradición que no comparte sino aporta. Me explico. Para nosotros, que hablamos castellano, la gran literatura comienza un par de siglos después de que el catalán tenía ya sus clásicos. El hecho es que, para nosotros, que recuperamos del Mediterráneo algunas formas de la poesía trovadoresca, suele perderse, sin embargo, buena parte de la tradición. Tal vez nuestra idea del amor, recogida de Petrarca, no sea del todo exacta. En catalán, el amor no solo es el de los amantes, amado y amada, sino, además, el amor a las criaturas. Y sí, en efecto, desde aquí, Ramón es un trío: es Lulio y es Sibiuda y es Xirau. Tres ramones, sabios, sorprendidos por el encanto de las criaturas, por el mar, por las naranjas.

En su memoriosa luz del Mediterráneo, la sombra es una fruta más, un regalo fresco, y no los umbríos bosques donde sufrían Garcilaso y Herrera. La tradición castellana recoge al Virgilio de la Eneidaibant obscuri sola sub nocte per umbram, el tema del cavernoso descenso a los infiernos, la fauna ajena, las rocas y los bosques.

Desde luego, Xirau conoce bien y ha escrito sobre Góngora, Lope, Quevedo. Pero su alma es mediterránea; es más cercano al mundo franciscano que al dominico; es poeta de Naturalezas vivas y no pintor de naturalezas muertas; sus claroscuros son, en realidad, un juego de sol y resolana. Lejos de Salicio y Nemoroso, que hablan entre pinos y álamos, Xirau –y antes Sibiuda, en su injustamente olvidado Tratado del amor de las criaturas, y antes el Libro de las maravillas de Lulio– habla, entre olivos y naranjos, de unas bestezuelas verdes, verdes –en catalán: bestioles–.(Y aquí no puedo evitar una delación: el poeta habla del mundo, pero quien haya visto la letra manuscrita de Xirau sabe que, más que una caligrafía, Xirau esparcía bestioles sobre el papel.)

Y esto toca no solo los poemas de Xirau sino su lugar en la prosa. Nadie pretende la ingenuidad mágica de suponer un nudo directo entre las palabras y lo que nombran. Pero es distinta la colocación del sujeto del conocimiento, o del saber. Se puede suponer que relacionar palabra y cosa es la tarea de Sísifo, o, por el contrario, como parece ir quedando en catalán, que si bien no se acabarán de tocar nunca, el juego de las persecuciones, más que con palabras y cosas, se da entre el verbo y el acto. Y entonces, llamaremos sentido a la huella de su juego. Esto hallo en sus dos géneros y en sus dos lenguas: una especie de confianza inquebrantable, jamás cumplida, pero también, jamás traicionada. Y, para deslindar de nuevo, no es un optimismo sino eso: confianza. Una forma de estar. ~

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